La violencia y la Ley en el despojo territorial de los moqoileec (mocovíes) del Chaco austral. Segunda mitad del siglo XIX, de Aldo Gastón Green, Revista TEFROS, Vol. 23, N° 1, artículos originales, enero-junio 2025: 134-162.

En línea: enero de 2025. ISSN 1669-726X

 

Cita recomendada:

Green, A. G. La violencia y la Ley en el despojo territorial de los moqoileec (mocovíes) del Chaco austral. Segunda mitad del siglo XIX, Revista TEFROS, Vol. 23, N° 1, artículos originales, enero- junio 2025: 134-162.

 

 

La violencia y la Ley en el despojo territorial de los moqoileec (mocovíes) del Chaco austral. Segunda mitad del siglo XIX

 

Violence and Law in the territorial dispossession of the Moqoileec (Mocoví people) of Southern Chaco. Second half of the 19th century

 

A violência e a lei na perda territorial dos moqoileec (Mocoví) do Chaco austral. Segunda metade do século XIX

 

                                                                                 Aldo Gastón Green

Facultad de Humanidades y Ciencias,

Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina

Contacto: aldogaston_32@hotmail.com - ORCID: https://orcid.org/0009-0005-6302-1698

 

Fecha de presentación: 4 de junio de 2024

Fecha de aceptación: 10 de diciembre de 2024

 

Resumen

Durante la segunda mitad del siglo XIX se produjo la expansión del Estado argentino sobre el espacio chaqueño, habitado en ese entonces por pueblos indígenas que se habían mantenido independientes de la dominación colonial española. En este trabajo se aborda el tema del despojo territorial de los moqoileec (mocovíes) efectuado en ese marco, tanto a través de la vía militar como de la legal. Desalojados por la fuerza mediante sucesivas campañas militares, estos indígenas fueron empujados a concentrarse en los estrechos espacios de las reducciones, de los que fueron privados también a través de diversos mecanismos legales, que nos proponemos analizar. Observamos como las ideas de nación y ciudadanía vigentes en la sociedad criolla, y en contradicción con la propia perspectiva indígena, fueron elementos importantes de legitimación en ese proceso. Particularmente advertimos como la nueva condición jurídica de ciudadanos impuesta a los moqoileec, facilitó su completa desposesión.

Palabras clave: pueblos indígenas; frontera; despojo; ley; campañas militares.

 

 

 

Abstract

During the second half of the 19th century, the Argentine State expanded into the Chaco region, at the time inhabited by the indigenous peoples who had remained independent from the Spanish colonisation. This paper addresses the territorial dispossession of the Moqoileec (Mocoví people), performed in such a context through both military and legal means. Forcibly displaced by successive military campaigns, the Moqoileec crammed into the limited space of the so called reducciones in Spanish, though they were also deprived of these religious mission stations through a number of legal mechanisms, which we aim at analysing here. We note how the current ideas of nation and citizenship embraced by the community of Criollos, which openly contradicted the indigenous perspective, were significant factors that contributed to the legitimation of the process. In particular, we observe how the new citizenship status imposed on the Moqoileec facilitated their utter dispossession.

Keywords: indigenous peoples; border; dispossession; law; military campaigns.

 

Resumo

Durante a segunda metade do século XIX, produziu-se a expansão do Estado argentino sobre o espaço chaquenho, então habitado por povos indígenas que haviam se mantido independentes do domínio colonial espanhol. O presente trabalho aborda a questão da perda territorial dos moqoileec (Mocoví) ocorrida nesse contexto, tanto por meios militares quanto legais. Deslocados à força, por meio de sucessivas campanhas militares, estes povos indígenas foram levados a se concentrar nos estreitos espaços das reduções, dos quais também foram privados através de diversos mecanismos legais, sobre os quais recorre a presente análise. Observamos como as ideias de nação e de cidadania em vigor na sociedade criolla e em contradição com a própria perspectiva indígena foram elementos importantes de legitimação nesse processo. Chamamos a atenção de como a nova condição jurídica de cidadão, imposto aos moqoileec, facilitou a perda territorial total desse povo.

Palavras-chave: povos indígenas; fronteira; perda territorial; direito; campanhas militares.

 

Introducción

 

Piyo'no'lec (en castellano Cipriano Salteño) era cacique de los Mocovíes del Lote 3, Colonia Domingo Matheu. Este cacique iba al pueblo pidiendo que le den la tierra de ese lugar o sea que le garanticen […] los directores fueron para entregar como un título del lugar donde entonces vivían […] un tal Vreisman, de Villa Angela, fue en compañía de J. Manito, Bartolo y Cipriano Salteño a Buenos Aires y en ese entonces les entregaron cinco lotes en esa misma zona. […] en el año 1942 alguien vino a pedirle el título de la tierra. El que llevó este papel era el comisario Salazar de San Bernardo, diciendo que lo arreglaría y desde entonces no se supo nada de aquel papel. Después de unos días se empezó a alambrar casi todo de los cinco lotes. Fue entonces cuando los Mocovíes se reunieron para arrancar todos los postes que se pusieron. Los trabajadores volvieron a poner la parte, los Mocovíes volvieron a sacarlo y los blancos volvieron a poner. Los Mocovíes quisieron volver a hacerlo pero los trabajadores trabajaban acompañados por la policía. (Valerio Salteño y Agustín Cornelio, moqoileec. Silva, 1998, p. 148).

 

[…] yo estaba con mi familia y todos los muchachos. Don Angel Salteño estaba cerquita, don Coria y después otra gente. Éramos como ocho o nueve familias. Siempre vivíamos en la ruta porque no teníamos lugar, no teníamos tierra, no teníamos nada. Por eso estábamos ahí. Terminaba la cosecha y nos íbamos a vivir a la ruta. Todos los años hacíamos eso. Vendíamos cardo, a veces algún pájaro, naranja, cualquier fruta, vio? Se vivía más o menos, no muy bien” (Sixto Lanchi, moqoit. ENDEPA, 1988).

 

Al conformarse el Estado argentino, el espacio chaqueño se encontraba fuera de su dominio efectivo, pero los sectores dominantes criollos se consideraban herederos de los territorios que los españoles habían reivindicado como propios (Quijada, 2011; Ratto, 2014). Esa región era vista entonces por la sociedad rioplatense como perteneciente al nuevo país y en 1858 el coronel Du Graty (1968) la incluía en el mapa de la Confederación Argentina y la promocionaba como abierta a la inmigración por hallarse deshabitada.

Los indígenas que habitaban ese espacio –moqoileec (mocovíes), abipones, y qom– por ser sociedades ágrafas, no dejaron testimonios directos de su propia perspectiva. Empero, la presencia de una línea fortificada entre ellos y la sociedad euro-criolla hasta la llamada conquista del Chaco a fines del siglo XIX, la continuidad de la resistencia desplegada a través de la misma y la permanencia de sus identidades preexistentes contrastantes, no indican una voluntad de incorporación a la comunidad política en ciernes. Por el contrario, se manifiesta una intención de permanecer independientes en un territorio que consideraban como propio.

