Políticas públicas, agencia judicial y derechos indígenas: aportes para una comprensión de los conflictos territoriales en el sur mendocino (Argentina), de Julieta Magallanes, Revista TEFROS, Vol. 17, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2019: 124-149. En línea: julio de 2019. ISSN 1669-726X
Cita recomendada:
Magallanes, J., Políticas públicas, agencia judicial y derechos indígenas:
aportes para una comprensión de los conflictos territoriales en el sur mendocino (Argentina),
Revista TEFROS, Vol. 17, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2019: 124-149
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Políticas públicas, agencia judicial y derechos indígenas:
aportes para una comprensión de los conflictos territoriales en el sur mendocino (Argentina)
Public policies, judicial agency and indigenous rights:
Contribution to an understanding of territorial conflicts in the south of Mendoza (Argentina)
Políticas públicas, agência judicial e direitos indígenas:
Aportes para uma compreensão dos conflitos territoriais no sul de Mendoza (Argentina)
Julieta Magallanes
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales
Universidad Nacional de Cuyo
Argentina
Fecha de recepción: 09 de febrero de 2019
Fecha de aceptación: 21 de junio de 2019
RESUMEN
El artículo explora los conflictos territoriales que atraviesan las comunidades indígenas y pobladores rurales del sur mendocino (Argentina). Para ello, se abordan dos dimensiones interdependientes de análisis: por un lado, las políticas públicas que regulan el acceso a la tierra y las incongruencias entre titularidad y posesiones familiares o comunitarias que estas perpetúan; por el otro, las persistentes jerarquías entre diversas concepciones de legalidad, territorio y cultura en los espacios gubernamentales y judiciales donde tienen lugar las disputas por recursos claves. A partir del trabajo etnográfico, se advierte que estos conflictos constituyen contextos críticos que favorecen la reconstrucción de subjetividades político-culturales y entramados colectivos. En este proceso, las comunidades indígenas consolidan sus estrategias de lucha territorial, cuestionando los dispositivos hegemónicos que reifican la propiedad privada como derecho supremo en desmedro de quienes, por ejercer otras formas de posesión heredadas o recreadas, son reducidos a meros ocupantes o usurpadores.
Palabras claves: derechos indígenas; conflictos territoriales; sur de Mendoza.
ABSTRACT
The article explores the territorial conflicts involving the indigenous communities and rural inhabitants of the south of Mendoza (Argentina). To this end, two interdependent dimensions of analysis are addressed: first, the public policies that regulate access to land and the incongruities between ownership and family or community possessions that they perpetuate; second, the persistent hierarchies among diverse conceptions of legality, territory and culture in governmental and judicial spaces where disputes for key resources take place. From the ethnographic work, these conflicts are seen as critical contexts that favor the reconstruction of political-cultural subjectivities and group networks. In this process, the indigenous communities consolidate their strategies of territorial struggle as they question the hegemonic devices that reify private property as the supreme right to the detriment of those who, by exercising other forms of possession, either inherited or recreated, are reduced to being mere occupants or usurpers.
Keywords: indigenous rights; territorial conflicts; south of Mendoza.
RESUMO
O artigo explora os conflitos territoriais que atravessam as comunidades indígenas e os habitantes rurais do sul de Mendoza (Argentina). Para isso, duas dimensões interdependentes da análise são abordadas: por um lado, as políticas públicas que regulam o acesso à terra e as incongruências entre a propriedade e as posses das famílias ou das comunidades que elas perpetuam; de outro, as hierarquias persistentes entre diversas concepções de legalidade, território e cultura nos espaços governamentais e judiciais onde ocorrem disputas sobre recursos-chave. A partir do trabalho etnográfico, estes conflitos são vistos como contextos críticos que favorecem a reconstrução de subjetividades político-culturais e redes de grupos. Neste processo, as comunidades indígenas consolidam suas estratégias de luta territorial, questionando os dispositivos hegemônicos que reificam a propriedade privada como direito supremo em detrimento daqueles que, ao exercer outras formas de posse herdadas ou recriadas, são reduzidos a meros ocupantes ou usurpadores.
Palabras-chave: direitos indígenas; conflitos territoriais; sul de Mendoza.
INTRODUCCIÓN
A fines del siglo XIX, una vez consumadas las campañas militares del Ejército argentino, los territorios al sur del río Diamante (San Rafael, Mendoza), hasta el decenio de 1870 controlados por sociedades originarias, fueron apropiados como dominios fiscales provinciales y vendidos o donados a terceros. En esta porción sur, la propiedad privada inmueble, amén de mercancía predilecta del sistema capitalista en expansión, representó el factor civilizatorio y moralizador por excelencia. Más de un siglo después, aunque el plexo jurídico consagra la propiedad comunitaria indígena como derecho colectivo fundado en la preexistencia de los pueblos originarios a la imposición de soberanía estatal, las políticas públicas dirigidas a su instrumentación son consideradas errantes por las comunidades institucionalizadas en las últimas décadas. Estas últimas autoadscriben a las identidades mapuche, mapuche-pehuenche y pehuenche; y al día de hoy ascienden a más de treinta según registros estatales nacionales1. Están constituidas por familias dedicadas a la cría trashumante2 de ganado menor y al trabajo como peones agrícolas dentro y fuera de los departamentos sureños (Malargüe y San Rafael). Muchas habitan, también, en los barrios periféricos de los conglomerados urbanos, ámbitos en que jóvenes y adultos se insertan de manera precaria en el mercado asalariado (comercio, construcción, empresas extractivas).
Con el propósito de comprender la conflictividad territorial que atraviesan las comunidades indígenas y pobladores rurales en el sur mendocino, este artículo aborda dos dimensiones analíticas interdependientes: por un lado, las políticas públicas actuales ‒y aquellas significativas de la historia reciente‒ que regulan las formas de acceso a la tierra, perpetuando incongruencias estructurales entre registración dominial y posesiones familiares o comunitarias; por el otro, la persistencia de jerarquías entre concepciones de legalidad, territorio y cultura en los espacios gubernamentales, judiciales y mediáticos donde acontecen las disputas por recursos claves. En términos metodológicos, se empleó el trabajo etnográfico consistente en: observación participante en contextos sociales e interacciones de interés; registro de entrevistas en profundidad y conversaciones, fragmentos de historias de vida y discursos públicos significativos; elaboración de genealogías en las que interesó el patrón de relacionamiento socio-parental sin restricciones filiatorias, así como los itinerarios familiares de desplazamiento y posesión. También se abordaron selectivamente archivos públicos y otras fuentes (resultados de los relevamientos territoriales estatales, legislación actual e histórica, expedientes de causas judiciales y noticias periodísticas sobre la problemática territorial).
En este marco, el concepto de “vida social de los derechos” ‒referido a las formas sociales que surgen y se conjugan dentro de y en torno a los enunciados y prácticas formales de derechos legislados (Wilson, 1997 en French, 2007, p. 107)‒ permite estar analíticamente abiertos a los modos en que las materializaciones de derechos no resultan ni absolutas imposiciones hegemónicas ni resistencias radicales al orden imperante, sino canales para la vehiculización de conflictos locales previos e identidades reconfiguradas. El argumento sostenido es que el derecho de propiedad privada continúa operando como signo civilizatorio en las estructuras de percepción local; de modo que su titularidad redunda en el goce de una ciudadanía plena en oposición a quienes, por ejercer otras formas de posesión heredada o recreada, son reducidos a ocupantes o usurpadores con presunción de “peligrosidad”. Esta lógica remite a una matriz clasificatoria con grados de razonabilidad de los grupos según su respeto (o no) a las garantías individuales del “ciudadano-propietario” mendocino.
