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Los rostros de la violencia colonial en el Río de la Plata (siglos XVI-XVIII), de Florencia Roulet,
Revista TEFROS, Vol. 17, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2019: 10-45. En línea: julio de 2019. ISSN 1669-726X
Cita recomendada:
Roulet, F., Cultura, Los rostros de la violencia colonial en el Río de la Plata (siglos XVI-XVIII), Revista TEFROS, Vol. 17, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2019: 10-45
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Los rostros de la violencia colonial en el Río de la Plata
(siglos XVI-XVIII)1
The faces of colonial violence in Río de la Plata (XVI-XVIII centuries)
As faces da violência colonial no rio da Prata (séculos XVI-XVIII)
Florencia Roulet
Investigadora independiente, Suiza
Fecha de recepción: 08 de agosto de 2018
Fecha de aceptación: 16 de junio de 2019
RESUMEN
Este trabajo pretende poner en evidencia los diferentes aspectos de la violencia colonial que afectó a los pueblos indígenas de la región bonaerense entre los siglos XVI y XVIII, analizando no sólo las expresiones manifiestas de violencia física (masacres, cautiverios, ejecuciones ejemplares y castigos corporales) sino también las formas menos flagrantes de coerción, miedo y sujeción que se desarrollaron a lo largo de un continuum de formas de violencia invisible: la violencia estructural, la violencia simbólica y la violencia normalizada. Este marco impersonal y permanente de relaciones sociales desiguales es el contexto que se debe tener en cuenta al estudiar las variadas estrategias que desplegaron las sociedades indígenas para sobrevivir.
El artículo procura rescatar el modo en que fueron percibidos los múltiples rostros de la violencia colonial por las sociedades indígenas y consignar las reacciones que generaron. Se trata de demostrar que esas formas de violencia afectaron en ondas concéntricas no sólo a los grupos indígenas incorporados por la fuerza al sistema colonial sino a aquellos que solemos designar como “no sometidos” pero que, moviéndose en sus márgenes, tuvieron estrechos y conflictivos contactos con la sociedad colonial.
Palabras clave: reducciones; malocas; destierros; violencia estructural.
ABSTRACT
This article focuses on the different aspects of colonial violence towards indigenous peoples in the region of Buenos Aires from the sixteenth to the eighteenth century. It analyzes not only the manifest expressions of physical violence (massacres, captivities, exemplar executions and physical punishment) but also the less flagrant forms of coercion, fear and subjection that developed along a continuum of invisible forms of violence: the structural, the symbolic, and the normalized violence. This impersonal and permanent framework of unequal social relations is the context that we have to bear in mind when scrutinizing the varied indigenous strategies of survival.
This study analyzes how the multiple faces of colonial violence were perceived by native societies and in which ways they reacted to them. It aims at demonstrating that these forms of violence affected, in concentric waves, not only those indigenous peoples forcibly taken into the colonial system but also those who are usually seen as non-subjugated inhabitants of the margins that could hold close and, at the same time, conflictive ties with colonial society.
Keywords: reductions; malocas; uprooting; structural violence.
RESUMO
Este trabalho pretende destacar os diferentes aspectos da violência colonial que afetaram os povos indígenas da região de Buenos Aires entre os séculos XVI e XVIII, analisando não apenas as expressões explícitas de violência física (massacres, cativeiros, execuções exemplares e castigos corporais), como também as formas menos flagrantes de coerção, medo e sujeição que se desenvolveram ao longo de um continuum de formas de violência invisível: a violência estrutural, a violência simbólica e a violência normalizada. Este quadro impessoal e permanente de relações sociais desiguais é o contexto a ser considerado ao se estudar as variadas estratégias desenvolvidas nas sociedades indígenas para a sobrevivência.
O artigo procura resgatar o modo como foram percebidas as muitas faces da violência colonial pelas sociedades indígenas e determinar as reações a elas. Procura demonstrar que essas formas de violências afetaram, em ondas concêntricas, não apenas aos grupos indígenas incorporados à força ao sistema colonial, como também a aqueles que podemos designar como “não submetidos”, mas que se moviam sobre suas margens e tiverem estreitos e conflitivos contatos com a sociedade colonial.
Palavras-chave: reduções; malocas; desterro; violência estrutural.
LA VIOLENCIA COLONIAL, ¿UN TEMA AGOTADO?
Insistir en el carácter violento de la conquista española de América y sus mecanismos de control de la población nativa puede parecer a esta altura una verdad de Perogrullo que no requiere de investigaciones que la demuestren. Quienes han estudiado las alternativas de este proceso en la región rioplatense han destacado los duros métodos a los que recurrieron los invasores para someter a los indígenas, los graves efectos demográficos que tuvieron esas prácticas y los movimientos de resistencia que provocaron (Assadourian, 1986; Garavaglia, 1999; Mandrini, 2008, pp. 188-230). Sin embargo, el tratamiento de la violencia colonial se limita por lo general al momento inicial de la conquista y a las “guerras indígenas” que frenaron la expansión española en regiones precisas: la Araucanía chilena, el Tucumán –en particular, los valles Calchaquíes-, el Chaco e incluso el Paraguay (Assadourian, op cit., pp. 53-59; Garavaglia, op cit.; Giudicelli, 2011; Roulet, 1993). Estos espacios estaban controlados por pueblos cuya organización sociopolítica segmentaria impidió el recurso al exitoso método aplicado en México y Perú de descabezar el aparato estatal indígena y dominar indirectamente el sistema preexistente de captación de tributos. La conquista de tales territorios resultó más ardua que la de los grandes imperios prehispánicos y la tenacidad de la resistencia indígena suscitó el interés de los investigadores.
También poblada al momento de los primeros contactos por grupos esencialmente pescadores, cazadores, recolectores y algunos horticultores en las orillas e islas de los ríos Paraná y Uruguay, la región bonaerense no conoció tras la segunda fundación de la ciudad movimientos de resistencia que perduraran en el tiempo y llegaran a jaquear el dominio colonial. Quizás debido a esa calma aparente, la historia de las relaciones hispano-indígenas en el siglo XVII y las primeras décadas del XVIII ha recibido una atención marginal y los escasos trabajos que abordan este período nos presentan dos imágenes contrastantes. Por un lado, la persistente noción de una “guerra permanente” que habría “…caracterizado las relaciones de frontera en el Cono Sur por casi tres siglos” (Jones, 1999, p. 168)2. Por otro, la más ponderada visión de “…un período sin enfrentamientos, pero también casi sin relaciones, si se exceptúan algunas denuncias por robos y choques aislados” (Mandrini, 1997, p. 25). Según este último enfoque, en la región bonaerense “…las relaciones entre españoles e indígenas durante los primeros tiempos de la dominación colonial fueron en general pacíficas (…), la ocupación del suelo fue lenta y no generó roces con los indígenas (…), las ocasionales entradas en busca del llamado ganado cimarrón (…) no generaron conflictos” (Mandrini, 2008, p. 206).
Lo que tienen en común las imágenes antitéticas de una “guerra permanente” versus un largo siglo y medio sin incidentes es que una y otra identifican violencia con guerra abierta, guerra que ambas presumen desencadenada por hostilidades indígenas: los malones, que Kristine Jones evoca como “plagas” que asolaban las regiones fronterizas al este de los Andes (Jones, op cit., pp. 157, 165), o “la amenaza indígena”, “…que siempre estaba presente” (Mandrini, 2014, p. 143)3. En ambos enfoques, la violencia de los invasores, que había sido invocada para narrar el choque de la conquista y que es intrínseca a toda situación colonial4, se ha vuelto invisible y es en cambio la hostilidad indígena la que permite hablar de guerra.
Pensamos que se aplica al primer período colonial bonaerense lo que afirma Guillaume Boccara sobre la segunda mitad del siglo XVII en Chile, donde “…si no se puede hablar de guerra (…) tampoco se puede hablar de paz” (Boccara, 1998a, p. 32). Como lo señala Raphaëlle Branche, la violencia inicial de la conquista “…ha mutado, pero sigue estando ahí”, “…en el espesor de tiempo que lleva a los actos a resonar a través de las décadas”. De formas cambiantes según las circunstancias históricas, la violencia es el instrumento mediante el cual el poder colonial perpetúa su proyecto político de mantener a la población nativa en una situación subordinada (Branche, 2010, p. 11). Considerando que un elemento esencial de la paz es la “ausencia de violencia” (Galtung, 1969, p. 168) y tomando en cuenta la perspectiva de los actores indígenas, advertimos que en el caso bonaerense la ausencia de guerra estuvo lejos de significar ausencia de violencia. La documentación nos revela una presión permanente y multiforme que ejercía el orden colonial tanto hacia los grupos indígenas que logró someter como hacia aquellos que permanecieron libres en sus territorios, pero fueron afectados directa o indirectamente por “las ondas de la violencia” y sus “efectos de reverberación” (Branche, op cit., p. 9). Esta violencia no puede sin embargo ser observada sino a través de testimonios escritos por los hispano-criollos, que no dan lugar a las voces de los nativos. Las más de las veces no podemos inferir su impacto sino a partir de las reacciones que generó.
Si el escaso interés suscitado por la etapa de los Habsburgo en la región bonaerense es una buena razón para estudiar más en detalle ese período, otro motivo tiene que ver con la orientación general de las investigaciones históricas y antropológicas en las últimas décadas, que resaltan la interdependencia y los variados contactos pacíficos gestados durante los tres siglos previos a la “conquista del desierto”. Estos aportes brindan una imagen mucho más rica de los complejos vínculos entre hispano-criollos y nativos pero no abordan el conflicto interétnico sino bajo el ángulo de la violencia indígena5.