Sin embargo, en este trabajo pretendemos ir más allá de la constatación de las diferentes convicciones que pugnaban en la época. Asumimos la prevención señalada por  Roulet y Navarro Floria (2005), respecto de los equívocos que conllevan conceptos como los de “áreas vacías” o "fronteras internas", creados por propagandistas de la época en relación a esas sociedades, dificultando “la comprensión cabal de su verdadera condición previa a su incorporación forzada al Estado, la de naciones soberanas e independientes” (p. 26). Los indígenas poseían efectivamente el sector del Chaco austral, del que nos ocupamos aquí, y se mantenían independientes de la dominación hispano-criolla al momento de la ruptura con la metrópoli.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, en Argentina, como en otros nuevos Estados latinoamericanos, las necesidades surgidas de la incorporación a la economía mundial a través de la exportación de materias primas (Filippi, 2017), sumadas al racismo que desde el periodo hispano presentó “un carácter independiente con una dinámica propia que sobrepasa el condicionamiento económico” (Barié, 2003, p. 82), impulsaron políticas de expansión de las fronteras, despojos y exterminio de los indígenas (Stavenhagen y Carrasco, 1988).

La categoría de despojo, para abordar un aspecto de esos procesos que atravesaron a muchas sociedades indígenas, ha sido utilizada en una serie de trabajos centrados en casos del área colombiana (Vanegas y Caicedo Fernández, 2016, 2017), junto a la reflexión sobre su validez como herramienta analítica para dar cuenta de “realidades sociales en las cuales ciertos sujetos son privados de bienes significativos por la acción arbitraria de otros” (Vanegas y Caicedo Fernández, 2016, p. 12). Aunque el tema de la tierra aparece centralmente (Calle Alzate, 2017), se insiste en las múltiples dimensiones, distinguibles pero interrelacionadas, de los procesos despojadores, analizándose el papel de la legislación no solo en su legitimación sino también como mecanismo que los posibilita (Bosa, 2016).

En el Chaco meridional, especialmente en el caso de los moqoileec en el que nos centraremos, el despojo territorial no solo operó a través de la vía militar. La permanente presión y el corrimiento hacia el norte de la franja fronteriza desde mediados del siglo XIX, los fue circunscribiendo en reducciones cuyos estrechos espacios ocuparon de manera precaria según la nueva legalidad que se imponía. Nos proponemos analizar los diversos mecanismos a través de los cuales, luego de ser desalojados por la fuerza de sus tierras, fueron excluidos de la propiedad de las mismas. Observamos cómo las ideas de nación y ciudadanía vigentes en la sociedad criolla fueron elementos importantes de legitimación en ese proceso. Particularmente nos interesa explorar el impacto que la nueva condición jurídica de ciudadanos impuesta a los moqoileec, tuvo en el mismo.

Constituye un desafío, como ya lo fuera señalado para la región pampeana (Nacuzzi, 2014), el intento de aproximarnos a la visión de los indígenas sobre sus tierras y sus proyectos colectivos. Para su abordaje, la ocasional recuperación de sus voces -realizada por funcionarios estatales o misioneros que tomaban registro de sus reclamos y exigencias, mediando categorías y preocupaciones propias de los escribientes- requiere la confrontación permanente con lo que conocemos respecto del accionar general desplegado por aquellos, y de sus pautas culturales en el siglo XIX.

 

Los indígenas del actual norte santafesino a mediados del siglo XIX

A mediados del siglo XIX, los moqoileec eran los indígenas más numerosos en el sector septentrional del actual espacio santafesino. Al norte de ellos, cerca del límite con la provincia de Chaco, se encontraban los tagñilek o tobas meridionales (Terán, 1993), mientras la mayor parte de los abipones se hallaba reducida en San Jerónimo del Sauce (Green, 2018, 2021). Cada una de estas entidades, definidas a partir de características culturales y lingüísticas contrastantes, se articulaba desde el punto de vista sociopolítico, en numerosos grupos locales autónomos llamados “bandas” por los antropólogos (Braunstein y Krebs, 2002; Tomasini y Braunstein, 2006). Las alianzas más o menos estables que estos establecían entre sí, constituían unidades más amplias (sin llegar a abarcar la totalidad de las entidades mayores) o conjuntos de bandas, que pueden designarse como “tribus” (Braunstein y Krebs, op. cit.).

Los diversos grupos se desplazaban por territorios considerados como propios (Tomasini y Braunstein, op. cit.; Citro, 2006; Rosan, 2016) y reconocidos como tales por los segmentos vecinos (Green, 2020, 2022). La preocupación por excluir de los mismos a los extraños, en sociedades cazadoras recolectoras como las mencionadas, presenta intensidad variable, que se ha vinculado a la relación existente entre los beneficios del acceso exclusivo y los costos de la defensa (Cashdan, 1991). Pero no se trataba simplemente de espacios explotados para la subsistencia, concebidos como fuente de recursos económicos. Retomando el concepto de “etnoterritorialidad” de Barabas, Rosan (op. cit.) señala que permite pensarlos como ámbitos en los que “se inscribe la memoria histórica, las costumbres, o los rituales; y en este sentido, el territorio puede entenderse como una noción que vincula el espacio con un colectivo” (p. 19). Contiene huellas que constituyen “unidades de significado” relacionadas frecuentemente con “eventos singulares, míticos y rituales” (ibid., p. 20).

Si bien las áreas recorridas por grupos locales aliados podían superponerse en parte, los límites de las transitadas por las “tribus” presentaban un carácter más excluyente. Un estudio sobre la toponimia de los no'olgaxanaqpi, un conjunto de bandas “tobas” de la zona de Pampa del Indio, Gral. San Martín y El Colorado, permitió el reconocimiento de sus fronteras geográfico-territoriales. Los nombres empleados para señalarlas remitían a su vez a los utilizados por esos indígenas para designar los límites del cuerpo humano (Braunstein y Krebs, op. cit.).

En el actual norte santafesino se evidencia una topografía indígena ancestral, que se apropia de los lugares recorridos y vividos, remitiendo a hitos históricos, a creencias y a percepciones particulares del paisaje y delimitando también zonas de acceso privilegiado de determinada comunidad local, tribu o etnia (Green, 2020). Se observa además la existencia, a mediados del siglo XIX, de un sistema normativo no escrito que protegía esos derechos territoriales colectivos. Al referirse a las parcialidades moqoileec de los javierinos y “montaraces” (o a los xoÿaxaic “mansos” e ischipile’ec “espineros”, si atendemos a las categorías de los propios indígenas), Perkins (1867) señalaba que “tienen una especie de convenio tácito, de que hasta este punto (Pájaro Blanco) se entienden los campos donde les es permitido cazar a los paisanos reducidos” (p. 49), es decir, a los primeros. Por otro lado, ninguna de estas agrupaciones pasaba al norte del arroyo del Rey, reconocido como territorio de los tobas (ibid). Las reuniones y celebraciones intergrupales, frecuentes en la región (Nesis, 2005; Citro, op. cit.; Tomasini y Braunstein, op. cit.; Rosan, op. cit.) y las alianzas que a veces atravesaban los limites étnicos (Braunstein y Krebs, op. cit.; Tomasini y Braunstein, op. cit.), permiten pensar en la existencia de consensos explícitos como base de esos reconocimientos. La noción de propiedad privada, presente respecto de bienes transportables y caballos, no se aplicaba a la tierra, sujeta a propiedad colectiva en la medida en que cada comunidad tenía un acceso privilegiado sobre determinado espacio. Estos derechos eran incorporados en sus propias expectativas por las demás agrupaciones y en la segunda mitad del siglo XIX no se registran en el Chaco meridional enfrentamientos intertribales e interétnicos con la intensidad propia de periodos anteriores.