POLÍTICAS PÚBLICAS DE ACCESO A LA TIERRA TRAS LA CONSOLIDACIÓN ESTATAL
“¡Ojo. No se les exigirá condiciones de población y cultivo!”3
Durante el siglo XIX, las autoridades provinciales arbitraron la distribución de tierras mediante reconocimientos de jurisdicciones indígenas, donaciones a título personal y actos posesorios del Estado4, dando origen a una variedad de situaciones jurídicas perdurables: propietarios, arrendatarios y poseedores precarios (con permisos o sin ellos). Ya en 1850, desde San Rafael, se informaba el cumplimiento de las órdenes del gobierno de estimular el asentamiento de chilenos en el sur con bajos costos de arrendamiento, en virtud del urgente propósito de “poblar los desiertos”5. Desde la fortaleza de Los Molles (Malargüe), en el mismo año, se notificaba al gobernador la distribución de terrenos a los militares según su clase (alférez, cabo, soldado, oficial, capitán), al tiempo que se declaraba en marcha el espionaje de indios, cuyas invasiones amenazaban con despoblar las fronteras6. Iniciada la década de 1870, otro documento dejaba constancia de que la subdelegacía de San Rafael había concedido posesiones a “vecinos” con intención de establecerse, de los cuales la mayoría carecía de escritura de propiedad, habiendo hecho lo propio ante la comisión de denuncios y avalúos de bienes raíces. Destacaba el firmante la buena conducta de dichos “ciudadanos”, suministradores regulares de peones para el mantenimiento de acequias y tomas del regadío de la villa. Otros habitantes, admitía, se habían apropiado de fundos abandonados, lo que daba en los hechos una infinidad de compras y ventas verbales sin los debidos comprobantes7.
Como ilustran los fragmentos precedentes, durante el siglo XIX, el mecanismo generalizado para hacerse de tierras fue la denuncia de extensiones ‒declaradas como‒ baldías y su posterior enajenación. Mata Olmo (1992) afirma que Mendoza, en especial su zona sur, fue objeto de un sistema de privatización tan denostado como habitual: denuncio de tierra baldía, tasación y remate; frecuentemente sin la preceptiva mensura que era requisito para convertir el denuncio en oferta pública. En la mayoría de los casos, quienes denunciaban obtenían luego la tierra en posesión y/o propiedad; siendo también frecuentes los posteriores abandonos ante los vaivenes propios de la vida fronteriza. En 1875, la Ley provincial de Colonias Agrícolas y Pastoriles destinó parcelas del sur para su adjudicación a colonos; los predios se hallaban exentos por diez años del pago de contribución fiscal y era posible obtener escritura tras tres años de ocupación, lo que llevó a no pocos abusos de los grandes propietarios (Mata Olmo, 1991; Sanjurjo de Driollet, 2004; Collado, 2006).
Hacia la segunda mitad del siglo XIX, fue notable la instalación de colonias agrícolas de criollos e inmigrantes en el departamento de San Rafael. En la década de 1870, la creciente presencia militar en la zona alentó una mayor afluencia de población, aunque más determinante fue la desterritorialización indígena luego de la “Conquista del desierto” (1878-1885). En este contexto, se combinó la llegada de inmigrantes y la acción de empresarios privados que adquirieron terrenos con concesiones de agua para loteo y venta a pequeños propietarios extranjeros y criollos (Sanjurjo de Driollet, 2014)8. Al comenzar el siglo XX, la zona se consideraba pujante; contrastando con Malargüe, que se perfiló como paisaje de baja densidad demográfica, propietarios absentistas y economías familiares dedicadas a la cría en campo abierto. Como exponente del latifundio, una ley provincial del año 1874 concedió al político y militar Rufino Ortega el usufructo gratuito de un enorme terreno comprendido entre el río Malargüe, el río Salado, la laguna de Llancanelo y el río Grande. Años después, su establecimiento, La Orteguina, fue de los principales beneficiados con la mano de obra indígena forzosamente incorporada durante las campañas militares sobre Norpatagonia9. Especializada en la ganadería, la estancia albergó también grandes cultivos de alfalfa y trigo que abastecieron a la población local, de San Rafael y de Chile (Maza, 1991; Vera de Grasso, 1992, 1993)10.
De cualquier modo, más rotunda incidencia en la privatización del territorio sureño tuvo la ley provincial N° 248 (1902) de venta de tierras fiscales. Mediante subasta pública, esta medida remató millones de hectáreas, mayormente malargüinas y desprovistas de irrigación, sin exigir a los adquirentes poblamiento ni mejoras (Mata Olmo, 1991, 1992; Hirschegger, 2014)11. Dichas circunstancias favorecieron las compras especulativas y el resultado fue la conformación de más de cien latifundios improductivos en Malargüe12. Esta situación originó, en gran medida, la perpetua firma de contratos de talaje entre titulares dominiales o administradores y familiares rurales, obligándose estas últimas al pago de un canon (fijado sobre la producción anual) a cambio del usufructo de los campos de pastoreo que sostienen la cría de subsistencia.
EL SUEÑO ETERNO DE LA REGULARIZACIÓN DOMINIAL: PROGRAMA PROVINCIAL DE ARRAIGO DE PUESTEROS Y PLAN ESTRATÉGICO MALARGÜE (PEM)
Consumadas la desposesión indígena y la desarticulación jurídica de formas de propiedad no liberal, los oasis irrigados fueron fraccionados y destinados a cultivos intensivos (viñedos y hortalizas); mientras las zonas sin riego (llamadas “desierto” o “secano”) persistieron como geografía árida de latifundios. En su mayoría, estas extensiones continuaron trabajadas por sucesivas generaciones de familias dedicadas a la cría trashumante de chivos y ovejas. En Mendoza, hasta mitad del siglo XX, no existió un efectivo programa de colonización estatal ni ley rectora en la materia. Recién en 1951, por iniciativa del ejecutivo provincial, se sancionó la ley N° 2.021 de colonización agrícola. A tono con la política nacional del peronismo, la colonización fue considerada una de las vías predilectas para mejorar el nivel de vida de los trabajadores, lograr arraigo de la población y aumentar los niveles de productividad agro-ganadera. Con respecto a la regularización de dominio, los predios debían ser adjudicados a los colonos al más bajo precio y con facilidades de pago. Sin embargo, en Malargüe y San Rafael, la transferencia de explotaciones a puesteros fue instrumentada de manera bastante parcial y fraudulenta (Hirschegger, op cit.)13.