Son incipientes en cambio los estudios que tratan de la violencia ejercida por los agentes e instituciones estatales sobre los pueblos originarios, tanto en tiempos coloniales como republicanos6. Estos pocos trabajos tratan situaciones que implican el uso de violencia física visible. Es decir, “…actos que afectan directamente la integridad corporal” (Lenclud, Claverie y Jamin, 1984, p. 12), que implican “…daño somático y limitaciones a la movilidad”, causan terror y suponen igualmente un componente de violencia psíquica (Galtung, op cit., p. 169). Entre ellos se cuentan típicamente las masacres, en las que valiéndose de una relación de asimetría que los favorece frente a un grupo que no está en condiciones de defenderse, los agresores exterminan a la mayoría de los hombres en edad de combatir y sacrifican “…de manera sistemática y deliberada a no combatientes”, “…subyugando a los sobrevivientes” para explotar su fuerza de trabajo (Jiménez, Alioto y Villar, 2017, p. 135).
Este no es, sin embargo, sino un aspecto de la violencia. Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois argumentan que ésta “…es más que simplemente la expresión de una fuerza física ilegítima sobre una persona o grupo de personas” y amplían su definición para abarcar los distintos procesos de control “…que atentan contra las libertades humanas básicas y la supervivencia individual o colectiva” (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004, p. 22). Los autores proponen la noción de un continuum de violencia que se despliega tanto en tiempos de guerra como en tiempos de paz e incluye “…todas las expresiones de exclusión social radical, deshumanización y despersonalización (…) que normalizan las conductas atroces y la violencia hacia otros”, así como la violencia cotidiana “…que abarca las formas de violencia implícitas, legítimas y rutinarias inherentes a formaciones sociales, económicas y políticas particulares”. Son estas “…formas cotidianas de violencia estatal en tiempos de paz” las que hacen posible una cierta clase de “paz doméstica” (ibid., pp. 21, 20). Más que una categoría operacional de análisis, la noción de violencia sería “…el índice de un campo de experiencias que deben ser especificadas” (Naepels, 2006). En un trabajo más reciente, Philippe Bourgois y Corinne Hewlett (2012) formulan una distinción entre violencia física directa– “la parte emergida del iceberg”- y violencia invisible. Es decir, formas menos flagrantes de coerción, de miedo y de sujeción que a menudo no son reconocidas como tales y se consideran como legítimas. Retomando la noción de continuum de violencia y examinando la cuestión de la visibilidad, Bourgois y Hewlett definen un continuum de formas de violencia invisible que incluye la violencia estructural, la violencia simbólica y la violencia normalizada7.
Por violencia estructural –concepto inicialmente propuesto por Galtung (op cit.)- entienden aquella que está inscrita en la estructura social y modelada por instituciones, legislaciones, prácticas e ideologías que consagran la desigualdad en las relaciones sociales y toman la forma de discriminaciones, estigmatizaciones, explotación económica y marginación social. Tales prácticas “…son estructurales porque están insertas en la organización política y económica (…); son violentas porque causan daño a gente, en particular, a quienes no son responsables de perpetuar las desigualdades” (Farmer et al., 2006). Si tenemos en cuenta esta dimensión de violencia estructural, las normativas coloniales que legalizaron la explotación de la fuerza de trabajo nativa, las políticas de desarraigo, confinamiento, separación de familias, reconfiguración artificial de núcleos poblacionales, marginalidad social, limitación de los movimientos, hacinamiento, disrupción forzada de actividades tradicionales de subsistencia, malnutrición y vulnerabilidad a las enfermedades como consecuencia de las condiciones de vida impuestas, así como la deshumanización y el racismo –entre otras-, son expresiones de violencia estructural que inciden crónicamente en quienes se ven afectados por ellas.
Inspirándose en Pierre Bourdieu, Bourgois y Hewlett identifican la violencia simbólica que “…influye sobre las almas, los hábitos corporales, la estructura de los comportamientos y el juicio de los individuos sobre sí mismos” (Naepels, op cit., p. 488), en un proceso a través del cual los dominados interiorizan, toleran y legitiman el orden jerárquico que los oprime (Bourgois y Hewlett, op cit.). Esa violencia “…suave, insensible e invisible para sus propias víctimas” se ejerce cuando “…los dominados aplican a las relaciones de dominación categorías construidas desde el punto de vista de los dominantes, haciéndolas aparecer así como naturales” (Bourdieu, 2002, pp. 12, 55). Un uso diferente del concepto aparece en la obra de José Rabasa, quien define la violencia simbólica “…como escritura que tiene el poder performativo de establecer leyes”, códigos legales que prescriben la colonización, legalizan una “maquinaria del terror” que legitima prácticas como los azotes, la tortura, las mutilaciones, las ejecuciones y masacres, y codifican categorías legales –“criminales”, “insurgentes”, “rebeldes”, etc.- “…que legitiman el uso de la violencia contra esos grupos”. La violencia no sería así un instrumento externo para hacer cumplir la ley, sino un elemento intrínseco a la norma (Rabasa, 2000, pp. 7, 10, 22, 6).
En el contexto que estudiamos, la violencia simbólica en el sentido de Bourdieu es difícil de detectar por la naturaleza sesgada de nuestras fuentes y porque buena parte de los grupos indígenas sobre los que trabajamos, si bien afectados por la violencia (y autores ellos mismos de violencias) no son “grupos dominados”. Sin embargo, el concepto puede ser pertinente para reflexionar acerca del modo en que ciertos “indios amigos” que optaron por la alianza con los españoles hicieron suyas categorías coloniales como la de “indios malos”, “rebeldes”, “alzados”, etc. y terminaron convirtiendo sus guerras intertribales en guerras coloniales por delegación. El enigma es saber hasta qué punto se trató de una apropiación de las categorías elaboradas por los dominantes o de un modo de traducir las propias enemistades y rivalidades intertribales en términos gratos a sus aliados cristianos.
Por último, la violencia normalizada se aplica a la naturalización de diversas formas de violencia cotidiana que afectan a los sectores dominados y que son producto tanto de la brutalidad de las prácticas institucionales estatales como de la violencia física entre los propios oprimidos -violencia doméstica, violencia entre grupos étnicos subalternos, etc.- (Bourgois y Hewlett, op cit.)8. Lo interesante de esta noción es que nos permite entender el vínculo entre “la violencia de abajo”, que se expresa en pendencias, riñas y espirales de venganza entre individuos y linajes -generalmente potenciadas por un bien provisto por la economía colonial, el alcohol -, y la “violencia de arriba” que esos mismos individuos y grupos experimentan en sus relaciones asimétricas con el poder colonial.
El interés de la noción de continuum de violencia –que no pretendemos reducir a etiquetas clasificatorias para erigir tipologías de dudosa utilidad- es el poner en evidencia la presencia, junto a las formas manifiestas de brutalidad física que suelen atraer nuestra atención, de una violencia soterrada, cotidiana e insidiosa, encarnada en normas, comportamientos y sanciones. En tiempos de guerra como en tiempos de paz, la violencia es el principio organizador mismo de la sociedad colonial y termina resultando tan habitual, tan banal e invisible, que nos cuesta reconocerla como tal. Nuestro objetivo es poner de manifiesto este continuum que fue desplegándose desde las primeras exploraciones hasta fines del siglo XVIII en la zona de contacto entre indígenas y europeos al sur de Buenos Aires9. Pretendemos identificar sus distintas expresiones, observar cómo se fueron modificando con el tiempo y rescatar -en la medida de lo posible- el modo en que fueron percibidas por las sociedades indígenas que se vieron afectadas por ellas10. Nos interesa demostrar que tanto las manifestaciones de violencia física como las distintas modalidades de violencia invisible afectaron en ondas concéntricas no sólo a los grupos indígenas incorporados por la fuerza al sistema colonial, sino a aquellos que solemos designar como “no sometidos” pero que, moviéndose en sus márgenes, tuvieron estrechas y conflictivas relaciones con la sociedad colonial.
PRIMEROS CONTACTOS: DE LA HOSPITALIDAD Y EL COMERCIO AL DESPOJO Y LA AGRESIÓN
El encuentro entre exploradores/conquistadores y sociedades originarias estuvo signado por la curiosidad y el interés recíproco, pero la armonía duró muy poco: si la primera experiencia de los europeos en las Indias fue la hospitalidad, la de los indígenas fue la codicia, el maltrato físico y el cautiverio, vivencias traumáticas que dejarían una honda huella en su memoria. La práctica de engañar a los nativos para que subieran a los barcos donde eran retenidos ya sea para exhibirlos en Europa, ya para servirse de ellos como esclavos o para entrenarlos como futuros mediadores, está documentada en todos los encuentros coloniales (Turner Strong, 1999, pp. 20-23). El caso rioplatense no escapa a la regla.
La expedición de Sebastián Caboto (1526-1529) fue acogida pacíficamente por los agricultores guaraníes de la región del Carcarañá, donde se fundó el fuerte de Sancti Spiritus, pero al cabo de algunos meses las exacciones de los cristianos provocaron una sublevación que llevó a la destrucción del asentamiento. Sin encontrar las riquezas que esperaban y habiendo perdido todos sus bienes, Caboto y sus hombres procuraron compensar el fracaso de la expedición llevando esclavos a España. Entre el centenar y medio de indios contabilizados en Sevilla había mujeres guaraníes y timbús cautivadas en el Río de la Plata, una mayoría de indios e indias de la costa del Brasil comprados a los portugueses en San Vicente y cuatro hijos de principales del puerto de los Patos, secuestrados por Caboto con el pretexto de que vieran “…las cosas de acá para que, vueltos en la dicha tierra sean lenguas y medianeros en la paz”11.