 

El desalojo por la vía militar

A comienzos de la segunda mitad del siglo XIX se agudizó el interés de las elites criollas por ocupar el territorio indígena del Chaco, codiciado por sus potenciales recursos (Dosztal, 2013). La construcción de la noción de “frontera interior” justificaba esa pretensión al suponer como parte del Estado argentino (Ratto, op. cit.) lo que hasta ese momento se había reconocido en la práctica como frontera internacional (Roulet y Navarro Floria, op. cit.). Así la constitución santafesina de 1863 definía como límite con el Gran Chaco, el arroyo del Rey (Maffucci Moore, 2007), aunque la realidad no se condecía con el papel y "los indios eran como dueños absolutos hasta de los suburbios de la ciudad” (Schobinger, 1957, p. 42), decía un empresario de la colonización refiriéndose a la capital, sobre la que corría, a unas pocas leguas al norte, una frontera fortificada. La concreción del viejo anhelo hispano-criollo de apoderarse de esos territorios solo podía realizarse mediante campañas militares contra los indígenas, cuya resistencia también debe contemplarse en la larga duración (Ottenheimer et al., 2012).

Las expediciones armadas implicaban, además de la realización de matanzas de indígenas, el cautiverio y reparto de los que quedaban vivos entre las familias de la provincia (Green y Molina, 2018) y el saqueo de sus animales y bienes. En febrero de 1855, el comandante José Rodríguez atacó “la toldería del casique Cavilo en las puntas del Palmar al Norte” matando a siete mujeres y un hombre, tomando “treinta y seis personas de chusma prisioneras” y robando “ciento y tantos caballos”[1]. En febrero de 1861, Telmo López sorprendió

 

[…] una tolderia de indios montaraces de la tribu Espinera […] y abiendose empeñado el ataque, los indios opusieron una tenaz y encarnizada resistencia, no obstante lo cual fueron completamente pulverizados los barbaros, quedando muertos en el campo quince indios de pelea y algunas chinas, que no fue posible evitar en la confusión.[2]

 

Este tipo de relatos abunda en la documentación referida a una guerra fronteriza que fue desalojando gradualmente a los indígenas de sus tierras. De los 132.500 km2 que conforman actualmente su territorio, sólo 12.000 km2 constituían la provincia de Santa Fe en el momento de su creación (Del Barco y Montenegro, 2004). Mediante campañas como las ordenadas por Fraga (1858), Cabal (1864-1869) y Obligado (1870-1880) entre otras (Ainsuain, 2006), aquellos fueron despojados por las armas, de más de 115.000 km2 en medio siglo.

Los avances de las fuerzas estatales se financiaban en parte con contribuciones privadas, bajo la forma de empréstitos.[3] En un listado de suscriptos para los gastos de la expedición de 1866, puede apreciarse las cantidades de dinero y ganado entregados por cada aportante:

 

Dn Nicacio Oroño 200 novillos y 2000 $ plata. General Urquiza 300 potros. Coronel Rodriguez 300 novillos. Dn Tomas Cullen 300 novillos. D Juan Rusiñol 3600 $ plata. D Esteban Balestrino 900 $ plata. Dermicio Luna 1200 $ plata (…) D Enrrique Foster 1000 $ plata en hacienda. Agustin Iriondo igual. Juan M. Zaballa igual. Domingo Cullen igual. Ignacio Comas 1000 $ plata. Clodomiro y Leopoldo Artiga 2000 $ plata. Mariano Lopez 2000 $ plata. Remigio Perez 2000$ plata y C. Sañudo 1000 $ (…) José Martínez 2000 $. Marcial Candioti 1400 $.[4]

 

Los contribuyentes podian ser grandes “propietarios” en las áreas a desalojar militarmente, como el caso del general Urquiza que tenía un campo de 53.996 Ha. en el actual Dpto. San Cristóbal (Del Barco y Montenegro, op. cit.), o esperaban serlo tras el corrimiento de las fronteras, como el de Mariano Cabal, que ofreció financiar la campaña de 1866 a cambio de acceder a tierras a un precio minimo, lo que le fue acordado. Según el mapa catastral de la provincia de 1872, este poseía más de 2.000.000 de hectáreas en la zona norte (Ainsuain, op. cit.).

Las expediciones eran ejecutadas por el ejército de línea, en ocasiones con el auxilio de compañías de lanceros nativos establecidos en las reducciones de la franja fronteriza tras la realización de acuerdos de paz (Green, 2022; Green y Molina, 2022), pero también fueron frecuentes las efectuadas por privados, con o sin apoyo estatal, especialmente en el actual sector noreste de la provincia, donde la inmigración estadounidense y europea precedió al Estado, asentándose fuera de sus fronteras. El móvil de las numerosas correrías realizadas por estos colonos entre 1870 y 1890 no era el pretendido castigo de anteriores ataques de los indígenas sobre sus “propiedades”, sino el exterminio de la población previamente asentada en ellas (Green, op. cit.), como bien lo ilustra el título de “Cazadores de indios” que portaron jactanciosamente los suizos Kaufmann y Sager, de la colonia Romang (Schobinger, op cit., pp. 158, 175), entre otros.

Es necesario puntualizar aquí algunos aspectos: por un lado, el precio relativamente bajo al que adquirían las tierras los inmigrantes (Ainsuain, op. cit.; Dosztal, op. cit.), por otro, su llegada a los espacios que habrían de ocupar provistos de armas de fuego; “muchos cuidaron de traer consigo sus buenos rifles”, decía Castellanos, empresario de la colonización (Schobinger, op cit., p. 62). Las colonias creadas fuera de las fronteras estatales se instalaron además tras empalizadas, como se señala para las de Romang y Las Toscas (ibid.). El bajo precio relativo de la tierra en la zona fronteriza, la llegada de los nuevos “propietarios” de los predios con sus armas y su establecimiento en fortificaciones, resultan elementos extraños en las demás operaciones de compra-venta de la época y eso no pudo pasar desapercibido para los actores involucrados. Para los moqoileec, tales “transacciones” acordadas del otro lado de la frontera eran ilegales y desplegaron una tenaz resistencia. El avance del Estado colonizador fue advertido por ellos como una amenaza para su mundo, según lo constataba la prensa en 1868: “creen que esas colonias eventualmente arruinaran sus cotos de caza y tomarán posesión del Chaco” (Maffucci Moore, op cit., p. 298).

Más allá de las percepciones contrapuestas y proyectos antagónicos, asistimos al desalojo de la población indígena efectivamente poseedora del Chaco austral. En parte, es el avance militar del Estado el que transforma el territorio moqoit en fiscal y luego lo privatiza; pero también se produce, en la práctica, una apropiación violenta de la tierra por privados que lo anteceden. La propiedad colectiva, garantizada por el sistema normativo vigente en ese momento en las sociedades indígenas, será transformada en propiedad estatal y luego privada, o directamente en propiedad privada. En ambos casos, la imposición de una nueva legalidad convalida y garantiza como derecho, la situación creada por la fuerza de las armas.

En las últimas décadas del siglo, los indígenas que lograban sobrevivir a las campañas de exterminio no tenían la opción de permanecer en sus tierras. Como celebraba el Capitán Wyfsocki:

 

La nueva línea de fronteras ocupa las únicas aguadas que existen en el Norte de la Poblaciones y el Indio privado de este elemento no podrá llevar sus escursiones en masas […] Amás el indio tiene coartada la comunicación con las islas del Paraná y de San Javier cuyos parajes por su abundancia de bichos eran verdadero depósito de provisiones para ellos.[5]

 

Desplazados de sus territorios y privados del agua y los recursos para alimentarse, los moqoileec solo podían replegarse hacia el norte penetrando en el país de los tobas (qom) –opción que, según dicho capitán, descartarían– o asentarse en las reducciones de la frontera.