En el marco de la segunda ley de colonización (N° 4.711) del año 1982, la provincia y el municipio malargüino dispusieron un Plan de Ordenamiento Territorial para dar solución a las problemáticas locales en torno a la propiedad y tenencia de la tierra. Así se iniciaron trámites de adjudicación en distintas zonas ‒como Cañada Colorada, Las Juntas y Río Grande‒ vía celebración de contratos entre el organismo de aplicación provincial (Dirección de Tierras, Fronteras y Poblamiento) y los puesteros interesados. Como explicó un técnico municipal afectado a las tareas de relevamiento en aquellos años, el plan pretendía generar información catastral y cartográfica para luego fraccionar la tierra fiscal, con miras a la venta financiada a sus pobladores. El criterio era estrictamente económico, es decir, se calculaba una superficie adjudicable en función de la cantidad de hacienda del puestero y la calidad de los pastos:
Primero hicimos en el 87 el [plan] departamental y ahí se fue abordando por zonas… porque se hizo, póngale, la Colonia Pehuenche, Cañada Colorada Oeste, Cañada Colorada Este, Campo Loma Negra… y todo así se fue, por secciones se fue fraccionando (…) Según el puestero que había, bueno vos tenés 200 cabras, 10 vacas, 5 caballos… bueno, vos con 150, 200 hectáreas andás bien, tomá (…) Era como una cesión de derechos…más o menos así. No era un título, ni escritura, nada. Y todavía están así, hasta la fecha estamos así, calcule usted yo vivo acá desde el año 74 y todavía no tengo escritura. (Ex técnico municipal, Ciudad de Malargüe, mayo de 2014)
En la década de 1990, en función de esta última ley y otra (N° 4.626) dirigida a regularizar las tierras en zonas de frontera, diversos proyectos legislativos y circuitos administrativos se activaron con el objeto de arraigar a los habitantes de zonas rurales y limítrofes. Sin embargo, las iniciativas culminaron ofreciendo comodatos de usufructo gratuitos a los poseedores; lo que no satisfizo las expectativas sociales creadas. Hacia 1993, finalmente, la provincia sancionó la Ley N° 6.086 de Promoción y Arraigo de Puesteros en Zonas no Irrigadas14, cuyos objetivos declarados son: mejorar la calidad de vida de las familias puesteras; sanear la situación dominial y entregar la tierra en propiedad a sus poseedores; promover el uso provechoso de recursos. La norma también suspende los procesos de desalojo o la emisión de títulos supletorios que modifiquen situaciones de ocupación efectiva. En esta línea, en la última década se efectivizaron escrituras a favor de pobladores de los distritos departamentales (El Manzano, Las Loicas, Ranquil Norte, barrios urbanos de Malargüe). Asimismo, se planteó regularizar las tierras de Cañada Colorada que pertenecieran al Ejército (“tierras militares”, en el decir local), una vez compradas por la municipalidad en el año 2007. No obstante, la instrumentación de títulos no se efectivizó por obstáculos en la transferencia del Estado nacional al municipal, y las parcelas acabaron siendo, una vez más, objeto de cesión de derechos mediante comodatos gratuitos.
Ahora bien, siendo histórico el problema de inseguridad jurídica de la tierra, desde el año 2000, el gobierno de Malargüe decidió drenar esfuerzos (presupuestarios y técnicos) en otra dirección. Así, se planteó trabajar con un conjunto de programas y proyectos ensamblados, Plan Estratégico Malargüe (PEM) 2020, dirigido a promover el desarrollo integral del departamento en torno a la actividad turística. Adhiriendo a un nuevo concepto de gobernabilidad15, el PEM elaboró una “visión estratégica local” en base al trabajo articulado de las agencias públicas, el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil. En este marco, la activa participación ciudadana fue promovida como prioridad, entendiendo por tal cosa la implicación de los distintos actores en la toma de decisiones sobre problemáticas comunes. Como advierte M. Caminotti (2005), cabe preguntarse si la apertura de espacios de interacción resulta por sí misma suficiente para sustentar procesos de ejercicio y fortalecimiento de la ciudadanía. Señalamiento en especial pertinente allí donde gran parte de la población es representada como dependiente y/o marginal; lo que aumenta la posibilidad de desentendimientos mutuos respecto de los posicionamientos asignados y/o asumidos en convocatorias institucionales.
Amén de una ficción gubernamental homeostática, en la que actores y espacios se acoplarían sin desequilibrios mencionables, interesa advertir las nociones de “cultura” que circulan y disputan en los contextos concretos de interlocución. En ocasión de un Foro Departamental del PEM (2008), se propuso la visión de la “gestión cultural”, en sentido amplio, como “fundamento de la identidad y sentimiento de pertenencia malargüinos” y, en un sentido estricto, como “oferta cultural” dependiente o no de la estructura municipal (Foro Cultura PEM, 2008, p. 8). Desde esta óptica, y en función de convertir en un motor económico la diversidad cultural, se propuso identificar “productos naturales y culturales distintivos” que pudieran revestir interés para un flujo turístico interesado en elementos auténticos y bucólicos. Así, los puestos “típicos” y sus actividades, los objetos de confección artesanal y los sitios arqueológicos e históricos del departamento (fortines, molinos, pinturas rupestres) motivaron la promoción de sectores estatales y privados.
Esta idea de un “hacer cultural local” generador de una “identidad distintiva para todos” y susceptible de mercantilización adquiere resonancias políticas tan pronto como asoman discrepancias por los sentidos atribuidos a ese quehacer cultural, por los relatos autorizados al respecto y por las identidades particulares que se licúan bajo el rótulo abarcativo de “lo tradicional”/“lo autóctono”. Así las cosas, uno de los aspectos subrayados por los participantes fue el necesario saneamiento de la posesión territorial como aspecto indispensable para la protección del patrimonio tangible e intangible que las instituciones pretenden capitalizar. Esto es, los participantes dirigieron el debate hacia la problemática de la situación jurídica de la tierra, entendida no solo como una condición legal sino como la garantía para una “apropiación cultural” de la misma. Tanto la legalidad como la legitimidad de su manejo se tornaron centrales en las discusiones del foro, quedando de manifiesto que la planificación estratégica puede encerrar en su interior expectativas divergentes, hasta antagónicas, que socavan la pretendida sinonimia entre “participar” y “conceder”. En otras palabras, aun cuando la gestión se esmera por celebrar encuentros a fin de establecer compromisos multisectoriales, su lógica suele ratificar viejas jerarquías con nuevos léxicos y, más relevante aún, vehiculiza renovadas formas de control ante confrontaciones latentes entre agendas gubernamentales y proyectos comunitarios (tensión que se exacerba con las respuestas del activismo indígena cuando se ven vulneradas sus posesiones, usos cotidianos o expectativas de consulta).
TERRITORIOS INDÍGENAS Y FRENTES ACTUALES DE CONFLICTO
Los
conflictos que atañen a las zonas rurales del sur provincial
son heterogéneos y
crecientes,
especialmente en los últimos años. Frente a ello, las
marchas y concentraciones en centros urbanos como las charlas
informativas organizadas por las comunidades movilizadas han logrado
poner de relieve un presente convulsionado. En medio de tales
visibilizaciones, las lecturas sociales
comienzan
a tematizar ‒con tintes desaprobatorios siempre que se turbe la
quietud
pública‒ las contradicciones irresueltas del proceso
histórico local.
Así, un malargüino dedicado a administrar campos privados
advierte que hubo
“injusticias” con las familias rurales, como las
exacciones superpuestas por parte
de distintos cobradores; aunque defiende, en última instancia,
que “los que son
propietarios
siempre tienen su derecho a cobrar” (Ciudad de Malargüe,
mayo de 2014).
En similar dirección, un técnico municipal comenta que
existieron situaciones fraudulentas: “Muchos cobradores cambian
de año a año y la gente no sabe
si
le está pagando al verdadero dueño… las familias
son sumisas también y falta información” (Ciudad
de Malargüe, febrero de 2016). Reflexionar sobre los discursos
sociales permite identificar la concatenación de supuestos que
atraviesa y restringe el ejercicio de
derechos
indígenas, en especial cuando estos interpelan principios
intangibles en las estructuras de percepción local (como el
derecho de propiedad privada).