El episodio de la quema del fuerte de Sancti Spiritus dio origen a uno de los primeros “mitos blancos” de la conquista del Río de la Plata: la leyenda de Lucía Miranda, una española que habría formado parte de la expedición de Caboto acompañando a su marido, y que habría inspirado un amor tan ardiente al cacique Mangoré que éste tramó un ardid para penetrar en el fuerte con sus hombres, masacrar a los españoles y apoderarse de ella. Mangoré perdió la vida en el combate, pero su hermano Siripo cautivó a Lucía y, subyugado a su vez por “…la dama que tan caro le costaba”, terminó tomándola por esposa (Tieffemberg, 2012, pp. 108, 112). Lo que importa rescatar de esta trágica leyenda, narrada por Rui Díaz de Guzmán ocho décadas después de la expedición de Caboto y retomada por la historiografía y la literatura, es que el primer cronista mestizo introduce en la tradición literaria rioplatense la figura de la cautiva blanca. Violencia simbólica de este mito altamente erotizado, que torna invisible la violencia colonial –y, en particular, el cautiverio de las mujeres indígenas (cf. Roulet, 2019)- e invierte “…los términos de la situación de despojo: no es el hombre blanco quien despoja al indio de sus tierras, su libertad y su vida sino el indio quien roba al blanco su más preciada pertenencia” (Malosetti Costa, 1994, p. 9).
Pocos años después de este primer contacto, cuando la nutrida armada del adelantado Pedro de Mendoza fondeó junto a la orilla occidental del Río de la Plata, el tránsito de la hospitalidad a la violencia fue aún más acelerado. Según el cronista Ulrich Schmidl, que formaba parte de la hueste conquistadora, los europeos encontraron “…un pueblo en que estaba una nación de indios llamados carendies, como de 2000 hombres con las mujeres e hijos”. Estos carendies o querandíes “…traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por 14 días sin faltar más que uno en que no vinieron” (Schmidl, 1903, pp. 147-148). Dos mil hambrientos cristianos ponían en jaque la economía de estos cazadores y pescadores. Cuando Mendoza reclamó más alimentos, sus enviados fueron echados sin miramientos. El adelantado dio entonces orden “…de tomar presos o matar a todos estos indios carendies y de apoderarnos de su pueblo”. Tras un sangriento enfrentamiento, los indígenas se retiraron.
El alejamiento de los querandíes –y no su infructuosa belicosidad- condenó a los pobladores de Buenos Aires a padecer una espantosa hambruna, que a la larga llevaría a la despoblación de la ciudad. Historiadores posteriores -el mestizo Rui Díaz de Guzmán a principios del siglo XVII, el jesuita Pedro Lozano en la primera mitad del XVIII- atribuyeron sin embargo el fracaso de la primera fundación de Buenos Aires a supuestas hostilidades indígenas, contribuyendo a forjar el estereotipo del “salvaje innoble” (Jennings, 1976, p. 59), entre cuyos rasgos principales se contaba la índole guerrera y traicionera.
Cuatro décadas más tarde, Juan de Garay refundó Buenos Aires con algunas decenas de mestizos paraguayos y multitud de auxiliares guaraníes y atacó enseguida a los querandíes que encontró junto al Riachuelo, quienes se prepararon para la venganza (Lozano, 1874, 2, p. 238). Entre la fecha de la fundación -11 de junio de 1580- y la del reparto de tierras y solares junto al río de la Plata –el 24 de octubre del mismo año-, Garay (1969, p. 441) tomó nota del “…riesgo que al presente hay de los naturales alterados”, quienes sin embargo no lograron desalojar a los cristianos. En el verano de 1581, el fundador salió a “correr la tierra” unas sesenta leguas al sudeste “…haciendo guerra a los bárbaros que la poblaban y esparciendo el terror de las armas españolas con las muchas muertes que en aquella gente ejecutó, hasta que los redujo a abrazar la paz y sujetar sus duras cervices al dominio de Castilla”. En marzo de 1582 Garay repartió en encomienda a 64 caciques con “…más de dos mil indios cuyos caciques principales eran Tubichamini y Cahuanies” (Garay, op cit., pp. 474-480; Lozano, op cit., 3, p. 243). La “pacificación” de los indios llevó algunos años y muy pronto la merma de la población nativa fue flagrante: ya en 1610 los capitulares se quejaron de que “…esta tierra está muy falta de servicio de indios por los muchos que los años atrás se han muerto y los que andan alzados”12.
En síntesis: durante la etapa del descubrimiento, los nativos del Río de la Plata conocieron cautiverios, masacres, saqueo de bienes, muertes ejemplares, desplazamientos masivos de población y seguramente abusos sexuales contra sus mujeres. Frente a tales agresiones, dieron batalla por tierra y por agua, prepararon emboscadas contra grupos reducidos de invasores y reunieron coaliciones interétnicas para atacar los asentamientos cristianos, mientras ponían sus familias a resguardo. Si bien lograron algunas victorias temporarias, como la despoblación de Sancti Spiritus y la muerte de Juan de Garay, sus esporádicos éxitos militares no lograron frenar el proceso de ocupación española del territorio. La estrategia elegida entonces fue el abandono de sus asentamientos y la quema de sus bienes para que no los aprovechara el enemigo.
LA VIOLENCIA COMO ARMAZÓN DEL SISTEMA COLONIAL: ENCOMIENDA, REDUCCIÓN, MALOCAS, DESTIERRO Y OTRAS FORMAS DE COERCIÓN
El principal desafío que se presentó al proyecto colonizador fue el acceso permanente a la fuerza de trabajo local. La táctica adoptada durante esa etapa temprana fueron las expediciones de captura y empadronamiento de los indios comarcanos. “Correr la tierra”, hacer “entradas”, “batidas”, “corredurías”, “campeadas” o “pacificaciones” fueron otros tantos eufemismos que disimulaban la cruda práctica de “cazar” familias y tribus enteras que, desarraigadas, serían repartidas entre los vecinos fundadores bajo la figura de la encomienda. Esta institución colonial tenía por objeto recompensar los méritos y servicios de los conquistadores y sus descendientes mediante la adjudicación de un grupo de indios de los que obtenían una renta en forma de servicio personal (Garavaglia, op cit., p. 7). Por su parte, el encomendero asumía la obligación de prestar servicios militares a la corona y de velar por la evangelización de sus encomendados mediante la asistencia de sacerdotes que los “redujeran” a adoptar el sedentarismo, la agricultura, la monogamia, nuevos hábitos vestimentarios y una organización del tiempo ritmada por las obligaciones laborales y religiosas impuestas. En el marco de una normativa imperial que legitimaba la conquista militar de pueblos no cristianos, los nativos eran obligados a trabajar por su doble condición de vencidos y de infieles (Garavaglia, 2005, pp. 45, 23). La empresa colonialista no se limitaba a dominar por la fuerza de las armas, sino que buscaba “…transformar indios en cuerpos aptos y sujetos obedientes” (Rabasa, op cit., p. 20).
El primer reparto de indios realizado por Juan de Garay en 1582 involucró a horticultores guaraníes de las islas del Paraná, a grupos chanás y mbeguás de la costa de los ríos Paraná y Uruguay y a una multitud de “naciones” cazadoras itinerantes que habían sido englobadas en tiempos de Sebastián Caboto y Pedro de Mendoza bajo la designación de querandíes y que, por vivir en la llanura, serían llamadas “pampas” a partir del siglo XVII. Los pocos datos que tenemos sobre la encomienda en sus primeros años indican que fueron necesarias sucesivas “entradas” para someter a los nativos13. Ya a fines del siglo XVI se introdujo en el vocabulario rioplatense el término de maloca para designar estas expediciones14. Derivado del verbo mapudungun malon o malocan (“hacer hostilidad al enemigo, o entre sí por agravios”), el concepto había sido acuñado en Chile, donde designaba las “…rápidas incursiones al territorio enemigo, no con la finalidad de infligirle una derrota aplastante, sino de apoderarse de cautivos y ganados” (Jara, 1981, p. 146)15. Los asaltos por sorpresa contra las tolderías, que resultaban en la masacre de varones adultos y captura de mujeres y niños para ser repartidos como botín entre la tropa, se habían convertido en la principal táctica bélica española durante la guerra de Arauco (ibid.; Villar y Jiménez, 2010). La palabra ya es usada en una temprana maloca contra los indios de las islas organizada por el gobernador Hernandarias en 160716. Los nativos capturados eran en un principio retenidos en la ciudad para el servicio personal y el trabajo en las huertas, separados de sus comunidades de origen, cortados de sus vínculos familiares y reducidos a la condición de yanaconas, con movilidad limitada17.
Luego de la visita del oidor Francisco de Alfaro (1611), sus ordenanzas prohibieron las prestaciones en trabajo y exigieron la agrupación de los indios encomendados en reducciones (Birocco, 2009). Se trataba de asentamientos fijos, ubicados a cierta distancia de la ciudad para garantizar por un lado la separación residencial entre indígenas y colonos y, por otro, la posibilidad de aprovechar esa mano de obra. Como lo señalan Judith Farberman y Rosana Boixadós (2006, p. 609) “…la reducción era un contexto artificial, en el que pequeños grupos a veces hostiles eran forzados a convivir en un territorio acotado”. En la década de 1610 cerca de la ciudad-puerto se asentaron la reducción del cacique Juan Bagual, junto al río Areco (1611); la del cacique Tubichaminí en la costa del Río de la Plata (1615) y la del cacique guaraní don Bartolomé, en Santiago del Baradero (1616)18. Mientras que los encomenderos se quejaban amargamente de que tras la visita del licenciado Alfaro “…los naturales de ella [Buenos Aires] no acuden por la libertad que se les dio”, a lo que se sumaba su escaso número y su condición de “…gente indómita y de ningún provecho”, los indios reducidos denunciaban que sus encomenderos los empleaban sin paga en la captura y traslado de yeguas cimarronas a la ciudad y en el corte de madera y cañas, amenazándolos con que el gobernador “…había de ir a sus tierras con muchos hombres armados y carretas a maloquearlos y prenderlos y enviarlos en los navíos fuera de esta tierra”; “…los había de quemar y quitarles sus mujeres e hijos y echarlos fuera de ellas (sus tierras) en navíos”19. La denuncia refleja una experiencia previa de masacres, desarraigos y desmembramiento familiar y muestra que sólo la fuerza y el terror los constreñían a permanecer en sus reducciones y trabajar para el español.