 

La fijación y circunscripción territorial

El asentamiento de grupos indígenas en reducciones –algunas ya existentes desde el siglo XVIII– constituyó para estos un mecanismo de resistencia y la noción de su subordinación a la autoridad estatal, a mediados del siglo XIX, ha sido problematizada (Rosan, 2013, 2016; Mora, 2019; Green, op. cit.). No obstante, avanzando el siglo se irá tornando su única opción de supervivencia. Por otro lado, la aceptación y sostenimiento del modelo reduccional por parte del Estado tenía como fin fijar en la franja fronteriza a los sobrevivientes de las matanzas, mantenerlos vigilados –en la medida en que aun conservaban parte de su fuerza– y circunscribirlos en espacios reducidos (Green, op. cit.), mientras sus antiguos territorios de caza se convertían efectivamente en propiedad privada. El gobernador Oroño (2004) expresaba este último anhelo compartido por diversos agentes: “Hemos sostenido que la tierra baldía debe enajenarse a precios cómodos, pagaderos en muchos y largos plazos” (p. 181), en la convicción de que su ocupación privada era la base para la prosperidad y “la resolución del problema de nuestra riqueza y engrandecimiento (p. 184).

La privatización de las tierras fronterizas fue afectando la movilidad de los indígenas de las reducciones, al obstaculizar sus desplazamientos. En junio de 1865, el comandante militar de San Javier consultó a su superior sobre los pedidos que le hacía el jefe de los moqoileec de ese punto, Gerónimo Alietí, respecto de la intención de los de Cayastá de unírseles, porque: “la nueva colonia establecida en Cayastá hasta les privan el transito por el camino real que tienen […] Y los que van de Cayastá á Los Calchines, no le reconocen el paso, y las autoridades los detienen”. Como respuesta se le indicó que no era conveniente “que los Indios de Cayastá salgan á San Javier por ser punto mas inmediato al Chaco y que estos les facilitan la entrevista con los montaraces”.[6]

El establecimiento de estancias y el impulso a la colonización agrícola fue menoscabando también su subsistencia, basada en gran medida en la caza y la recolección. Estas actividades requerían el despliegue por un amplio territorio y su explotación extensiva. Al asentarse de manera fija en un lugar, los moqoileec consumían los animales del entorno, pero con el tiempo las expediciones de caza debían alejarse cada vez más de la población para obtener buenas piezas. En diciembre de 1858, con una sequía que agravó la situación de los reducidos en San Pedro, Evaristo Ponce avisaba al gobierno sobre:

 

[…] el estado de completa miseria de todos sus havitantes, a estremos de desesperar de ambre […] no ha quedado un solo vicho del campo, ni sorrino, ni raton que no hallan comido y no les quedaba mas alimento que los huesos tirados de desecho que los reunian para hacerlos hervir y tomar aquella agua.[7]

 

Según la carta, los moqoileec habían agotado las presas en las cercanías de su reducción y las únicas opciones para obtener alimento eran alejarse de la misma o retornar al norte de la frontera. Así, agregaba, el cacique Martín Salteño “salió al campo a vér de bolear algunos animales para llenar en parte la imperiosa necesidad del ambre en que consternaba vér se hallaban reducidos ellos y sus hijos”.[8]

La “resolución del problema de nuestra riqueza y engrandecimiento” tenía como contracara la hambruna de los moqoileec, cuyas tierras de cacería, más allá de las reducciones, pasaban a ser ajenas. En 1870, se señala respecto de los habitantes de dichas poblaciones, que: “aunque el Gobierno les pasa alguna ración de carne, están extremadamente pobres de (que) no tienen ni para vestir ni para comer con regularidad” (Dalla Corte Caballero, 2012, p. 85). Las excursiones de caza pasaron a ser fuente de conflictos y abundaron las quejas de colonos y estancieros para que se impidiera la circulación de los indígenas sobre sus propiedades o en sus cercanías. El Estado implementó así diversas medidas para dificultarlas; en 1859, el coronel Du Graty, emitió la orden militar de capturar o matar a hombres y mujeres que se hallaran fuera de las reducciones (Green, 2018). Una década más tarde, en 1871, los colonos celebraban un decreto del gobernador que los autorizaba a disparar contra indígenas que anduvieran armados a más de una legua de la reducción de San Javier (Maffucci Moore, op. cit.).

 

La nacionalización y ciudadanización forzada

A diferencia de la noción de “nación étnica”, que remite a una base etnocultural, la de “nación cívica”, que imperó en el proceso de construcción del Estado argentino, se centra en el Estado y en “el ciudadano como miembro individual de la nación, idéntico en derechos a todos los demás” (Quijada, 2000, pp. 374-375). Para este modelo:

 

[…] el “país” es la condición previa de cualquier nación, y esta última es una unidad territorial, una comunidad política que reside en su propio territorio histórico, el cual pertenece exclusivamente al conjunto de la ciudadanía igual que ésta pertenece a aquél.[9]

 

Como ya señalamos, la sociedad criolla se consideraba heredera de los territorios reivindicados por España, pretensión que comprendía al espacio chaqueño, fuera de su dominio efectivo prácticamente hasta fines del siglo XIX, pero asumido como perteneciente al nuevo país a partir del concepto de “fronteras interiores”. Los derechos previos de los indígenas a sus tierras, como colectividades independientes, reconocidos en la práctica durante la etapa colonial española, fueron negados (Roulet y Navarro Floria, op. cit.). Si bien continuó el sistema de tratados y embajadas entre el Estado y esas poblaciones y en los relatos de militares y misioneros de fines del siglo aún se utilizaba el término “naciones” para referir a ellas (Fontana, 1881; Caloni, 1884), no se las consideró así en el plano jurídico-político (Roulet y Navarro Floria, op. cit.).

Nacidos en el territorio de la patria, que comprendía al Chaco, los indígenas fueron considerados parte de la nueva nación (Quijada, 2011) y la definición de su status al interior de la misma quedo remitida al plano individual (Roulet y Navarro Floria, op. cit.). A medida que se iban asentando en la franja fronteriza, como consecuencia de la presión militar, pasaban a ser considerados ciudadanos argentinos (Quijada, 2000).

 

En un momento en que continentalmente se expandían las visiones segregacionistas, los argentinos incorporaban a los indígenas a la ciudadanía porque su condición de nativos de la tierra los convertía en ciudadanos naturales e indiscutibles del Estado que se identificaba con ella.[10]

 

Es necesario, sin embargo, confrontar esa ciudadanización con el tratamiento dado a los indígenas en la práctica (Roulet y Navarro Floria, op. cit.). En la mayoría de las nuevas repúblicas latinoamericanas, la igualdad jurídica que les fue “concedida” formalmente contrasta con la “situación de inferioridad económica, discriminación y subordinación política” (Stavenhagen y Carrasco, op cit., p. 19) a que fueron relegados.

 

Durante la etapa previa a la denominada “Conquista del desierto” predominó en Argentina, según Quijada (2011) la concepción de una “ciudadanía cívica” cimentada en la intervención del individuo en el ámbito público, a través del cumplimiento de deberes y en su reconocimiento por parte de la sociedad. Observando la frontera pampeana, señala que con el establecimiento pacifico de indígenas cerca de fortines o poblaciones fronterizas y su actuación junto a fuerzas militares estatales “se ponían en marcha las tendencias inclusivas de la vecindad” (ibid., p. 174) de la tradición hispana, que favorecían su participación en la construcción de dicho modelo de ciudadanía. Este dio paso, en el último tercio del siglo XIX, al de una “ciudadanía civil” a la que se accedía a partir de la adecuación del individuo a una serie de criterios definidos por el Estado (ibid.), que para los indígenas significaban la condición de homogeneizarse con la sociedad criolla, abandonar su modo de vida tribal y “argentinizarse”.