A la par de históricos problemas con titulares dominiales, en años recientes han aumentado los enfrentamientos con empresas mineras y petroleras como con operadores turísticos. La actividad extractiva continúa siendo una de las principales actividades económicas, razón por la cual sostiene inversiones y consecuencias de variable magnitud. Es decir, picadas sísmicas, ductos, maquinaria de extracción, sitios de almacenamiento son algunas de las improntas y pasivos ambientales más controversiales de esta industria en la zona. A los intereses extractivos, se acoplan agentes nacionales y extranjeros ávidos de explotar recursos turísticos, agrícolas y ganaderos de forma rentable. Al respecto, un caso paradigmático es la empresa Nieves de Mendoza S.A. Dedicada al turismo en Malargüe y San Rafael, su estrategia empresarial ha sido, por un lado, transformar a los pobladores en trabajadores precarizados del negocio turístico mediante la contratación estacional; por el otro, propiciar la fijación de las familias rurales a la ganadería de subsistencia mediante la celebración de contratos de talaje que las autorizan únicamente para dicha actividad en los espacios arrendados.16 En resumen, el alza de conflictos da lugar a una compleja matriz de interacciones entre comunidades indígenas, organismos de gobierno, agencias judiciales, empresas y particulares. En ella, las estrategias defensivas se extienden desde el corte de caminos y alambrados hasta la creación de mesas de diálogo intercultural; variedad de acciones que se vincula, a su vez, con lógicas apropiadas al ritmo de la inserción de representantes étnicos en estructuras de gestión estatal y de la participación en espacios políticos autónomos.
Sin soslayar las adversidades reales, cabe advertir que la consagración de derechos específicos pone sobre un nuevo trasfondo las asimetrías que históricamente signaron las trayectorias y movilidades de los sectores indígenas17. De hecho, el engrosamiento normativo ha viabilizado que estos grupos ejerzan un nuevo tipo de agencia al apropiarse de instrumentos legales y disputar las interpretaciones y alcances de los reconocimientos que las normas cristalizan. De cualquier manera, cuando los litigios son la vía escogida para dirimir disputas (con los indígenas como parte actora o demandada), estos suelen presentar una serie de obstáculos reincidentes: abandono de las causas por parte de los abogados intervinientes; desconocimiento y/o descrédito por parte de los operadores jurídicos de la normativa específica; redes de poder extra-judicial que facilitan la desmarcación de espacios indígenas con efectivo impacto en las decisiones de juzgados y fiscalías. Al analizar estos procedimientos y prácticas, resulta provechoso el concepto de “negociación post-legislativa”, postulado por French (2009), puesto que permite identificar el caudal de repercusiones, interpretaciones y sentidos (mayormente no previstos) que una determinada ley o normativa habilita solo después de que comienza a ser ejecutada. Para operativizar este concepto, sostiene la autora, es crucial la noción foucaultiana de “gubernamentalidad”; esto es, la elasticidad o rigidez de la negociación abierta se define en relación a mecanismos que determinan “lo socialmente pensable” a partir de una variedad de dispositivos, instituciones y actores (no solo ni principalmente estatales) que participan en la activación de clases de sujetos, lugares sociales y derechos (French, 2009).
En Mendoza, no existió una política pública de circunscripción territorial (ni de entrega de títulos de propiedad) de sectores indígenas como tales (lo que sí ocurrió en provincias como Neuquén y La Pampa). En el año 2009, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) dio inicio de cumplimiento a las obligaciones asumidas respecto de la demarcación de los territorios indígenas (ley nacional N° 26.160 y prórrogas). Superadas las instancias de concertación, se ejecutó una primera etapa de relevamientos, entre 2010 y 2015, mediante el trabajo conjunto de equipos técnicos estatales, representantes mapuches ante el Consejo de Participación Indígena (CPI)18 y comunidades interesadas. Algunas de ellas completaron el circuito, recibiendo la documentación con la cual el Estado nacional acredita la posesión territorial demarcada.19 Los casos etnográficos ponen de manifiesto que la lucha por la tierra no es solo una confrontación entre propietarios y formas de posesión no capitalistas, sino también ‒y más paradójicamente‒ un asunto de definición de fronteras y acuerdos entre sectores potencialmente aliados u oponentes. Así, la “tierra como territorio” es resultado de una narrativa social suscitada en contextos conflictivos, a través de los cuales los grupos se redefinen y confrontan entre sí (Gusmão 1996 en French, 2007).
A continuación, se profundizan dos casos judicializados en el sur provincial, a fin de desentrañar las agencias y agenciamientos ocurridos en la era de los reconocimientos etno-culturales. En primer lugar, se presenta el caso del Lof El Altepal, que obtuvo una sentencia a favor de sus derechos posesorios, así como el relevamiento ordenado por ley nacional. Seguidamente, se trata el juicio afrontado por el Lof Suyai Leufú, que adquirió resonancia mediática en el 2017 en un contexto de creciente represión de los conflictos territoriales del pueblo mapuche en las provincias patagónicas. Estos ejemplos dan cuenta de la existencia de relacionalidades (parentales, políticas, geográficas) que, atento a situaciones críticas, permiten redefinir y/o alterar los espacios sociales ocupados. Asimismo, dan cuenta de cómo funcionarios, magistrados y particulares procuran conjurar con imágenes indígenas reificadas ‒en especial de “pureza” y “autenticidad”‒ la consolidación de subjetividades políticas inquietantes, como la de “mapuches en lucha” (Sabatella, 2016), desde donde las familias y comunidades se están posicionando.
PERJUICIOS Y PREJUICIOS GARANTIDOS: RELEVAMIENTO ESTATAL Y AGENCIA JUDICIAL
La experiencia histórica del Lof El Altepal
En el año 2012, las familias que conforman el Lof El Altepal, comunidad mapuche-pehuenche ubicada sobre el río Malargüe, a 10 km. al sur de la ciudad homónima, iniciaron los trámites para inscribir su personería jurídica ante el registro nacional obrante en el INAI. Si bien solicitaron una tramitación independiente ese año, sus miembros contaban con una experiencia organizativa previa como integrantes de una comunidad pehuenche, cuya mayoría de miembros reside en el departamento de Las Heras del Gran Mendoza. Z es la persona más anciana del grupo y recuerda que sus antepasados llegaron a lo que hoy es territorio comunitario a fines del siglo XIX. Ella misma nació en el año 1930 en Las Chacras, estancia contigua al territorio, donde varias generaciones de su familia trabajaron como arreadores y cosechadores. Tan ligada está la trayectoria familiar al lugar habitado que el testimonio autobiográfico de Z fue incluido en el libro Pioneros, historia colectiva de Malargüe según sus protagonistas (Bianchi, 2004), escrito por una historiadora local sobre el devenir moderno de la localidad. Si bien allí Z es presentada como “pionera” del lugar20, sin referencia alguna a su identidad étnica, su vinculación con los “orígenes” queda fuera de discusión en el imaginario local.
En el año 1983, sin embargo, la familia sufrió un desalojo por acción legal de un particular, situación que los obligó a deambular por otras zonas de Malargüe. Recién en 1999, gracias a redes vecinales, lograron regresar y continuar la cría de ganado en campos aledaños a la vivienda perdida tras ser expulsados. Reanudada esta posesión, en el 2001, el mismo particular reinició el litigio (referido a un área de 124 hectáreas). Dado que la respuesta comunitaria fue poner en valor su adscripción a un colectivo originario con posesión ininterrumpida ‒invocando por tanto la legislación que inhibe la desposesión‒, una sentencia de primera instancia dispuso la suspensión de cualquier acto que modificara la ocupación en virtud de la ley de emergencia indígena. No conforme con ello, la parte actora recusó la medida ante la Cámara de Apelaciones de San Rafael; tribunal que rectificó la sentencia inicial, considerando no hallar acreditado el derecho de propiedad comunitaria sobre el inmueble.