La encomienda significó un régimen de explotación que atentó contra la reproducción misma de la población nativa, como lo comprendieron los capitulares porteños cuando ya en 1628 instruyeron a sus representantes ante la corte para “…pedir en favor de los indios y de su conservación y aumento”, reclamando “…que no sean molestados ni agraviados ni los saquen de sus casas para tratos ni granjerías (…) para ninguna parte ni persona alguna porque dejan sus mujeres e hijos perdidos y por el mucho trabajo se huyen y no vuelven a sus casas y poblaciones”20. Estas duras condiciones explican los levantamientos o huidas de indios encomendados, los robos de caballos en las estancias y las esporádicas agresiones contra españoles en los caminos, actos de resistencia severamente reprimidos por el poder colonial21. Tales castigos colectivos estaban a veces precedidos por la enunciación del Requerimiento, instrumento legal (o “interpelación infame”) que tras resumir los títulos legales de España a la conquista daba a los indios la alternativa de reconocer al rey de España como su legítimo soberano “…o enfrentar la guerra y la esclavitud”: la “…lógica del Requerimiento ejerce violencia simbólica sobre los indios al no dejarles otra opción que rendirse o ser considerados como hostiles al telos histórico de la España imperial” (Rabasa, op cit., 10)22.
En el transcurso del siglo XVII, mientras la población de las reducciones declinaba, otros indios lograron mantener cierta libertad de movimientos, brindando a sus encomenderos un “limitado servicio” que les permitía conseguir “…armas, yerba, tabaco, vino y otros géneros semejantes”23. Sobre estos pampas “…que cada día entran a tropas con sus familias en aquella ciudad” escribía a la reina un cura de Buenos Aires, diciendo que “…aunque son encomendados no tienen reducción o pueblo donde asistir ni doctrinante ni doctrina, gozan de toda libertad vagando como bestias”24. Según el obispo Azcona e Imbert, “…vienen a hacer vaquerías por su jornal y ayudan en las sementeras y cosechas y otros ministerios amigalmente y como domésticos”25. Esta visión idealizada de las relaciones laborales contrasta con la denuncia de un gobernador acerca del “pesado yugo” que les era impuesto, pues “…no tiene ponderación el odio y trabajo con que son tratados comúnmente”26. Las reiteradas disposiciones reales en el sentido de que “…los encomenderos traten bien a sus tributarios (…) sin llevarles más tributos ni aprovechamiento que el que está dispuesto y permitido” y que no los traten mal “…castigándolos y no dándoles vestuario ni doctrina” son indicio de lo habitual de esas prácticas27. Si hemos de creer al gobernador Andrés de Robles, su trabajo resultaba esencial para la economía local: tras haberse dispersado huyendo de la viruela, “…los más bajaron con solo avisarlos para asistir al trabajo de la siega del año pasado de 1676 en donde han estado hasta hoy sin dar cuidado asistiendo al trabajo de la corambre (…) que sin ellos fuera caso imposible hacerlos”28.
Desde muy temprano los vecinos de Buenos Aires se quejaron de que sus encomiendas eran de poco provecho, ya que “…los indios de estas provincias han venido a tanta disminución que la encomienda que desde sus principios tenía a cien indios hoy no tienen cuatro y las más ninguno” y estos pocos habitan “…en los campos sin poderlos reducir ni traer al conocimiento de nuestra santa fe”29. Tal declinación demográfica se debía en parte a las huidas y en gran medida a una forma de violencia estructural no intencional, pero de devastadoras consecuencias: las epidemias, que golpeaban a los indígenas aún más duramente que a la población hispanocriolla por su falta de inmunidad a las enfermedades europeas y por las condiciones de hacinamiento, malnutrición y pobreza en las que vivían los grupos e individuos obligados a asentarse en la ciudad y en las reducciones30. Aunque con datos demográficos imprecisos que hacen imposible cuantificar el fenómeno, las fuentes coloniales reflejan la frecuencia de las epidemias desde los primeros años de la ciudad. Varios estudios vinculan la difusión de esas enfermedades en el Río de la Plata a la importación de esclavos africanos que habrían sido sus portadores (cf. Alden y Miller, 1987; Santos, Lalouf y Thomas, 2010).
Los testimonios indican una particular vulnerabilidad al contagio de las capas sociales más miserables y explotadas, muy especialmente de indígenas y africanos, lo que permite hablar de una forma de violencia propia de la estructura misma de la sociedad colonial. En mayo de 1621, por ejemplo, se declaró entre los negros una epidemia “de tabardillo y viruelas” que pronto se contagió a los indios y a la “gente moza y criaturas nacidas en la tierra”, causando tal mortandad que según testigos hubo días en que fallecieron hasta 16 personas y al cabo de dos meses habían muerto más de mil31. El contagio fue virulento entre los indios que vivían en reducción: más de 60 muertos en Baradero, y “muchos” muertos y huidos en las de Bagual y Tubichaminí32. En 1652 otra epidemia, recordada décadas después como “la peste universal”, fue tan mortífera entre los indios y negros de servicio que los ganados de las estancias se alzaron tierra adentro por falta de personal para recogerlos en rodeos, “…de que ha resultado y resulta el número copioso que ocupan estas campañas”33. Luego de las epidemias de 1717 y 1718, en las que murieron más de cinco mil habitantes de Buenos Aires, los mismos médicos porteños declararon que era “…la pobreza la que ocasionaba tantas muertes”34.
El Anexo 1 da una idea de la recurrencia de los episodios de contagio en las primeras décadas de contacto -en particular durante los fríos meses de invierno o luego de períodos de sequía- así como de su impacto demográfico y psicológico sobre la población indígena de la región. La viruela en particular afectaba a los indios “…con tal rigor (…) que se morían los más, como no tienen reparo ni remedio en su lastimosa vida para los achaques”35. El virus se propagaba causando terror ante la “enfermedad y mal de los españoles”, pues “…en entrando en sus toldos, mueren tantos que quedan casi desiertos. De este horror y miedo nace que, en viendo a alguno con las viruelas, todos le desamparan, aún los más cercanos parientes”, dejándolo en una soledad que “…le acarrea más presto la muerte” (Sánchez Labrador, 1936, p. 59).
La disminución del número de pampas llevó a integrar a las encomiendas indios forasteros de distintas procedencias -por matrimonio con indias naturales- y a reducir a los “serranos” -originarios de las sierras bonaerenses- con los mismos métodos que se habían usado para someter a los primeros36. En 1678, la cifra de indios encomendados era de 140 pampas y 91 serranos37. La reducción de Santiago del Baradero sólo contaba en 1688 con 24 varones adultos, entre los que había varios “advenedizos y agregados”38. En 1705, la encomienda de Tubichaminís se reducía a “…siete varones y los cuatro viejos impedidos”39. Doce años más tarde, un jesuita diría que de las muchas naciones sujetas a la ciudad de Buenos Aires “…sólo han quedado las ruinas de sus pueblos y tal y tal indio de ellos”: extinguidos y acabados el pueblo y los indios Tubichaminís; en ruinas la iglesia del numeroso pueblo de los Guasunambís “…y raro o ningún indio de dicho pueblo”; apenas veinte indios en el Baradero; algún que otro individuo de los Baguales y Caguanés y ni rastro de los ocho mil Tinbús del Carcarañá40. Por fin, en la década de 1730, el jesuita Lozano resume este proceso de debacle demográfica estimando que los querandíes, “nación muy numerosa” que habría contado con unos 3000 hombres de pelea en tiempos de Pedro de Mendoza (Lozano, 1873, 2, p. 84),
…poco a poco se fueron consumiendo, sin haber quedado apenas, el día de hoy, rastro de tan numerosas naciones, que parece fábula haya habido indios en esta comarca, y no se pudiera creer el número grande que pobló este país, si no constara en instrumentos muy auténticos y ciertos, pues solo se ven algunos pocos, en el pueblo que llaman del Baradero, de nación mbeguaes, y algunas tolderías de infieles de la nación Querandí que hoy llamamos pampas. (Lozano, 1874, 3, p. 271)
La despoblación de las encomiendas condujo por un lado a solicitar la introducción de negros esclavos de Angola41 y, por el otro, a recurrir una y otra vez a las malocas, que permitían también a los vecinos no encomenderos obtener gratuitamente esclavos indígenas42. Aunque habían sido prohibidas por las reales cédulas, denunciadas por el visitador Francisco de Alfaro, condenadas por la Iglesia que las consideraba “injustas” y contrarias a “la voluntad del Príncipe”, motivando una bula que prohibía “…que ninguna persona salga a hacer guerras a los indios ni tengan los cautivos que trujieren de ellas”43, las malocas fueron una práctica corriente en el área rioplatense. Y eran tácitamente toleradas al punto que los candidatos a encomenderos mencionaban su participación en “malocas, corredurías y demás facciones” como otros tantos servicios al rey44.