En el Chaco austral, ya durante la primera mitad del siglo, se produjo el establecimiento en reducciones de grupos indígenas que hacían las paces con el Estado y su incorporación como auxiliares a las fuerzas militares. Analizando comparativamente las fronteras chaqueña y pampeana a fin de determinar si esto constituyó una vía para su transformación en “vecinos/ciudadanos”, Ratto (2020, p. 277) advierte, en un marco general de considerable autonomía de los cuerpos indígenas, una diversidad de situaciones. En la chaqueña, la movilización como “aliados” de las tropas criollas parece vinculada en buena medida a sus propias pautas culturales (Green, 2021). Se evidencia, en todo caso, la voluntad de las comunidades de mantener su autonomía, a lo que responde el frecuente retorno de grupos al norte de la frontera y la inestabilidad crónica de esas poblaciones reducidas (Green, 2022).

En la franja fronteriza, donde convivían indígenas reducidos con los vecinos criollos, se observa una marcada segregación, no codificada pero cotidianamente manifiesta en la segunda mitad del siglo. En Santa Rosa de Calchines, los “indígenas” eran censados separados de los “cristianos en 1860, y los propios caciques de la reducción del Sauce distinguían, en sus notas al gobierno, a sus “indiadas” o “lanceros” de los “besinos”[11]. En el censo nacional de 1869, el empadronador de la primera localidad completaba el libreto impreso, donde dice “Sección de”, anotando “Rasa Indigena”[12]. A fines de siglo, cuando la categoría de “argentino” se imponía, se continuaba registrando en las actas parroquiales de las reducciones a sus habitantes como “indios” y en la de Santa Rosa se encuentra un libro de bautismos exclusivo para estos, incluso en 1910. Diversos documentos permiten observar además una relación conflictiva entre las colectividades en ese punto (Green, op. cit.).

En 1870 el Depto. de Guerra y Marina de la Nación distinguía en la frontera norte santafesina a Guardias Nacionales, soldados del Ejército de Línea, e “indios de pelea” organizados en compañías, es decir que los últimos no formaban parte de la GN, integrada por todos los ciudadanos de entre 17 y 60 años que no estaban dentro del Ejército de Línea (Auza, 1971). En la misma época un listado de 25 alumnos de la escuela de Santa Rosa, solo registraba a un “Indígena”[13]. La igualdad ciudadana para los reducidos en la frontera norte santafesina, en la segunda mitad del siglo XIX, era una cáscara vacía en la práctica. Todavía en 1904, la moqoit Carmen, de la zona cercana a la localidad de Tostado, decía a Bialet Masse: “es inútil acudir a la justicia, el indio nunca tiene razón” (Filippi, op cit., p. 97).

 

La necesidad de garantías sobre la posesión de la tierra

En la segunda mitad del siglo XIX se asiste a un aumento del valor de la tierra en la provincia y a una creciente preocupación del Estado por regularizar su posesión, lo que se tradujo en el desarrollo de una legislación que fue ordenando la propiedad privada y estableciendo las condiciones en que se podían vender o donar las tierras fiscales (Montenegro, 1996; Filippi, op. cit.). Si en los comienzos del proceso, para los indígenas reducidos no resultaba evidente el derecho del Estado a disponer de sus tierras y no mostraban interés en obtener las escrituras de las mismas expedidas por este, a medida que el cercamiento se fue estrechando, los grupos que no tenían la fuerza suficiente para marcharse al norte de la frontera comenzaron a sentir la necesidad de ese respaldo legal. Se observa entonces una inquietud de los moqoileec por contar con la garantía estatal, a través de las solicitudes de los títulos de propiedad de las tierras de las reducciones, canalizadas a veces por los franciscanos a cargo de las mismas. Estas demandas, ya sea a través de los misioneros o realizadas por sí mismos, se presentaban de manera colectiva y en su carácter de indígenas –en virtud de saberse primitivos pobladores y del cumplimiento de acuerdos realizados previamente con el Estado– evidenciando una voluntad de supervivencia comunitaria.

En junio de 1856, el cura de la reducción de Santa Rosa, Fr. José María Zattoni envió notas al gobernador y a la sala constituyente de la provincia exponiendo la situación de los indígenas del punto y solicitando se regularizara la posesión de las tierras que ocupaban:

 

[…] para que pueda cumplir el compromiso que tiene contraído con mis feligreses; compromiso Exmo S° que en los pocos días que estoy entre ellos, me han repetido mucho […] Me hago un deber de manifestar a N. H. como órgano de mis feligreses, sus sentimientos: me repiten mucho= Si a los Extranjeros que pueblan los campos de Iriondo les dan chacras y como trabajar, porque no nos lo dan a nosotros?[14]

 

Agregaba finalmente que: “los Campos en que hoy tanto trabajan estos Indigenas, según se cree, son de propiedad particular pero ninguno de sus dueños vive en ellos ni tienen ninguna clase de trabajo establecido en los mismos”, pidiéndolos para la formación de un pueblo y chacras, previa indemnización a sus dueños[15].

En las cartas se entremezclan las preocupaciones y aspiraciones del misionero con los términos de los reclamos indígenas. Estos no surgían de una identificación con la condición de ciudadanos de la patria, sino de un “compromiso” contraído entre el Estado y la comunidad. El uso del término “extranjeros” no se contraponía al de “nacionales” sino al de “indígenas” ya que la distinción entre estos y los “cristianos”, era asumida por ambos grupos en esa época. Al mismo tiempo, la experiencia y la creciente presencia de colonos, les hacían ver la necesidad de contar con el respaldo del Estado para conservar esas tierras.

Las tensiones con los propietarios vecinos de la reducción iban en aumento. En 1864, un comisionado para ver si se habían “movido los mojones antiguos” recorrió la zona junto a los franciscanos, el propietario Bergallo, su arrendatario, el cacique José Rojas y algunos vecinos, delineando “la divisoria del campo de Bergallo y el Padre Rossi como apoderado del fisco” con una calle intermedia. En su informe al gobierno señalaba que en el sector del Estado “que ocupan los indígenas, no solamente, no han dejado diez baras para la calle como han entrao en cuatro partes, en campo ageno, hasi como encontré que en campo de Bergallo, que el arrendatario ha entrao al campo del fisco”[16].

Dos años después, el misionero Fr. Antonio Rossi manifestó al gobernador Nicasio Oroño haber visto con sorpresa, en el periódico El Tiempo:

 

[…] una denuncia hecha por Dn Francisco Romero de un terreno sito en el Districto de la espresada Reduccion, lindando por el sud, con terrenos de Dn José M. Cullen, al Norte con los terrenos de Bergallo, al Oeste con el Saladillo y al Este con la Ysla llamada de los Cachos […] Mas como dicho terreno ha sido comprado á su antiguo poseedor por el Gobierno de la Provincia á favor de los pobladores de la ya indicada Reducción hace mas de cinco años, me veo en la necesidad de suplicar á V. E. se sirva ordenar la suspensión de tal denuncia, por no ser mas fiscal el antedicho terreno en cuestion[17].

 

No estaba en los planes, sin embargo, garantizar la posesión de los indígenas de Santa Rosa, ya que al mismo tiempo el comisionado Perkins sostenía:

 

[…] que esta comarca no debe dejarse como hogar permanente de un pueblo indígena […] Con tales vecinos seria difícil conseguir una poblacion del país o estrangera para cultivar la tierra, y sacar provecho para la Provincia de una localidad que posee tan notables ventajas físicas. He oído pues con satisfacción que existe el pensamiento de trasladar la indiada de Calchines y Cayastá, á San Javier u otro punto[18].