Es decir, para los camaristas, la prueba no constituía evidencia de la existencia de una “comunidad indígena” con derecho. Como fundamento, los magistrados se sirvieron de testimonios en los que miembros de la primera comunidad de pertenencia de Z, oportunamente, expresaron: ser indígenas con origen ancestral en Nueva Imperial, IX Región de la Araucanía, Chile; ser oriundos de Malargüe y residir circunstancialmente en el Gran Mendoza; rechazar la denominación de “mapuche” por no ser de su patrimonio, autodenominándose “pueblo nación pehuenche”. A modo de colofón, el tribunal declaró que la demandada ‒incluso habiendo vivido en la zona y teniendo, como muchos argentinos, antepasados indígenas‒ no estaba autorizada de por sí a ampararse en la legislación invocada21.
Del veredicto se desprende la perspectiva legalista22 e imperativa adoptada por los camaristas al momento de sopesar derechos en pugna sobre el espacio litigado. En primer término, atribuyen inconsistencia o falsedad a las identificaciones de los testigos por el hecho de inscribirse en una trayectoria de movilidad que enlaza la Araucanía chilena y el departamento malargüino como referencias por igual significativas en sus redes sociales y afectivas (a pesar de residir en el Gran Mendoza por motivos laborales). Segundo, los magistrados sospechan del sentimiento identitario por identificarse, alternadamente, con más de una “etnia” indígena (mapuche y pehuenche), desatendiendo la dinámica histórica de intercambios y transformaciones de grupos preexistentes a los Estados nacionales y sus jurisdicciones. Aunque desmentidas por estudios históricos y antropológicos, estas lecturas hegemónicas evidencian la perdurabilidad de principios nacionalistas que reproducen rígidas divisiones entre los que fueran indígenas advenedizos en el territorio argentino (mapuches chilenos) e indígenas autóctonos del suelo nacional (pehuenches y puelches).
Contra esta segunda sentencia, El Altepal recusó ante la Suprema Corte de Mendoza, obteniendo en el año 2012, por primera vez en la jurisprudencia provincial, un fallo favorable a los derechos posesorios indígenas por sobre el derecho privado. La Corte consideró que no incumbe a los tribunales determinar cuáles son las condiciones (esenciales o aparentes) que deben reunir los demandados como integrantes de una comunidad; que la Cámara de Apelaciones ignoró la Constitución Nacional y normas de rango supralegal rectoras en el país; que se desconoció el derecho de los pueblos originarios a su libre determinación en lo tocante a dinámicas socio-espaciales y que prevaleció en el entendimiento de los jueces una concepción civilista, soslayando la historia de desposesión del pueblo mapuche como la extendida imposibilidad de concretar actos posesorios tipificados en el derecho positivo. Importa de este fallo que basa sus argumentos en la legislación nacional e internacional que protege el derecho colectivo al territorio, y no en términos del derecho positivo (con figuras como la prescripción veinteñal)23. Esto es valioso si se considera que en Argentina los procesos de titulación de tierras han sostenido la sacralidad de la propiedad privada, constriñendo otras territorialidades (como las indígenas) en los esquemas del derecho civil (Álvarez, 2009).
Cabe sostener, entonces, que solo cuando los discursos jurídicos (como discursos sociales culturalmente mediados) dan lugar a una legalidad / legitimidad que no se corresponde con las coordenadas del orden estatalmente impuesto, se efectivizan las posibilidades de existencia de subjetividades grupales que desmienten la univocidad hegemónica. Al respecto, la autoridad de El Altepal destacaba que el fallo del Máximo Tribunal se valió positivamente de memorias y bibliografía que acreditan la antigüedad y permanencia de la familia en la zona. Sin embargo, luego de esta conquista judicial, las persecuciones ‒lejos de cesar‒ se agravaron. En efecto, el particular denunció como “usurpadores” a miembros de la familia respecto de las más de 3.400 hectáreas que se corresponden con la totalidad del territorio comunitario. Esta denuncia originó un juicio penal; por lo que la Dirección de Derechos Humanos y Acceso a la Justicia del Poder Judicial de la provincia de Mendoza intervino en el 2017, emitiendo un dictamen dirigido a instruir sobre el derrotero en el que se enmarca la denuncia última. Dicho dictamen fija posición en base a bibliografía histórico-antropológica y procura dar cuenta de conceptos e interpretaciones que exceden la competencia del derecho, fundamentales para dirimir cuestiones de fondo.
Con todo lo dicho, un párrafo aparte merece la intervención del INAI en esta problemática, organismo que debió proceder a la ejecución del relevamiento territorial por orden plasmada en la sentencia de la Suprema Corte de Mendoza. Sugestivamente, la porción del territorio en litigio no fue relevada como “territorio actual, tradicional y público”, en los términos de la legislación rectora, sino que fue consignada como parte “despojada”, quedando ajena a la acreditación realizada por el Estado nacional mediante resolución administrativa. La razón “técnica” de la no inclusión en el relevamiento estatal fue que, al momento de ejecutarse la demarcación, la zona judicializada no ostentaba los signos de ocupación que el INAI adopta como síntomas de posesión comunitaria. Para la comunidad, este criterio redundó en un perjuicio notable, dado que la no acreditación como territorio actual debilita la integridad del patrimonio que aspiran a defender frente a terceros.
Al decir de Pacheco de Oliveira (2006), los consensos de una tarea técnica emprendida conjuntamente ‒que no implican una homologación de lógicas, valores o expectativas‒ no redundan en una legitimidad duradera de los dispositivos institucionales ni significan un punto final en las demandas de los grupos subalternos. Es determinante además que, para las comunidades relevadas en Malargüe, los abordajes respondieron a circunstancias apremiantes (órdenes judiciales, desalojos inminentes, prácticas violentas contra miembros de las comunidades), lo que constituye un sello indeleble en los productos resultantes. Sumado a ello, los equipos técnicos que ejecutaron las demarcaciones fueron, en todos los casos, dependientes del INAI; con lo cual este instituto monopolizó los criterios rectores, a diferencia de los casos en que existen equipos provinciales con los que el organismo nacional debe discutir y consensuar las estrategias de relevamiento.
Lo dicho hace sostener que la demarcación estatal de tierras, si bien reflejo de las demandas indígenas, no constituye un acto con eficacia intrínseca y su importancia política no puede estimarse por su mera concreción ni por los datos cuantitativos que arroja (Pacheco de Oliveira y Wagner Berno de Almeida, 2006). Por el contrario, en reiteradas ocasiones los resultados de los relevamientos estatales resultan perjudiciales o carentes de interpretación cabal respecto de las territorialidades que sustentan los grupos involucrados. Más aún, en términos generales, los relevamientos ratifican parámetros de la “razón estatal” que, incluso registrando las prácticas que conlleva el ejercicio diario de relaciones y tareas, permanecen sordos a la intención de ponderar los “territorios de la memoria”24 o los espacios amenazados por los que litigan. Como expresan miembros de comunidades malargüinas, la decisión colectiva de habilitar senderos hacia antiguas zonas de uso (como pircas y entierros), colocar carteles informativos, promover visitas guiadas para visitantes y diseñar proyectos autogestionados es lo que posibilita, en concreto, materializar relaciones menos desventajosas con las agencias estatales y con la sociedad circundante.