Dada su ilegalidad, las malocas están poco documentadas. Pero los detalles escalofriantes de aquellas sobre las que se conserva un registro bastan para dar una idea de la clase de violencia que implicaron. En el Anexo 2 presento información no exhaustiva acerca de malocas realizadas en el siglo XVII por los vecinos de Buenos Aires contra indígenas de su jurisdicción, que abarcaba también Santa Fe, Corrientes, Concepción del Bermejo y la banda oriental del Uruguay. Cuando disponibles, los datos acerca de número de indios muertos y cautivos dan una idea de su impacto demográfico: “…son eventos en los que muere casi la totalidad de los indígenas en edad de combatir, suele no haber combatientes heridos o prisioneros, y tampoco sobrevivientes que logren abandonar el escenario de la matanza”. Las mujeres en edad fértil son a menudo separadas de sus hijos y atribuidas individualmente, con lo que los efectos desestructurantes sobre el grupo permiten hablar de “masacres fractales” (Jiménez, Alioto y Villar, op cit., pp. 136, 153-154). Valga referirnos al caso mejor documentado:
En agosto de 1680, meses después de que algunos indios se llevaran crías de caballos y mulas de varias estancias, el procurador de Buenos Aires acusó a los serranos y pampas de haber provocado en los últimos veinte años “…muertes de diferentes personas y sus mismos encomenderos y muchos hurtos de caballadas y crías enteras de mulas y caballos y de tropa de vecinos que han salido a hacer corambre”45. El gobernador José de Garro ordenó al capitán Juan de San Martín y Humanes que buscara a las parcialidades agresoras, capturara a los responsables y los llevara a Buenos Aires para administrarles justicia46. En octubre, cerca de Tandil, San Martín atrapó a once indios que potreaban y los acusó del robo de caballos. Uno de ellos fue reservado como guía, mientras los demás fueron atados a unos palos con los ojos vendados, exhortados a aceptar el bautismo por sacerdote e intérprete y arcabuceados, “…hasta que naturalmente murieron”. En su informe sobre la campaña, Juan de San Martín invocó el parecer unánime de sus oficiales y soldados para justificar esa ejecución: el acto de guerra que había puesto en escena para que sirviera de escarmiento y advertencia recurría a “…instrumentos legales que fundaban, al tiempo que conservaban, el orden colonial” (Rabasa, op cit., p. 10). Sin embargo, como veremos más adelante, tal consenso no existió.
Las instrucciones del gobernador disponían que sólo “…en caso de romper ellos la guerra se procederá con todo rigor…”, por lo que Juan de San Martín acomodó su relato de modo que los indios aparecieran como agresores: luego de la ejecución sumaria, la expedición avanzó hacia “la segunda sierra”, donde cercó una toldería de la que salieron “…hasta cuarenta indios con las armas en las manos como fueron chusos, puntas de espadas enastadas, arcos con flechas y bolas de enredar y se encaminaron con intrepidez y coraje para nosotros”. Los españoles exclamaron entonces “¡Santiago a ellos y matarlos antes que nos ofendan!”. La batalla culminó con la derrota de los serranos “…que tomaron las armas contra nosotros”47. El desigual enfrentamiento dejó unos cuarenta indios muertos y un botín de 6 varones adultos, 25 mujeres y 25 niños cautivos, así como 180 caballos, que fueron repartidos “…entre los capitanes, oficiales y soldados que fueron en mi compañía a dicha maloca, en premio de sus méritos”48.
Los mismos autos en los que figura el informe de San Martín dan cuenta del regreso anticipado a la ciudad de ciertas personas disgustadas con él “…por algunas protestas y requerimientos que le hicieron”. Pocos años más tarde, los encomenderos Sebastián Cabral de Ayala y Alonso Guerrero de Ayala escribieron al rey sendas cartas de idéntico tenor que reflejan el punto de vista de quienes se habían opuesto a las órdenes de San Martín:
…los primeros que encontró pasó a cuchillo sin haber tomado de su parte armas ninguna ni dar motivo para ello, y ejecutó lo mismo con los demás que encontró y a cuatro que le salieron a buscar, y entre ellos dos caciques el uno de la encomienda de doña Ana de Matos y el otro de Francisco del Corro, que estaban en la campaña con licencia de vuestro Gobernador por tiempo limitado, y aunque manifestaron las licencias sin habérseles acabado el tiempo señalado y dijeron que ellos mismos habían buscado la gente de la marcha y estaban para volverse a este puesto en cumpliéndosele sus licencias, sin más ocasión también los mandó arcabucear con crueldad e inhumanidad, siendo sujetos miserables, reducidos de paz, excediendo en todo a las órdenes e instrucciones que llevaba sin que lo pudiesen impedir las protestas que yo y otros encomenderos y soldados vecinos (…) les hicimos…49
Como el árbol que no deja ver el bosque, la crueldad manifiesta en la ejecución de estos diez indios “reducidos” y en la posterior masacre en la toldería empaña la violencia soterrada de un régimen legal que define a los indios como inferiores, atribuye su fuerza de trabajo a particulares, limita su movilidad y organiza su uso del tiempo. Violencia estructural según Galtung y Bourgois, violencia simbólica de una escritura de poder performativo, según Rabasa, que se materializa en textos como la “licencia” para potrear que en vano presentan los indios a Juan de San Martín, en la petición del procurador Juan Bautista Justiniano pidiendo “…castigo para ejemplo y enmienda de los excesos, delitos e insultos tan repetidos” de los pampas, en las instrucciones del gobernador ordenando que “…si hallare otras parcialidades que no sean de los fronterizos los sujete por bien o por mal y los traigan a este puerto” y en los votos de los oficiales, consignados sobre papel, condenando a los indios a morir arcabuceados. Violencia normalizada e insidiosa, por fin, de procedimientos que fomentaban las diferencias entre subalternos para mantener su hegemonía50.
Esta maloca de 1680 es ejemplar en muchos sentidos. En primer lugar, evidencia el profundo hiato existente entre la letra de la ley y la realidad del orden colonial. Aunque ilegales, tanto las malocas como la esclavitud indígena eran prácticas recurrentes que no escapaban al control estatal, sino que constituían el entramado mismo de un sistema que garantizaba la impunidad para la violencia colonial mientras reprimía de modo ejemplar la violencia indígena. Juan de San Martín, poderoso hacendado y oficial, no fue castigado por sus excesos; en cambio, el gobernador tomó diligentes medidas para reprender a quienes le habían desobedecido. La ejecución sumaria de los indios fue bendecida por un sacerdote y el reparto de la chusma entre oficiales y soldados fue ordenado por el gobernador, “…habiendo hecho para ello consulta con el obispo de la iglesia catedral de esta ciudad”51. Estado, iglesia e intereses privados se daban la mano para acceder al trabajo indígena a costa de métodos -masacres, cautiverios y malos tratos- que constituyen atrocidades aleccionadoras destinadas a amedrentar a otras víctimas potenciales (Jiménez, Villar y Alioto, 2012, pp. 2, 6). Tamaña violencia era justificada por el cura de la iglesia de Buenos Aires con el argumento de que “…este gentío más se sujeta al temor que al amor, primero al arcabuz que a la cruz”52.
En segundo lugar, las malocas eran presentadas como respuesta a una agresión indígena, por lo general de naturaleza indeterminada y a menudo lejana en el tiempo53. Como sucedería en otras ocasiones, el asesinato de los hermanos Ponce de León por sus propios indios encomendados servía como pretexto para agravar un delito menor: el robo “…de algunos caballos que faltaron de las estancias”54. La violencia extrema e indiscriminada de las represalias tenía una doble función, punitiva y pedagógica. Al tiempo que servía de castigo y ejemplo se esperaba que domara la indócil naturaleza indígena.
En tercer lugar, la coerción reconocía grados de intensidad que dependían en buena medida de rasgos de carácter y de convicciones éticas individuales: mientras algunas conciencias denunciaban tímidamente los malos tratos hacia los indios, ciertos personajes influyentes daban rienda suelta a sus instintos más agresivos. Amparado por la impunidad que le brindaba el gobernador, Juan de San Martín y Humanes fue uno de ellos, como lo sería décadas más tarde su hijo, Juan de San Martín y Gutiérrez de Paz.
La historiografía argentina ha prestado escasa atención a la maloca como dispositivo de control propio de la frontera sur del Río de la Plata, probablemente a causa de su carácter ilícito. Su índole de empresa esclavista fue camuflada al describirla como “expedición punitiva” en respuesta a “irrupciones violentas”, “invasiones de estancias” y “saqueos de haciendas” (Marfany, 1940 b, pp. 123, 124; Carlón, 2007a). El término fue cayendo en desuso a partir de la década de 1740, cuando los hispanocriollos empezaron a preferirle “expedición”, “corrida”, “salida” o “entrada”55. El contexto había cambiado: los indígenas de las pampas respondían ahora a la violencia colonial con actos de guerra que forzaron las primeras negociaciones de paz para la devolución recíproca de cautivos y la apertura de relaciones comerciales (Roulet, 2018). Si las masacres, los cautiverios y los desmembramientos familiares continuaron siendo prácticas recurrentes como respuesta a una hostilidad indígena efectiva, como “castigo preventivo” ante rumores de intenciones hostiles y como estrategia para infundir terror “pasando a cuchillo” y exterminando a los grupos que se acercaban a la frontera, su finalidad esclavista ya no fue sistemática. En el siglo XVIII, el destino de los sobrevivientes fue a menudo la reclusión en espacios de confinamiento y concentración. La recuperación del término “maloca” por la historiografía reciente para referirse exclusivamente a invasiones indígenas contra zonas fronterizas en el marco del denominado “proceso de araucanización de las pampas” (León Solís, 1986, 1987, 1989-1990; Boccara, 1998b, p. 120) naturaliza el mito de una agresividad indígena basada en un “ethos” de guerra y pillaje, contribuyendo -a mis ojos- a borrar las huellas de las malocas esclavistas cristianas y a perpetuar el olvido de la violencia colonial.