 

En octubre de 1870 los grupos de los caciques Mariano Salteño, Valentín Teotí y José Manuel Maunalín, que habían empezado a conformar la reducción de San Martín, solicitaron al gobierno, por intermedio de los curas Bernardo Arana y Gerónimo Marqueti, los títulos de propiedad para la misma. Sin duda sentían la necesidad de contar con la garantía de una legalidad externa para no ser removidos por la fuerza del territorio ubicado “cuasi dentro del Chaco […] donde al presente vivimos y tenemos algunos ranchos”[19]. Los moqoileec insistían en permanecer en ese punto porque estaba “rodeado de bañados y cañadas”, lugares adecuados para la caza. Asimismo, descontados los terrenos para los misioneros y los tres caciques principales, expresaban que: “con un solo título de propiedad tenemos suficiente nombrando en él a los interesados”[20]; la noción de propiedad privada no estaba entre sus mayores intereses.

A diferencia de la frontera de Buenos Aires, donde se efectuaron donaciones de tierras a los indígenas en diversas oportunidades (Quijada, op. cit.), en el caso santafesino observamos políticas que comprendían la respuesta directamente negativa a esas solicitudes. En julio de 1866, los propios caciques de los cayastacenses, Tomas Valdez, Rufino Valdez, Nolasco Ruiz y Ciriaco Rojas, hacían sus reclamos al gobierno:

 

[…] en unión de las cincuenta y cinco familias indígenas que actualmente ocupan este punto sin contarse 18 cabezas de familia que se hallan en el ejercito aliado desean saber definitivamente, si NE se dignara acordarles, en dicho punto terreno pa Pueblo y suertes de chacras[21].

 

Una vez más la demanda se realizaba en términos colectivos y de su autoidentificación como “indígenas”. Se ve también el reconocimiento de la necesidad de un respaldo del Estado y, en este caso, la participación de algunos moqoileec en la guerra del Paraguay. En 1865 se autorizó al ejecutivo de la provincia a distribuir, de manera gratuita, tierras fiscales como premio entre oficiales y soldados que participaran en la misma (Montenegro, op. cit.; Del Barco y Montenegro, op. cit.); pero no era en apelación a esto que se efectuaba el reclamo, sino a acuerdos previos, como indicaba el emplazamiento –“desean saber definitivamente”– que hacían al gobierno. La respuesta dada por este en enero de 1867, sin embargo, fue tajante: “No siendo de las atribuciones del gno el otorgar la concesión que se solicita, comuníquese asi a los peticionantes y archivese”[22].

 

Los mecanismos del despojo legal

El sistema jurídico no solo convalidó el despojo de los indígenas, sino que lo facilitó e impulsó a través de distintos mecanismos que se combinaron de diversas maneras en la práctica. Cuando sus solicitudes no eran directamente ignoradas, o respondidas por la negativa, se observan retaceos al momento de destinar tierras para su establecimiento. Así, el pedido de anexión de una fracción de campo a la reducción de San Martín, hecho por los moqoileec, fue rechazado alegándose

 

[…] los inconvenientes y peligros a que estarían expuestos los estancieros vecinos, cuando en circunstancias dadas, sus ganados tengan que ir a pastar y tomar agua en el arroyo Cayastá ocupado en su parte principal por un pueblo cuya existencia es muy inverosímil por los elementos con que se cuenta para su formación[23].

 

El Decreto Provincial del 25 de septiembre de 1872, firmado por Don Simón de Iriondo, finalmente aprobó la mensura practicada por el agrimensor sin la incorporación de esa fracción (Del Río, 2013).

La mezquindad al momento de delinearse los terrenos para las colonias de indígenas, era seguida, cuando finalmente se aprobaba su creación, de la dilación en la entrega de los títulos de propiedad, como se observa en los casos de San Martín (Rosan, 2016) y San Javier (Andino, 1998), generando nuevos reclamos por parte de aquellos. En 1878 Manuel Obligado trasladó al gobierno provincial una solicitud hecha por 84 cabezas de familias indígenas reducidas en la Purísima Concepción de Reconquista, para que se les concedieran escrituras gratuitas de los solares que poblaban. Eran tierras que dicho general se había comprometido a entregarles en 1873, al tiempo que asignaba los primeros solares gratis a pobladores criollos y extranjeros (Ruggeroni, 1991). En el caso de la reducción abipona del Sauce, puede constatarse la llegada de las escrituras bajo la forma de boletos precarios que debían ser registrados y revalidados pasado cierto tiempo, condiciones que contribuían a la pérdida de esos derechos por parte de personas que a veces no hablaban en castellano.

Entre las mensuras de las colonias indígenas, con sus retaceos correspondientes y la entrega de las escrituras individuales definitivas, que se retrasaba crónicamente, se producía un vacío legal que favorecía nuevos recortes en tierras que seguían siendo fiscales en tanto no se expidieran los títulos. Tal es el caso del efectuado a la de San Javier, delineada por ley del 21 de julio de 1866, ante el pedido de los colonos estadounidenses, que considerando “demasiado extenso ese terreno para lo que puede necesitar ni aun aumentada en mucho la colonia indígena” denunciaron “en compra al precio y condiciones de la ley el área de una legua de frente, es decir una de las cuatro que corresponderían a la colonia de San Javier” (Andino, op cit., p. 27). En 1878 llegó a la reducción una comisión encargada de entregar “los terrenos fiscales existentes en aquel punto, para el establecimiento de colonos Rusos”, para lo cual el misionero Fr. Antonio Rossi había procurado “reducir a las familias indígenas que son como 120 a un área de media legua cuadrada”, es decir prácticamente en condición de hacinamiento, y pedía autorización para repartirles solares[24].

Si en un principio se trataba de mantener a los indígenas circunscriptos, alejándolos de sus terrenos de caza y recolección que habían pasado a ser considerados campos privados, con el tiempo la existencia misma de las reducciones se tornó también un obstáculo para la avidez de tierras del frente colonizador. Fue corriente la insistencia de diversos agentes (estatales y privados) en el desplazamiento de esas poblaciones a otros sitios, cuando era posible, según los intereses de la sociedad mayoritaria (Green, 2018). En 1871 los colonos californianos, que habían tomado una legua de las destinadas a sus vecinos indígenas de San Javier, reclamaban su traslado a “un lugar lejano de donde no nos puedan estorbar” (Andino, op cit., p. 28).

El caso de la reducción de San Martín, investigado en profundidad por diversas autoras (Dalla Corte Caballero, op. cit.; Del Río, op. cit.; Rosan, 2013, 2016) reproduce este modelo de escatimes, dilaciones y desplazamientos, y nos permite observar además otro mecanismo despojador, la sustracción compulsiva de boletos cuando eran entregados. Ante la ya mencionada solicitud de los caciques Salteño, Teoti y Maunalín en octubre de 1870, el gobierno designó al agrimensor Carlos Chapeaurouge para realizar la mensura de los terrenos, tarea iniciada en noviembre de 1871 y culminada en enero de 1872. Si bien en 1873 se inició la entrega de escrituras, en 1881 los habitantes de la reducción aun las reclamaban. A pesar de existir listas con los nombres de los supuestos agraciados es evidente que estas no llegaban a manos de todos.