Por último, para los grupos en los que el Estado demarcó sus bases territoriales, fue necesario sistematizar criterios de membrecía, lo que está estrechamente vinculado al ejercicio de derechos, en especial aquellos que rigen las posibilidades del “retorno” (la vuelta de miembros migrantes que desean reinstalarse en zonas rurales para retomar un patrón de vida en sintonía con los ancestros). En general, dado que la residencia fuera del territorio comunitario no interrumpe la pertenencia ni el goce de derechos y obligaciones (como conservar animales; participar en rodeos, marcadas y señaladas; aportar trabajo o dinero), es esperable que la habilitación de nuevos puestos ‒en el caso de que se reutilicen espacios de otras familias‒ o la refuncionalización de aquellos abandonados ‒en el caso de reocupar zonas de la propia familia‒ sea vista con aprobación. Ante estas situaciones, de todos modos, se realizan evaluaciones de sustentabilidad para evitar, por ejemplo, la recarga de campos de pastoreo o la insuficiencia de agua, leña o materias primas para trabajo artesanal. Como advierten Pacheco de Oliveira (2006, 2010) y Arruti (2006), demarcar tierras indígenas es, en definitiva, parte ritualizada de un proceso de “territorialización”25 signado, pero de ningún modo resuelto, por la acreditación estatal de una base fija. Proceso en que un colectivo étnicamente identificado construye una nueva realidad sociopolítica, incurriendo en un conjunto de transformaciones no solo exteriores (en relación con vecinos, con el Estado, etc.), sino especialmente internas (en el ejercicio de la autoridad y la toma de decisiones, en los mecanismos de control de recursos, en la memoria grupal, etc.).
Las incontables células de la RAM…
Otro juicio con varios años de duración, que adquirió particular resonancia durante el 2017, involucra el espacio comunitario del Lof Suyai Leufú en el paraje Los Molles, al norte del departamento de Malargüe (zona de gran potencial turístico, promocionada por su excepcionalidad termal desde la década de 1930). En el 2012, cuatro particulares residentes en San Rafael iniciaron un juicio por acción posesoria contra una familia mapuche; imponiéndose en consecuencia una medida cautelar de no innovar sobre la zona en litigio. En diciembre de ese año, el representante legal de la comunidad solicitó la suspensión del proceso por aplicación de la ley N° 26.160; pedido desestimado por considerarse que la visibilización de la comunidad tenía por objeto salvaguardar a personas carentes de los requisitos para gozar de la protección invocada. En el año 2015, con la instalación del demandado y su familia en un puesto dentro del área judicializada, la jueza interviniente expidió una resolución que ordenaba inmediato desalojo.
Frente a ello, la comunidad apeló la medida; recurso que la Cámara de Apelaciones denegó por interpretar que no se reunían los principios de aplicación de la normativa indígena. Asimismo, agregaban los camaristas que la comunidad pretendía, con sus relatos, inducir a error al tribunal mediante la identificación del lugar litigado como puesto “Los Alfalfalitos” con la intención (vista como instrumental o inventada) de evocar un apego ancestral con el inmueble. Esto, en última instancia, no hacía más que ponderar que la parte actora no había referido al lugar con tal denominación y que tampoco ello surgía de la contestación inicial de la demanda ni del plano de mensura presentado inicialmente por el demandado. Al respecto, es interesante destacar que en cartas topográficas confeccionadas por el Instituto Geográfico Militar (IGM), en la década de 1940, se menciona no solo la zona litigada como “El Alfalfalito”, sino que además se consignan varios puestos con el apellido de la familia accionada por los particulares sanrafaelinos.
No consumado el desalojo del 2015, se sucedieron otros intentos en diciembre de 2016 y mayo de 2017, siendo el último suspendido por un pedido de mediación presentado a través de la Dirección de Derechos Humanos y Acceso a la Justicia del Poder Judicial de la provincia y de la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Salud, Desarrollo Social y Deportes de Mendoza. La familia afectada, con apoyo de sectores indígenas y no indígenas, protagonizó acciones extra-judiciales de visibilización del conflicto en varios puntos de la ciudad de San Rafael (charla pública en la biblioteca municipal con la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos ‒APDH‒ de San Rafael, marcha y manifestación frente a los tribunales, exposición de especialistas en etnohistoria y derecho indígena en la sede local del Poder Judicial); lo que redundó en el acompañamiento a la causa de un conjunto heterogéneo de actores.
En este contexto, durante el mes de agosto de 2017, en una entrevista televisiva transmitida por el canal A24 ‒en línea con el tratamiento de los conflictos territoriales del pueblo mapuche en los medios de comunicación hegemónicos‒, el periodista inició su reportaje a una representante de la parte actora en el juicio enunciando: “Vamos a hablar otra vez de los mapuches RAM26, estos terroristas del siglo XXI que tenemos aquí en la República Argentina. (…) tenemos RAM en el sur, los mapuches RAM que parece que llegaron a Mendoza”. La entrevistada, por su parte, se explayó durante su alocución: “Los mapuches nunca existieron en la provincia de Mendoza, no tienen además ninguna personería jurídica, aducen ellos de que está en trámite. En esa comunidad mapuche son usurpadores el padre, el hermano y su concubina (…) que de Mapuche no tienen nada” (Los Andes 24/08/17; La Tinta 25/08/17).
Las argumentaciones de particulares preocupados por preservar (o no poner en duda) sus derechos de propiedad desbordan la célebre sujeción a “prueba objetiva” toda vez que vierten evaluaciones en torno a la etnicidad (valiosa o disvaliosa) de ciertos grupos; sometiendo a peculiares exégesis el sentimiento de pertenencia nativa de los implicados, la ocupación espacial ejercida y la falta de medios de vida “modernos” como tríada intrínseca a toda “aboriginalidad” (Briones, 1998) que se precie de tal. Sin embargo, esos rasgos que las tipificaciones vuelven marcas obligadas de verosimilitud también son convertidos en elementos probatorios por parte de los grupos que cargan con la acusación de fraudulentos, violentos e invasores (Crespo, 2011). En tal sentido, los esfuerzos por demostrar autoctonía y contemporaneidad por parte de los grupos indígenas en el sur de Mendoza encuentran apoyo en las arraigadas tradiciones de la vida rural, la toponimia local, los usos comunes y los restos materiales de sociedades pasadas que denotan antigüedad, movimiento y permanencia.
A contrapelo de los pronósticos desalentadores, y a pesar de haber manifestado en espacios públicos su descreimiento respecto de la existencia de “verdaderos mapuches” en la provincia, la jueza interviniente fundamentó su decisión de suspender por tiempo indeterminado el desalojo de los miembros del Lof Suyai Leufú en términos que remiten a los efectos reales de un sujeto político hasta hace poco desdibujado:
Teniendo presente el impacto social, cultural y económico imperantes en la actualidad, producidos por la problemática existente respecto de las comunidades indígenas, especialmente del Pueblo Mapuche, situaciones de notorio y público conocimiento que no se pueden tener por inadvertidas por este Tribunal, es que considero prudente suspender la medida de desalojo dispuesta en autos. (Comunicado de prensa Organización Identidad Territorial Malalweche, 6 de octubre de 2017)
La idea de “justicia” como agencia omnisciente, a través de la cual los pleitos entre partes equivalentes tienen ocasión de resolverse imparcialmente, deviene minada cuando los grupos indígenas introducen “la política” –en términos de J. Rancière (1996) ‒27 en la esfera de regulación jurídica. En la construcción de la subjetividad política indígena en Mendoza, que crecientemente forja sus contornos y alcances en la judicialización, el primer obstáculo atañe a dar cuenta de que los sujetos que se pretenden parte, en realidad, "son"; lo que seguidamente habilita a discernir si hay motivo para admitir el objeto que estos designan como verdadero objeto de conflicto. Esto significa que, antes de toda confrontación de intereses y valores entre partes entendidas como tales, los “mapuches en lucha” disputan su existencia (visible, contable, audible) dentro de un litigio que debe igualmente probarse como existente (Rancière, 1996). Luego, en caso de ser admitidos en la interlocución, no queda tanto en el centro de la batalla la facticidad de ciertas prácticas territoriales, sino su entidad como fuente de derechos de igual jerarquía que el derecho de propiedad privada entronizado por el sistema estatal. Lo que no es otra cosa que la remisión en nuevas arenas a la vieja polarización entre “ciudadanos plenos con derechos - ocupantes fuera de la ley”.