Otra forma de violencia estructural que afectó a los indígenas fue la pena de prisión, que además de implicar la privación de libertad en un espacio confinado y la consiguiente limitación de movimientos, acarreaba para las castas (indios, negros, mestizos, mulatos y zambos) duras penas corporales y condena a trabajos forzados. En las sociedades indígenas de la región pampeana, los delitos de robo o asesinato se castigaban obligando al culpable a compensar materialmente el daño a la víctima o a sus familiares. En caso de no poder o de no querer hacerlo, la lógica de la compensación podía desembocar en un ciclo de venganzas de sangre entre linajes. Pero el concepto mismo de prisión, que designaba no sólo la cárcel sino, por extensión, “…cualquiera cosa que ata o detiene físicamente” (Real Academia Española, 1737, V)56, era un trato cruel inconcebible para estas sociedades. La privación de libertad por delitos tales como el consumo de alcohol o la inasistencia al catecismo57, complementada con cepo, azotes y trabajo forzado en las obras públicas, incitaba a los naturales a la huida y a la venganza. Ese riesgo potencial fue el argumento esgrimido por los oficiales al mando de Juan de San Martín que se pronunciaron por arcabucear a los indios, ya que
…aunque llegaran a dicho puerto de Buenos Aires hicieran fuga, como se ha experimentado lo han hecho desde dicho puerto otros indios que a él han sido llevados y teniéndolos con prisiones con guardas y centinelas (…) se han huido y venido a estas campañas a sus tierras y parajes, causando después de sus fugas mayores daños de muertes y robos…58
La cárcel, con la suma de malos tratos que implicaba, fue una experiencia habitual para los indios de la región bonaerense. Don Manuel Pinazo, uno de los personajes más escuchados en cuanto a política de fronteras en las décadas de 1770 y 1780, añoraba los tiempos en que, en vez de esperar a los indios en los fuertes, se usaba la estrategia de “…sorprenderlos y atacarlos en sus matrices o estancias, como antes lo hacíamos, llenando las cárceles de indios de guerra y las casas particulares de chusma”59. En la segunda mitad del siglo XVIII, los varones contra quienes pesaba una mera sospecha de infidelidad eran conducidos a la Ranchería60 y las mujeres y niños eran o bien separados y repartidos inmediatamente entre la tropa como botín61 o bien encerrados en “una casa ejemplar”, donde so pretexto de evangelización se hacía trabajar a las chinas en el hilado de la lana. La Residencia, mencionada en la documentación desde mediados de la década de 1770 y también conocida como Casa de Reclusión o Casa de Recogidas, era en realidad una cárcel de mujeres para indias y reclusas no indígenas62. Hacia allí fueron enviadas, en 1776, cincuenta y ocho chinas capturadas en un asalto de Manuel Pinazo contra los toldos de los caciques Alequete y Guenal, separándolas de sus hijos63. Al cabo de una década, la Residencia llegó a albergar hasta doscientas indias e indiecitos64. Sometidas a una mísera ración diaria de carne, maíz, yerba, sal y agua, las indias cautivas “…hurtaban cuanto sebo podían para comer”. La mortandad en el establecimiento era altísima: de las 81 chinas y 3 menores recibidos en mayo de 1784, a los que se sumaron días más tarde otras 13 personas, no quedaban sino 44 en febrero de 1786 y 38 en agosto de 1787. En 1789, una epidemia de viruela provocó trece muertes, en su mayor parte de menores o adolescentes (Jiménez y Alioto, 2017). Dos años después, el responsable de la Residencia mencionaba haber pagado en esos años “…cuarenta y tantos entierros con sus mortajas”65. Pero no todas las bajas se debían a decesos: reclamadas por sus parientes, unas pocas habían podido ser rescatadas cuando se firmaron paces y una ínfima minoría logró escapar y contar a su gente cómo habían sido tratadas66. En 1790, con el fin de reducir los gastos de su mantenimiento, el virrey determinó “…que se repartiesen en las casas de los vecinos de esta capital todos los indios e indias pampas” de la Residencia, lo que convendría a “su beneficio espiritual y temporal, y ahorro del erario”. No todas parecen haber sido repartidas, ya que los caciques siguieron reclamando chinas detenidas en esa casa67.
Otra forma de violencia colectiva ejercida contra las sociedades indígenas fueron los destierros, extrañamientos o desnaturalizaciones de grupos considerados rebeldes o susceptibles de fugarse. Desde el punto de vista nativo, la desnaturalización, que consistía en sacar a los individuos, familias o grupos enteros “…de su lugar de origen —de donde habían nacido, es decir, de donde eran naturales—, de la contención de sus redes de parentesco, de sus lugares sagrados, y dejarlas indefensas en su nueva situación”, era un castigo extremo (Alioto, 2014b, p. 517). Esta práctica, común en otras regiones del imperio español, parece haberse iniciado en la región bonaerense hacia 1666 con la instalación en el pago de la Magdalena de unos 750 indios quilmes trasladados desde los valles Calchaquíes, en la jurisdicción del Tucumán, tras la derrota de su última rebelión (Carlón, 2007b). Pocos años más tarde, empezó a implementarse con los indios de las pampas: en 1675, una propuesta de trasladar a la costa uruguaya todos los indios pampas, “…así los encomendados al presente como los que vinieren el tiempo adelante”, fue desestimada68. Pero en 1678 el gobernador Andrés de Robles informaba que una encomienda de indios “…de nación Chanás, que eran originarios del pueblo y reducción del Baradero (…) hoy están retirados en la de la otra banda de este río, de Santo Domingo Soriano (…) de muchos años a esta parte”69. En otra misiva del mismo año el gobernador comenta las deliberaciones del cabildo acerca de dónde se podrían reubicar unos trescientos indios pampas y serranos que temporariamente tenía instalados junto a la estacada del fuerte. El sitio debía contar con lo indispensable para la vida humana, dificultar las fugas, facilitar la instrucción de los indios en la fe católica y obligarlos a trabajar para sus encomenderos. Con esos criterios, los capitulares propusieron relocalizarlos cerca de la reducción de Santo Domingo Soriano, ubicada junto a la desembocadura del Río Negro en el Uruguay, “…donde por una parte el anchor del río Paraná que es de una legua, por otra el temor de no entrarse tierra adentro a tierras extrañas y de gentío desconocido y de diferente genio que éste les pudiera ambas cosas obligar a sujeción y permanencia en pueblo y reducción”70.
Fundada en 1664 por el gobernador Joseph Martínez de Salazar, la reducción de Santo Domingo Soriano fue durante medio siglo el destino impuesto a los pampas desnaturalizados71. En la década de 1680 adquirió un doble valor estratégico para los porteños: por una parte, la fundación portuguesa de Colonia del Sacramento puso en evidencia la necesidad de aumentar la presencia española en la banda oriental; por otra, el agotamiento del ganado cimarrón en las pampas promovió la creciente explotación de vaquerías en la otra banda por vecinos “accioneros” que necesitaban contar con mano de obra indígena in situ. Además del tradicional corte de leña y fabricación de carbón en los bosques del río Uruguay, los indios deportados serían utilizados para la captura de ganado cimarrón. Ya entonces la reducción era un enclave multiétnico en el que convivían sin fusionarse hombres y mujeres de varias procedencias: indios chanás originarios del Baradero, serranos del cacique Nusanach o Bravo deportados en 167872y algunos guaraníes de las misiones jesuíticas, bajo el estrecho control de un puñado de españoles. A corta distancia se ubicaban las tolderías de indios charrúas, no sometidos a encomienda.
En 1686, un sangriento levantamiento de doscientos indios serranos transmutados frenó por un tiempo las deportaciones de grupos numerosos a Santo Domingo Soriano pero continuaron las de mujeres indígenas mientras que, después de 1724, los hombres fueron destinados a trabajos forzados en Montevideo73. La reducción oriental era tan mísera que sus autoridades pidieron que cesaran las deportaciones ya que:
…este pueblo no es capaz de mantener tales destierros pues no hay casa segura donde poderlas poner ni con qué mantenerlas sus dueños, pues no teniendo para sí mal tendrán para otros, y si se dice que sirvan tampoco pues siendo unos pobres indios no tienen en qué ocuparlas. Y así vuestra Señoría se duela de este pobre pueblo y no les envíe semejante gente…74
A pesar de estas prevenciones, las desnaturalizaciones a la banda oriental se prolongaron75. Hasta que se encontró una solución más drástica: el destierro a las islas Malvinas, donde la imposibilidad de la huida eliminaba los costos de la construcción de una infraestructura segura y de los sueldos de las personas destinadas a su custodia. Transferidas por Francia a España en 1767, las desiertas islas del Atlántico sur pronto fueron usadas como vasta prisión a cielo abierto. Una idea de lo que significaría ese destierro nos la da la descripción de “esta miserable tierra” hecha por un sacerdote franciscano en 1767:
…en mi vida he visto, ni es capaz que haya en todo el mundo tantas desdichas juntas; porque no tiene toda esta isla, cosa ninguna buena. Toda ella se compone de serranías, con muchos arroyos y pantanos de agua. No hay en toda ella un arbolito (…). El frío no hay con qué ponderarlo (…) no hay ropa que resista; todos los días son nublados y siempre está lloviendo o nevando (…). No hay en esta isla cal ni piedra de que hacerla (…). La tierra no produce cosa alguna. Los franceses aunque han sembrado de todas las semillas, pero nada sale más que unas coles, y lechugas muy pequeñas (…). En toda la isla no hay más vivientes que leones marinos, lobos, y muchos pájaros aunque estos no se pueden comer, porque hieden (…). Por fin no es posible escribir todas las miserias de esta tierra76.
A estas islas desoladas fueron pues deportados los indios capturados en el último cuarto del siglo XVIII. Ya en 1774, el cacique amigo Tomás Yatí pedía “…con grande instancia a un caciquillo que está en Malvinas”. En 1780, el cacique ranquel Lincopagni, que viajó a Buenos Aires a pedir paces, fue apresado y deportado a las Malvinas. Excepcionalmente, unos pocos indios podrían volver, como el tehuelche Flamenco, gran baqueano de las pampas, arrestado en 1771, quien después de padecer “…una dilatada prisión así en Malvinas como en Montevideo”, fue liberado en 1784 para servir como baqueano en una expedición contra los indios, a pesar de “su avanzada edad y quebrantada salud”. Lincopagni no tuvo la misma suerte: si bien el virrey Arredondo ordenó su libertad en 1792, su nombre no vuelve a aparecer en la documentación77. Castigo drástico reservado principalmente a hombres adultos considerados como de alta peligrosidad, el destierro en Malvinas afectó también a algunas mujeres indígenas78.