Un año antes, Mariano Salteño fue acusado ante el gobernador santafesino Simón de Iriondo de participar en una conspiración, y se dieron una serie de intentos por disolver la reducción. Sitiados por las tropas, algunas mujeres fueron apresadas y repartidas como sirvientas entre las familias de la ciudad de Santa Fe, mientras los hombres jóvenes eran destinados al ejército (Bruno, 1975). Como resultado de esos sucesos, quedaron muy pocos indígenas en San Martín, y aun a estos se intentó removerlos: “El muy redo. Padre prefecto de misiones ha estado en esta reducción de San Martín, proponiendonos a nombre de V, E. terrenos en San Javier o en Santa Rosa de Calchines con los elementos necezarios para el trabajo”[25] decía una nota al gobierno, firmada en enero de 1881 por Francisco Salteño y José Lorenzo Nacitiquí entre otros líderes moqoileec. Manifestaban también su deseo de no abandonar el lugar:

 

[…] suplicamos a V. E. se digne dejarnos aquí donde ya tenemos hechos nuestros trabajos, con los necezarios titulos de propiedad de los terrenos. Poco importa que el gobierno de la nación nos haya retirado el racionamiento por que con nuestro trabajo procuraremos los helementos para nuestro sostén[26].

 

A inicios de la década del 80, ya no recibían raciones (posiblemente como presión para destruir la reducción), habiéndose iniciado, a pesar de la falta de herramientas y apoyo, los trabajos agrícolas, aunque la caza seguía siendo una actividad fundamental. Al mismo tiempo se manifestaban conscientes de la necesidad de contar con los títulos de propiedad, que a una década de realizada la mensura no habían sido regularizados. Cayetano Bruno sostiene, citando el relato contemporáneo del sacerdote Vicente Caloni, que la acusación sobre Mariano Salteño y su supuesto intento de amotinarse fue obra de “Gente codiciosa de las cuatro leguas que ocupaban los indios con su población y sementeras” (ibid., p. 362). Finalmente fueron removidos a otro lugar en 1887 y nuevamente a fines del siglo, al actual sitio de Colonia Dolores, donde serán conocidos como “capilleros”, lejos de las fuentes de agua. Lo delineado y adjudicado en 1873 y 1888 fue dejado sin efecto y en 1900 se hicieron nuevas concesiones, sin la llegada de los títulos correspondientes (Dalla-Corte Caballero, op. cit.; Rosan, 2016; Filippi, op. cit.).

En medio de las dilaciones burocráticas y los traslados compulsivos, algunos grupos abandonaban las reducciones retornando al norte de la frontera, donde volvían a enfrentar a las tropas estatales, como el caso del cacique Juan Salteño, hermano de Mariano (Dalla-Corte Caballero, op. cit.). Otros intentaban permanecer en ellas y continuaban demandando los títulos de propiedad. En 1894, con ayuda “por no saber firmar”, Mariano Salteño envió una carta al gobierno reclamándole por el despojo de sus tierras:

 

[…] encontrandome al presente en estado de la mas completa crisis, como así mismo mis compatricios, y deseando ocuparnos en cultivar los terrenos de San Martin que hemos poseído legalmente en años atras y que se encuentran abandonados en la actualidad después de haberlos indebidamente usufructuado por varios años colonos extranjeros, en esta virtud vengo ante V. E. en solicitud de la mas justa petición rogándole se digne acordarnos el derecho de primitivos poseedores mediante las escrituras que no obran en nuestros poderes que habernos sido sustraídas inconsideradamente en épocas distantes por el gobierno de entonces que conculcó nuestros legítimos derechos, pero que en los archivos de la Provincia consta lo que exponemos y existen en San Martín hombres ancianos que son testigos oculares de nuestro principio de pobladores y de nuestro despojo por absoluto despotismo[27].

 

Junto a la presión ejercida por colonos inmigrantes y la apelación de Mariano a la nueva legalidad imperante, Andino (op. cit.) y Rosan (2013) advierten la extraña mención al testimonio de los ancianos. No solo se trata de un elemento de prueba, de gran peso en la cultura moqoit, y desatendido por el Estado; sino que se entremezclan en el reclamo dos fuentes de derecho y sus correspondientes sistemas normativos. Los moqoileec se sabían “primitivos poseedores” de esas tierras y los diversos grupos indígenas del norte de la frontera estatal reconocían, mediante acuerdos, que la ocupación ancestral fundamentaba ese derecho de posesión. De igual manera, los de la reducción de Santa Rosa evocaban ante el cura Zattoni “los tantos años que están establecidos en estos campos”[28], reproduciendo la voz de los ancianos. Mariano había experimentado, sin embargo, la indispensable necesidad de las escrituras de propiedad otorgadas por el Estado, sustraídas por la fuerza en este caso, pero cuyo testimonio guardaban los archivos. Contraponía sus “compatricios” moqoileec a los colonos extranjeros y aunque las escrituras que pedía eran individuales, realizaba su reclamo en términos colectivos. La respuesta, como no podía ser de otra manera, le indicaba que debía presentar el número de concesión que decía haber poseído (Andino, op. cit.); los reclamos colectivos se atendían individualmente, para el Estado no existía o no debía existir una “nación” moqoit.

 

Una ciudadanía selectiva

La solicitud de reconocimiento de una propiedad colectiva por parte de los indígenas, como vimos en el caso de San Martín, no se avenía con la nueva legalidad impuesta. No había lugar para ello en las constituciones latinoamericanas redactadas bajo la influencia de valoraciones individualistas propias del liberalismo decimonónico (Barié, op. cit.), cuya aplicación en Argentina fue taxativa (Roulet y Navarro Floria, op. cit.). Tanto la Constitución Nacional de 1853, como las de la provincia de Santa Fe de 1863 y 1872 establecían el lugar central de la propiedad privada en la organización de la sociedad, mientras el Código Civil de 1869, enfatizaba en “el respeto a los contratos libremente acordados” (Ainsuain, op cit., p. 53).

Cuando finalmente llegaban a manos de los indígenas algunos títulos de propiedad, eran de carácter individual –en consonancia con las políticas tendientes a disolver los lazos tribales, debilitando la vida comunitaria– lo que favoreció las ventas de los terrenos por parte aquellos y su despojo legal. En julio de 1872, Fr. Bernardo de Arana, a cargo de la reducción de San Martín, conociendo quizá los peligros que encerraba ese sistema pedía que se prohibiera “a los agraciados el vender sus propiedades sin una causa muy justificada y reconocida por el encargado de aquella colonia antes del plazo de 10 años, imponiendo por lo tanto una pena al vendedor y comprador principalmente”[29]. El gobierno se resistía, sin embargo, a inmovilizar tierras en manos indígenas durante tanto tiempo y en el decreto del 25 de septiembre de 1872 en que se aprobó la mensura realizada por Chapearouge, el plazo requerido para vender se reducía a la mitad; en su art. 4to. disponía que:

 

En los titulos de propiedad otorgados se expresara que los terrenos donados no pueden enajenarse, so pena de volver al dominio del fisco, sino después de 5 años de poseción, sin que en ningún tiempo puedan adquirirse por una sola persona mas de cuatro concesiones.[30]

 

La venta de los títulos de propiedad privada, por parte de los pocos indígenas que lograban obtenerlos, fue corriente en los últimos decenios del siglo XIX y en los comienzos del siglo XX. Fr. Ducca lamentaba, refiriéndose a la reducción de Colonia Dolores, que:

 

[…] varios paisanos van vendiendo sus terrenos, y como puede suponerse, el importe desaparece como el viento. Como ejemplo: Leandro Díaz dice que vendió su concesión y con el importe entre otras cosas compro un carro, una jardinera y […] ¡Con lo que le queda dice que va a hacer un baile a San Antonio![31]

 

En 1882, el cura Ermette Constanzi escribía al gobernador de la provincia, que tras haber “donado” sus antecesores un lote de terreno para los indígenas de San Javier:

 

[…] por la codicia del terreno e inducidos los indígenas por fines siniestros con alicientes ficticios se trata de hacelos enajenar y de este modo explotarlos con toda decencia […] Por lo expuesto ruego a V. E. ponerles algunas restricciones a fin de impedir la venta y por consiguiente el desalojo de estos indígenas[32].