CONCLUSIONES
Amén de que una incongruencia estructural entre la propiedad y la posesión de tierras es desaprobada por los sectores damnificados (indígenas y no indígenas) como por el propio discurso estatal, persiste en las políticas públicas una tendencia problemática. Se trata, como fue visto, de una superposición de intervenciones de diversos estamentos del Estado (nacional, provincial, municipal) que exhortan a sus respectivos destinatarios con perfiles cerrados y singularizantes (entiéndase “puesteros”, “sociedad civil”, “comunidades indígenas”); lo que provoca que aspectos imbricados en las dinámicas de personas y grupos se enuncien ficticiamente “como si” fuesen realidades mutuamente excluyentes. En este sentido, la distinción entre un grupo u otro, lejos de ser una evidencia incontrastable, es más bien una conclusión que responde a las necesidades clasificatorias de las agencias públicas en pos de definir competencias sobre la población y los recursos a administrar.
Ciertamente, el reconocimiento de derechos específicos constituye una forma de cobrar existencia pública para sectores estructuralmente excluidos o expoliados y considerados, a su vez, siempre “agonizantes”. Sin embargo, no es menos cierto que la consagración jurídica fortalece la normalización de identidades y prácticas mediante tipologías que acaban anidando en políticas públicas, interpretaciones expertas y discursos sociales; lo que tiene importantes efectos en la forma en que los grupos se representan a sí mismos y son representados externamente (Vera Lugo, 2006). Así es que ser sujeto “legislable” conlleva un peligro latente, ya sea por la posibilidad de convertir la función instrumental de expandir derechos en el principal fin político (Brown, 1995) o por el perverso juego de la ley y la sospecha, en el cual personas y colectivos quedan confinados a incesantes escrutinios que buscan distinguir la “máscara” de la “realidad” que la subyace (Asad, 2008).
Por otra parte, hay razones para sostener que los conflictos resultan contextos que favorecen la recreación de tejidos comunitarios y subjetividades político-culturales. En este devenir, las comunidades del sur mendocino han sabido instituir la desposesión y persecución sufridas como “evento público y político”; provocando fuertes impactos a través de comunicados y notas periodísticas, reclamos que insertan el “tema indígena” en las agendas de gobierno y participación en debates que los toman como objeto. Como contracara de este revitalizado activismo, el mapuche contemporáneo continúa siendo imaginado en términos de “peligrosidad” al interior de jurisdicciones estatales y agencias hegemónicas. Dice S. Ahmed (2003, 2004) que el miedo como emoción –que además de corporizada, es social y mediatizada‒ funciona como barrera simbólica que segrega y jerarquiza diferencias. Es, en cierto sentido, una relación de proximidad que no implica la defensa de límites preexistentes, sino la construcción misma de tales límites. Bajo esta lógica, un ciudadano definido como “deber ser” (propietario, blanco) se representa en peligro por “otros” (los indígenas en lucha por derechos) cuya sola proximidad amenaza con arrebatar no solo alguna cosa (propiedad, riqueza, seguridad), sino también el propio lugar de los legitimados. En el esfuerzo integrador del Estado, entonces, existe un único indígena “protegible”: el que se percibe/declara como tal sin pretensiones y prácticas consideradas inherentemente impropias (movilizarse, politizarse o definir sus prioridades de desarrollo). Allí donde el “indio auténtico” (tutelado, marginal, desprovisto) se sospecha adulterado por el “perturbador de la propiedad privada o el enemigo de la ley” cabe, hoy como ayer, alzar la voz de alarma.
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Diario La Tinta: “Mendoza: Operación mediática contra las comunidades mapuches”, por D. Cerutti (25/08/17).
NOTAS
1Se trata de grupos que han solicitado la inscripción de sus personerías jurídicas ante el Registro Nacional de Comunidades Indígenas (Re.Na.C.I.) obrante en el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI).
2La trashumancia es el movimiento o ciclo anual de los crianceros entre zonas bajas de invernada y valles cordilleranos de veranada (que se elevan entre los 1.500 y 3.000 mts. de altura) para el mantenimiento de sus rebaños.
3Mata Olmo (1991: 56). La frase figuraba en anuncios de periódicos de Buenos Aires y Chile en ocasión de remates públicos de tierras, especialmente del departamento de Malargüe, a raíz de la ley provincial de venta de tierras fiscales del año 1902.
4En 1844, el entonces gobernador de Mendoza otorgó los campos El Chacay y Potreros de Cordillera a Juan Antonio Rodríguez (comandante del fuerte de San Rafael). En 1846, los campos de El Chacay fueron poblados por su beneficiario, fundándose en 1847 la Villa del Milagro en la Cañada Colorada (lugar donde hoy se encuentra la villa cabecera de Malargüe). Asimismo, en 1846, se hizo una distribución de tierras al sur entre jefes indígenas locales. Hacia fines del siglo XIX, sin embargo, estos acuerdos perdieron efecto en favor de hacendados y pioneros que se instalaron para hacer una explotación “racional” de los campos (Maza, 1991; Sanjurjo de Driollet, 1997, 2004).
5Archivo Histórico de Mendoza. Sección Departamento San Rafael, Carpeta 592, Documento 7, Año 1850.
6Archivo Histórico de Mendoza. Sección Departamento San Rafael, Carpeta 592, Documento 8, Año 1850.
7Archivo Histórico de Mendoza. Sección Departamento San Rafael, Carpeta 593, Documento 49, Año 1872.
8Así, quedo establecido un abanico de colonias: Cuadro Salas, Cuadro Bombal, Colonia Francesa, Colón; otras estaban al sur del río Diamante, como Rama Caída y Cañada Seca. Las nuevas colonias imprimieron un aire de progreso al oasis sanrafaelino, que se tradujo en la fundación de villas, la llegada del ferrocarril, la iniciación de la vitivinicultura moderna y la instalación de prósperos comercios (Richard Jorba, 2004; Sanjurjo, 2006, 2014).
9Para un análisis del proceso de deportación y distribución forzada de contingentes indígenas en la provincia de Mendoza durante y luego de las campañas militares sobre Norpatagonia, ver Diego Escolar (2012).
10La crisis de La Orteguina se hizo notable hacia los años 1905-1910 como consecuencia del pleito sucesorio iniciado con la muerte de la esposa del militar. En el año 1896, se segregaron de la estancia unas 150.000 hectáreas que pasaron a poder del Banco Nacional en pago de deudas. Las casi 200.000 hectáreas restantes también tuvieron como destino la desintegración, pasando a poder del Estado provincial por medio de entidades bancarias (Banco de la Provincia de Mendoza y Banco Hipotecario Nacional) y a particulares. Los predios fiscales fueron destinados a la política de colonización puesta en marcha por leyes provinciales, cristalizando en el acceso a la propiedad de algunos puesteros residentes. Por su parte, las tierras más próximas a la villa de Malargüe (mejor dotadas) fueron subdivididas en explotaciones agropecuarias intensivas (Mata Olmo, 1991, 1992).