La desnaturalización, que cortaba definitivamente los lazos de los individuos con sus comunidades, creaba un trauma imperecedero en los grupos que la padecían. La pesadilla del alejamiento forzado ya está presente en las palabras del cacique Juan Bagual, quien mediante intérprete dijo en 1620 al gobernador Diego de Góngora que sus indios estaban alborotados porque les habían dicho que los españoles irían a sus tierras “…a maloquearlos y prenderlos y enviarlos en los navíos fuera de esta tierra (…) poniéndoles mucho temor y miedo”79. Y sigue siendo tangible casi dos siglos después, en los vaticinios de las ancianas ranqueles que desaconsejaban al cacique Carripilum encontrarse con el virrey, “…porque siempre me anuncian ruina en mi ida a Buenos Aires, y ahora estas viejas de mi casa han soñado que me echarán al otro lado del mar” (de la Cruz, 1969, p. 282).
EL CONTINUUM DE VIOLENCIA EN EL CONTEXTO COLONIAL RIOPLATENSE
Las páginas que preceden ponen en evidencia la omnipresencia de la violencia en la situación colonial y la gran diversidad de sus manifestaciones, que fueron evolucionando con el tiempo. Si los conceptos de violencia física y violencias invisibles nos sirven para prestar atención a las formas de coerción menos aparentes que se disimulan tras los actos de crueldad más espectaculares, constatamos que esas facetas no se presentan como capas superpuestas fácilmente distinguibles sino como totalidad imbricada en un continuum donde un tipo de violencia suscita o justifica otro. La metáfora del iceberg es apropiada. En la parte sumergida del témpano se disimula la violencia estructural de las normas jurídicas que hicieron posible la conquista -bulas papales, capitulaciones, Requerimiento, Leyes de Indias, ordenanzas e instrucciones- y dieron forma a las instituciones formales y a las prácticas extralegales que concretaron el sometimiento y la explotación de las poblaciones originarias -encomienda, reducción, maloca, reparto, prisión, destierros-, fundadas en la discriminación entre categorías de sujetos con derechos desiguales. Si la violencia física hizo posible la implantación del orden colonial y su perduración en el tiempo, las condiciones de dislocación familiar, explotación, miseria, hacinamiento y malnutrición que fueron su consecuencia directa realimentaron una violencia estructural que afectó la supervivencia individual y colectiva de esos pueblos.
A esas violencias se añadían otras, derivadas del poder performativo de una ideología que consagraba la desigualdad deshumanizando a grupos definidos como “bárbaros” indómitos, de “…natural contrario a dejarse gobernar con política disposición”, que no “…tienen en lo racional más que tan solamente el aspecto de hombres, y en lo demás no se diferencian de los brutos”80. Violencia retórica de un discurso que preconizaba que los indios no se sujetarían “…mientras a fuerza de armas no los recogen todos de estas campañas y los reducen a una población (…) quitándoles los caballos y las ocasiones de hacer fuga”81. Nótese que, mientras para los hombres del siglo XVII el uso de la fuerza debía ser tanto punitivo como pedagógico -una herramienta destinada a doblegar la índole misma de pueblos obstinados en su amor a la libertad para hacer de ellos trabajadores dóciles-, a partir de mediados de la siguiente centuria el recurso a la violencia dejó de formularse como pedagógico para radicalizarse en una voluntad explícita de exterminio. Las circunstancias eran otras: por un lado, los grupos de las pampas respondían a la violencia colonial con agresiones contra las poblaciones cristianas; por otro, el avance de la frontera y la ocupación de nuevos territorios pasaron a ser objetivos más prioritarios que el control de la escurridiza mano de obra indígena. El fracaso de la experiencia misional jesuítica al sur de Buenos Aires (1740-1752) había desvanecido toda ilusión de conversión religiosa y de “reducción” a la vida sedentaria. Los indios libres de las pampas se convirtieron en obstáculo a eliminar. De las disposiciones expresas tomadas por personajes como el gobernador Bucarelli y Manuel Pinazo para “pasar a cuchillo” a grupos puntuales82 se pasó a una declarada intención de erradicar la población indígena mediante “…una entrada general dirigida a exterminarlos” y lograr “…la extinción de unos enemigos tan nocivos como inconstantes en la observancia de los Tratados de Paz y tan rebeldes como obstinados para reducirse a vida civil, política y cristiana”83. El discurso preparaba el terreno y acompañaba la acción. La violencia está en el texto mismo.
Notemos que el conflicto no se daba sólo entre cristianos e indígenas sino también entre grupos étnicos subalternos, potenciado por el consumo de alcohol. En 1622 el cabildo disponía que no se vendiera vino a los negros e indios en las pulperías “…por evitar los heridos y muertes que suceden sobre ello”. La prohibición no parece haber sido eficaz, ya que en 1640 se reiteraba que “…los negros e indios traen garrotes y cuchillos de día y de noche de que resultan muertes y daños”84. Un siglo más tarde, un informe del gobernador Domingo Ortiz de Rozas describía a los indios pampas de la reducción de la Concepción como “…gente vagabunda, inconstante, ingrata y muy dada a la embriaguez”, que “…conservan entre sí, según sus parcialidades, muchas enemistades, y odios que cuando están bebidos prorrumpen en pendencias y muertes”85. Es tarea compleja rastrear el origen de esas rivalidades, que podía ir de la pelea interpersonal a los ciclos de venganzas de sangre entre linajes hasta las guerras intertribales, algunas quizás preexistentes a la invasión europea, otras fomentadas por la situación colonial. Hemos mencionado que, en 1635, tras una agresión de indios serranos contra pampas reducidos cerca de Buenos Aires, el gobernador Dávila nombró a Amador Baez de Alpoim para requerir a los serranos y llevarlos a la ciudad con sus familias. Para ello, debía primero informarse “…y tomar lengua, así de los españoles (…) como de los indios, si tienen noticia dónde están los indios que vais a buscar”86. Desconocemos la causa del conflicto entre serranos y pampas y tampoco nos consta la presencia de auxiliares indígenas en esta maloca ni en las subsiguientes durante el siglo XVII, como no sea en condición de guías forzados87. A partir de la siguiente centuria, en cambio, hay registro de la participación como “indios amigos”88 de contingentes indígenas en varias expediciones españolas tierra adentro, así como de un notorio incremento de los conflictos intertribales, hábilmente manipulados por las autoridades coloniales89. Estos conflictos que enfrentaban a los nativos –violencia normalizada en términos de Bourgois y Hewlett (2012)- abonaban el estereotipo de gente bárbara y ruda que era necesario “amansar”.
La condena moral de los colonizadores hacia el modo de vida libre de los indios de las pampas y el discurso que la acompañaba terminaron haciendo mella en las representaciones que los indígenas tenían de sí mismos. Así, cuando el cacique Tubichaminí explicaba que dos tercios de sus indios se habían ido, sintiéndose engañados porque su trabajo no se les pagaba y molestos al ser tratados de “bellacos”, terminaba declarando que “…los que habían quedado lo habían hecho porque eran buenos indios”90, con lo cual asumía tácitamente la dicotomía “bellacos” versus “indios buenos” propuesta por sus opresores. Violencia simbólica, pues, implícita en las alianzas entre españoles y grupos de “indios amigos” que se comprometían a pelear contra “indios rebeldes”, “enemigos” e “infieles”. En 1745 el cacique pampa Calelián denunciaba que los caciques serranos “…le quieren matar haciéndole cargo de que por qué razón quería estar bien el dicho Calelian con el español y que los demás de ellos estuviesen mal”91: “estar bien” con el español pasó a ser el criterio determinante para grupos que procuraban posicionarse en el circuito comercial triangular que vinculaba a las sociedades originarias de Chile con Buenos Aires a través de los territorios indígenas pampeanos. Tras hacer las paces con Buenos Aires, el cacique Rafael Yatí expresaría su fidelidad a la alianza pactada en términos que reflejan una interiorización de las categorías coloniales: mientras que él y sus indios se decían “contentos con la paz”, el cacique afirmaba que “…en cuanto a los Aucaes que venían amenazando nuestras fronteras (…) su gente mató al Indio Malo que venía y ya se han dado a él y quieren las paces”, categorías que resuenan años más tarde en los avisos del cacique amigo Lepín -auca- a Manuel Pinazo acerca de la presencia cerca de la frontera de un grupo de “indios enemigos” y “…una tropilla de indios que fueron de un cacique malísimo que hubo en estas campañas llamado Calellán”92. Está claro que los grupos indígenas de las pampas tenían sus propias razones para pelear entre sí -control de recursos, sucesión de liderazgos, venganzas de sangre- pero también que la alianza con los españoles (o la alternativa inversa de hacerles la guerra) pasó a ser un elemento crucial para comprender las dinámicas de conflicto intertribal.
Valga hacer, por último, una salvedad que no por obvia debe ser desestimada: la índole misma del tema que he desarrollado me llevó a enfocar la mirada en los fenómenos violentos. Pero eso no equivale a sugerir que la violencia haya sido el único modo de interacción posible entre la sociedad colonial rioplatense y los pueblos originarios: indígenas e hispanocriollos se vincularon por el comercio, por las actividades rurales estacionales, por alianzas militares contra enemigos comunes, por visitas protocolares que eran ocasiones de intercambio de información, cortesías y regalos y por lazos de parentesco biológico y simbólico que generaban familiaridad y compromisos recíprocos. Algunos grupos nativos buscaron la protección de sus vecinos españoles y varios creyeron genuinamente que la fidelidad a la alianza con los cristianos los preservaría de la violencia colonial y aseguraría su supervivencia y bienestar93. Por cierto, la adopción de una política coherente de tratados y relaciones comerciales fluidas entre 1784 y 1820 demostró que una forma de convivencia pacífica era posible mientras se abriera el comercio, cesaran los malos tratos y se respetaran los liderazgos y la integridad territorial de los pueblos indígenas. Es decir, mientras las relaciones hispano-indígenas no se formularan en términos de situación colonial sino de relación entre pueblos soberanos. Pero el afán de ganar nuevas tierras para la ganadería, sumado a las convulsiones de las guerras de la independencia y a los conflictos civiles harían volar en pedazos el frágil equilibrio alcanzado, dando cabida nuevamente, a partir de la campaña del gobernador Martín Rodríguez en 1821, a un discurso y a una práctica promotoras del exterminio como solución definitiva al “problema del indio”.