 

Frente a los recaudos interpuestos por el sacerdote, las autoridades locales respondieron que “los indígenas gozan de las mismas libertades que cualquier ciudadano, por lo mismo tienen el derecho de vender o contratar sus tierras teniendo para esto los correspondientes títulos de propiedad”[33]. El mismo Estado que negaba, retaceaba y dilataba las entregas de tierras en propiedad a los indígenas, defendía el derecho ciudadano de vender libremente los terrenos de aquellos a los que se entregaban finalmente los títulos. La igualdad de los individuos ante la ley, letra muerta como bien lo sabía la moqoit Carmen, irrumpía selectivamente y fuera de toda discusión, para garantizar el derecho de aquellos a vender los retazos de tierra que conservaban, consagrando la desigualdad.

Llegando a fin del siglo, la mayoría de los indígenas que quedaron comprendidos dentro del territorio santafesino carecía de los títulos de propiedad de las tierras que ocupaban, estuvieran asentados en reducciones (Andino, op. cit.; Dalla-Corte Caballero, op. cit.; Filippi, op. cit.), o se desplazaran por la zona de montes, como los entrevistados en las cercanías de la localidad de Tostado por Bialet Massé en 1904, a quien contaron que:

 

[…] después de haber vivido largos años en “Las Avispas”, el coronel Urquiza les dio una batida y tuvieron que ir internándose hasta donde viven hoy; cómo los han destrozado en diversas ocasiones, y la vida miserable que llevan en el monte; ellos conocen las ventajas de la vida civilizada, pero no quieren ser maltratados […] Si les dieran tierras fijas, ellos vivirían bien[34].

 

Conclusiones

En la segunda mitad del siglo XIX, y en el marco de la creciente inserción en la economía mundial, se produjo el avance del Estado argentino sobre el territorio chaqueño, habitado por pueblos indígenas que habían permanecido independientes frente al dominio colonial español. Estos se organizaban, desde el punto de vista sociopolítico, en bandas y tribus (alianzas de bandas) que poseían territorios de acceso privilegiado, fundado en su ocupación ancestral y protegido por un sistema de acuerdos intergrupales. El avance de las fuerzas militares estatales no solo implicó el desalojo de sus tierras y su circunscripción en estrechos espacios de reducción, sino también la imposición de una nueva legalidad externa que convalidó la situación creada por las armas.

Si la circulación de los indígenas fuera de sus reducciones era vista como un problema y se trató de impedirla, pronto también fue percibida como tal su permanencia en ellas, ya que ocupaban tierras aptas para la colonización que despertaban la ambición de criollos e inmigrantes. La creciente presión ejercida sobre esos espacios (recortes, compras realizadas por sus vecinos, amenazas de desplazamiento), hizo que los indígenas sintieran la necesidad de contar con garantías en el nuevo marco legal y realizaran pedidos y reclamos de los títulos de propiedad correspondientes.

El rechazo a la noción de propiedad comunitaria a que aspiraban los indígenas y su nueva condición no solicitada de ciudadanos implicaron la ocasional concesión de terrenos particulares a los mismos; la entrega de cuyos títulos se dilató de manera crónica. En los pocos casos en que estos llegaron finalmente a sus manos, el Estado defendió estrictamente –frente a recaudos interpuestos especialmente por religiosos a cargo de las reducciones– su derecho a disponer libremente de sus propiedades, en virtud de una igualdad ante la ley no aplicada en otras situaciones.

A la usurpación por la fuerza de los territorios pertenecientes a los indígenas independientes del norte de la frontera, siguió la marginación de los reducidos de la propiedad de la tierra por vías legales. Junto a los obstáculos del laberinto burocrático, insalvable para quienes en muchos casos no hablaban castellano, cuando no se produjo la sustracción compulsiva de escrituras, fue el reconocimiento selectivo de su carácter de ciudadanos el que favoreció su despojo legal, a través de la compra de sus terrenos por criollos e inmigrantes. Los moqoileec que quedaron comprendidos dentro de la provincia de Santa Fe llegaron a fines del siglo XIX sin garantías legales sobre la tierra que habitaban, ya sea dentro de las estrechas reducciones, o fuera de ellas.

 

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Notas



[1] AGPSF, A. de G. T 14, 1855, f. 470.

[2] AGPSF, A. de G. T 21, 1861,  fs. 20-21.

[3] AGPSF, A. de G. T 29, 1866, fs. 1327, 1342.

[4] AGPSF, A de G. T 29, 1866, f. 1343.

[5] Citado en: Roselli, 1980, p. 102.

[6] AGPSF, A. de G. T. 26, 1865, f. 433.

[7] AGPSF, A. de G. T 17, 1858, f. 1095.

[8] AGPSF, A. de G. T 17, 1858, f. 1095.

[9] Quijada, 2000, p. 375.

[10] Quijada, ibid., p. 394.

[11] AGPSF, A. de G. T. 20, 1860, f. 1132-1133; AGPSF, A. de G. T. 27, 1865, f. 1339.

[13] AGPSF, A. de G. T. 29, 1866, f. 1452.

[14] AGPSF, A. de G. T 15, 1856, f. 1630-1631.

[15]AGPSF, A. de G. T 15, 1856, f. 1631 v.

[16] AGPSF. A. de G. T 25, 1864, f. 1565.

[17]AGPSF. A. de G. T. 29, 1866, f. 1276.

[18] Perkins, op cit., p. 10.

[19] AGPSF, A. de G. T 39, 1873-1874, f. 227.

[20] AGPSF, A. de G. T 39, 1873-1874, f. 227.

[21] AGPSF, A. de G. T 31, 1867, f. 895.

[22] AGPSF, A. de G. T 31, 1867, f. 895.

[23] Citado en: Del Río, 2013, p. 85.

[24] AGPSF, A. de G. T 50, 1878, leg. 19.

[25] AGPSF, A. de G. T 64, 1881, f. 832.

[26] AGPSF. A. de G. T 64, 1881, f. 832.

[27] AGPSF, Archivo del Ministerio de Gobierno Sección Gobierno y Culto T 319, exp. 800.

[28] AGPSF, A. de G. T 15, 1856, f. 1630.

[29] AGPSF, A. de G. T 39, leg. 20.

[30] AGPSF, A. de G. T 39, leg. 20, fs. 243-244.

[31] Citado en: Dalla-Corte Caballero, op cit., p. 207. Los ancianos moqoileec aun usan el término “paisano” cuando hacen referencia a algún miembro de su etnia, diferenciándolo de los docoleec “criollos”, y las celebraciones de San Antonio y Santa Rosa, fueron incorporadas por ellos y dotadas de características particulares desde fines ñe3del siglo XIX.

[32] AGPSF, A. M. de Gbno. T 105, 1882, exp. 41.

[33] AGPSF, A. M. de Gbno. T 105, 1882, exp. 41.

[34] Citado en: Filippi, op cit., p. 31.

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