11Este proceso estuvo en consonancia con una dinámica nacional ya que, concluida la fase militar, el gobierno argentino procedió a la venta de tierras agrícolas y pastoriles en remates públicos y a la adjudicación a militares por sus servicios (Ley de Remates Públicos en 1882 y Ley de Premios Militares de 1885).
12Archivo Histórico de Malargüe. Informe sobre Tenencia de Tierras al Gobernador de Mendoza. Documento sin catalogar. 1988. Según Mata Olmo (1991), los principales compradores de tierras en Malargüe fueron: Compañía de Tierras de Mendoza, Antonio Gerli, Elias Brujis, P. Mijanovich, A. Stegman, Erasmo Bustos, Domingo Bombal, entre otros.
13Muchos adjudicatarios de Malargüe tenían a la actividad política y mercantil como central, con lo cual se puso en evidencia un desvío con respecto al espíritu de la norma, esto es, garantizar el bienestar y el desarrollo del pequeño productor rural. Este tipo de adjudicaciones se produjo también en San Rafael, donde gran parte de los favorecidos no eran agricultores sino testaferros (Hirschegger, 2014).
14La ley fue reglamentada en 1996 y prorrogada en sus plazos. Actualmente, la autoridad de aplicación del Programa de Arraigo de Puesteros es la Dirección de Desarrollo Territorial (DDT), dependiente de la Secretaría de Ambiente y Ordenamiento Territorial de la provincia.
15En los documentos rectores del PEM, por “nueva gobernabilidad” se entiende la capacidad de la comunidad local, sus instituciones y autoridades para impulsar la construcción democrática, participativa y responsable de estrategias de desarrollo.
16Notable repercusión tuvo el desalojo del año 2011 provocado por la empresa contra la familia Pávez-Díaz, luego de que esta no la reconociera como propietaria. La firma habría adquirido, hacia fines de la década de 1990, cerca de 250.000 hectáreas en el campo El Álamo, donde se hallaban las 8.000 hectáreas poseídas por la familia desalojada. Nieves de Mendoza S.A. recurrió en 2002 a la justicia para exigir la sujeción a contratos de arriendo, mientras que los puesteros defendían la legitimidad de una ocupación de más de 20 años en el lugar sin reconocer dueño. La decisión judicial, finalmente, avaló las pretensiones de la sociedad anónima (Diario Uno 23/11/2011; Diario Los Andes 30/11/2011; Diario Uno 4/12/2011; Los Andes 22/12/2011).
17Luego de la última reapertura democrática en Argentina (1983), la ley N° 23.302 (1985) declaró de interés nacional las políticas de apoyo a las comunidades aborígenes del país y creó, además, el organismo indigenista nacional (INAI) como ente con participación indígena (aspecto que llevó décadas instrumentar). La reforma de la Constitución nacional de 1994, por su parte, dio jerarquía constitucional a la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas; reconociendo una serie de derechos fundamentales entre los que destacan el reconocimiento de sus personerías jurídicas, el derecho a la posesión y propiedad comunitaria de los territorios que ocupan y a la educación intercultural bilingüe. Finalmente, mediante la ley N° 26.160 y prórrogas, se ordenó el relevamiento técnico, jurídico y catastral de los territorios que habitan las comunidades indígenas del país, al tiempo que inhibió cualquier acto administrativo o judicial tendiente al desarraigo.
18El Consejo de Participación Indígena (CPI) fue delineado a través de sucesivas resoluciones del INAI (Nº152/04, Nº597/08, Nº113/11 y Nº737/14); se trata de representantes indígenas electos por pueblo y por provincia con mandatos renovables. Si bien es un órgano creado para ser convocado toda vez que sea necesaria la consulta ante medidas susceptibles de afectarles o interesarles; en lo concreto, sus deliberaciones no tienen carácter vinculante.
19Cada comunidad que completa el relevamiento obtiene una carpeta técnica que contiene: cartografía georreferenciada del territorio, el Cuestionario Sociocomunitario Indígena (CUESCI) aplicado durante el relevamiento, un informe histórico-antropológico (IHA) que fundamenta la posesión de la comunidad, un dictamen jurídico que traza las estrategias propicias de regularización dominial y una resolución administrativa que formaliza la culminación del proceso y convalida la posesión comunitaria relevada.
20La idea de “pionerismo” (contingentes de inmigración que iniciaron la reconversión de las regiones chaqueña y patagónica, luego de la conquista militar) está asociada a una visión de “primordialismo histórico”, por la cual gran parte de la historiografía argentina ha identificado el “origen” en el momento de reemplazo de la población originaria (Radovich, 2014, p. 135).
21Sentencia de la Suprema Corte de Mendoza. 18 de mayo de 2012.
22Por legalismo se entiende la tendencia de los sistemas jurídicos a registrar la realidad a partir de definiciones codificadas por el Estado y no mediante elaboraciones sensibles a las prácticas e interpretaciones sociales efectivas. El legalismo es un lente problemático cuando la distancia entre ambos tipos de definiciones es importante (Otero, 2011).
23Básicamente, la figura de propiedad comunitaria indígena reconoce como titular del derecho a un sujeto colectivo (comunidad u organización con personería jurídica) y la declara no enajenable, no transmisible y no susceptible de embargo o gravámenes; principios que la distancian de las características de exclusividad y disponibilidad de la propiedad privada.
24La legislación internacional los concibe como aquellos espacios significativos (zonas de pastoreo, caza, recolección, entierros, ceremonias) a los que ancestralmente tuvieron acceso y hoy se encuentran inhibidos por posteriores procesos de privatización, enajenación o proteccionismo ambiental.
25Vale la pena distinguir entre territorialización (que alude a un proceso que es detonado por una agencia de gestión estatal) y la territorialidad (que es una práctica inherente a todo grupo humano que despliega su vida en un espacio social). El peligro del concepto de territorialidad es establecer una relación intrínseca entre un grupo humano y su ambiente en términos atemporales (Pacheco de Oliveira, 2010).
26La sigla refiere a la Resistencia Ancestral Mapuche, una supuesta organización que fue presentada por los medios masivos de comunicación como autora de múltiples hechos violentos en Chile y Argentina. Este imaginario que entroniza imágenes de mapuches agresivos, en lugar de remitir a familias y comunidades que ejercen recuperaciones y defensas de sus territorios, funcionó como justificación ideológica de la alarmante represión ejercida en el año 2017 por las fuerzas de seguridad del Estado en las provincias de la Patagonia frente a conflictos territoriales de larga data. En contraposición, comunidades y organizaciones mapuches de Neuquén, Río Negro y Chubut se manifestaron públicamente desmintiendo la autoría de hechos criminales o vandálicos por parte de “mapuches-RAM”.
27La lógica de la política, a diferencia de la lógica de policía, remite a la producción de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo de experiencia dado; identificación que, por lo tanto, corre pareja con la nueva representación del campo de la experiencia. La política, asimismo, refiere a los modos de subjetivación que transforman identidades y lugares predefinidos en motor de una disputa. En el sentido del filósofo, toda subjetivación es una desidentificación, el desconocimiento de la naturalidad de un lugar asignado (Rancière, 1996).
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