CONCLUSIÓN
El enfoque propuesto en este artículo, al tener en cuenta tanto las expresiones puntuales o recurrentes de violencia física como el continuum de violencias invisibles que se desplegaron en la región bonaerense durante el período colonial, permite complejizar el cuadro resultante de la perspectiva que identifica violencia con guerra abierta y concibe las relaciones interétnicas en términos de “períodos de paz” versus “períodos de guerra”. Nuestro tratamiento del tema inscribe los episodios de conflicto en un marco más general, que ayuda a entender la naturaleza coercitiva de la situación colonial y permite aprehender las diferentes estrategias indígenas como otras tantas adaptaciones al contexto que ésta imponía.
Hemos podido mostrar que tanto las sangrientas campañas de reclutamiento de mano de obra como el régimen de explotación propio de la encomienda, la reclusión en reducciones, los trabajos forzados en condiciones de privación de libertad, los castigos corporales, las ejecuciones ejemplares, los destierros, el deterioro de las condiciones de vida en el espacio urbano, el empobrecimiento de la dieta, los malos tratos y amenazas y la aterradora vulnerabilidad ante enfermedades de mortalidad fulminante constituyeron la armazón brutal del sistema colonial y favorecieron la eclosión de otras formas de violencia entre grupos subalternos. Este marco coercitivo estaba presente en tiempos de guerra como en tiempos de paz y afectaba incluso a los indios libres de las pampas que bajaban a la ciudad a comerciar, a dar noticias de tierra adentro y a negociar paces en la capital, ocasiones en las que, según las circunstancias del momento, podían ser víctimas de la arbitraria voluntad de las autoridades de turno o volver a sus toldos portando sin saberlo algún germen devastador.
Las fuentes del período naturalizan la violencia colonial inscribiéndola en un aparato legal que consagra la desigualdad de derechos entre cristianos e infieles y justifica el recurso a la coerción como método válido para disciplinar y convertir a las poblaciones nativas, objetivos que se postulan como beneficiosos y deseables para los propios indios. Esta violencia estructural queda a menudo disimulada bajo lo que José Rabasa (op cit., p. 6) llama un “lenguaje de amor”, tan poderoso como “…modo de sujeción y de efectiva violencia” como el lenguaje de odio94. Es decir que las fuentes coloniales califican de modo positivo fenómenos que nuestra mirada contemporánea considera violentos. Cuando imponemos nuestras categorías analíticas e interpretativas a los hechos, somos conscientes de que no estamos trabajando con un concepto meramente descriptivo, sino que operamos un juicio ético que involucra nuestros propios valores morales (Naepels, op cit.). Esta delicada tarea no descansa meramente en nuestra subjetividad, sino en las descripciones de los acontecimientos, de las que intentamos en lo posible obtener comentarios valorativos de los contemporáneos y datos cuantificables acerca de indios reducidos a encomienda, muertos y cautivos en malocas, individuos, familias y grupos sometidos a destierro, trabajos forzados, prisión y/o castigos corporales, víctimas de epidemias y de violencia intertribal inducida por el consumo de alcohol, etc.
Las fuentes no dan la palabra a los actores indígenas y rara vez nos permiten conocer sus propias apreciaciones acerca de lo que vivían, pero revelan que la violencia colonial generó en las poblaciones nativas toda clase de reacciones que debemos leer como un discurso. Tales actitudes eran multiformes: para unos, el pánico y la impotencia llevaban a la resignación fatalista, a la búsqueda de amparo y al acomodamiento como “buenos indios” o “indios amigos” o bien a la huida, recurriendo en ocasiones al robo de caballos para facilitar el escape y dejar a pie a sus perseguidores. Otros manifestaban una voluntad de revancha que se limitó en un principio a la agresión contra vaqueros y troperos en los caminos y sólo en contados casos desembocó durante el siglo XVII en rebeliones anticoloniales, mientras que en el transcurso de la siguiente centuria dio paso a la guerra abierta y a las negociaciones diplomáticas como forma de imponer relaciones más equilibradas, que permitieran el canje de cautivos, favorecieran los intercambios comerciales y preservaran la autonomía política de las sociedades indígenas.
ABREVIACIONES
AECBA Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires
AGI Archivo General de Indias (Sevilla)
CODRHRP Colección de Obras y Documentos Relativos a la Historia del Río de la Plata, por Pedro de Ángelis
GGV Colección Gaspar García Viñas, Biblioteca Nacional
MET Colección de documentos del AGI en la biblioteca del Museo Etnográfico “Juan Bautista Ambrosetti”
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Villar, D. y Jiménez, J. F. (2010). “Seguros de no verse con necesidad de bastimentos”: violencia interétnica y manejo de recursos silvestres y domésticos en tierras de los Pehuenches (Aluminé, siglo XVII). Revista Española de Antropología Americana 40 (2), 95-123.
Villar, D.; Jiménez, J. F. y Alioto, S. L. (2015). La comunicación interétnica en las fronteras indígenas del Río de la Plata y sur de Chile, siglo XVIII. Latin American Research Review, 50 (3), 71-91.
Zizur, P. (1973) [1781]. Diario que yo don Pablo Zizur Primer Piloto de la Real Armada; boi á hacer desde la ciudad de Buenos Aires, hasta los establecimientos nuestros en la Costa Patagonica; por comicion del Excelentisimo Señor Virrey; a fin de conducir varios indios, y indias, para entregar al Cacique Lorenzo, tratar con éste, y sus aliados las pases, y inspeccionar la campaña. Revista del Archivo General de la Nación, 3, 67-115.
ANEXO N° 1
REFERENCIAS A EPIDEMIAS EN BUENOS AIRES 1600-167695
Fecha |
Descripción de las enfermedades |
1606 |
Gran epidemia, probablemente de viruela96 |
8.01.1608 15.01.1608 23.06.1608 28.06.1608 |
“…muchas enfermedades y pestes” han causado “gran mortandad de naturales” (se reitera el 21.06.1610, sin referencia explícita a nuevos brotes). |
24.03.1609 |
Una “pestilencia” afecta a ganados europeos y a indios que van en su busca. |
15.07.1617 |
Los naturales “se han acabado”. |
10.06.1620 |
“…hay mucha enfermedad entre españoles y indios”. |
25.05.1621 1.07.1621
20.07.1621 1621 |
“…hay mucha enfermedad de viruelas en esta ciudad y muere mucha gente” La ciudad está en gran necesidad “por haberse muerto de la peste (…) el servicio de negros e indios de los vecinos y moradores”. Entre mayo y julio se contaron más de 1000 muertos. Los indios de las reducciones de Bagual y Tubichaminí “por causa de la peste se han disparado por los campos”97. |
30.07.1625 |
La ciudad “falta de servicio de negros e indios por haberse muerto muchos”. |
7.05.1627 |
Van muriendo “muchos negros y españoles” por viruelas. |
30.10.1631 |
Hay “muertos de contagio” entre los indios de las chacras. |
18.06.1636 |
“…la peste ha muerto a mucha gente y otra está enferma en la ciudad”. |
3.03.1638 |
“…grandes enfermedades y plagas que hay”. |
15.09.1640 |
“…peste y enfermedad en Tucumán”, se teme que llegue a Buenos Aires. |
23.07.1642 |
Por tabardillo, calenturas y otras enfermedades contagiosas mueren “cantidad de personas”. |
1652 (12.01.1674) |
“contagio” que ocasionó falta de servicio y por esta causa la retirada del ganado manso de las estancias y su multiplicación en las campañas. |
4.12.1653 |
La provincia en estado miserable porque “el contagio se llevó la mayor parte del servicio esclavos e indios”. El gobernador Baygorri estima en unos 1500 el número de esclavos e indios muertos98. |
17.11.1660 |
Hay noticias de que vienen de Chile y Tucumán personas “…con peste y la ha padecido la gente que traen y los demás de las partes donde salen y (…) de dicha peste ha muerto muchísima gente por ser contagiosa”. |
12.07.1661 |
Ha cesado la “…peste general que ha padecido esta ciudad y servicio”. |
9.11.1673 |
Hay noticia de que “…corre contagio en las provincias del Tucumán”, por el que “…ha muerto mucha gente”. |
14.07.1674 |
Vienen carretas de ciudades de arriba con gente enferma “de contagio”. |
17.03.1675 2.12.1675 |
La república padece peste. Por la “mucha seca”, hay “algunas enfermedades”. |
21.05.1676
1676 |
Hay “enfermos de contagio”. El 1.12 se habla de “…la mucha gente que ha muerto en el contagio pasado”. La viruela afecta a indios reducidos “…con gran rigor después de haber muerto copiosa cantidad de ellos de todas edades y sexos”99. |
ANEXO N° 2
MALOCAS REALIZADAS POR VECINOS DE BUENOS AIRES EN SU JURISDICCIÓN, SIGLO XVII
Año |
Grupo Indíg. |
N° muertos |
Cautivos |
Fuente |
1604 |
Bagual y Capaquén |
3 caciques “y numerosos indios” |
212 |
Hux, 1993, p. 5 |
08.1607 |
Indios de las islas |
? |
? |
AECBA 1907, I, 2: 398 |
1610 |
¿Baguales?100; “yndios que halle levantados” |
- 20 |
- Cacique Baugual (sic) con 70 vasallos |
AECBA 1907, II, 2: 274; AGI Ch. 27, MET B.12 |
1613 |
“indios salteadores y rebeldes” |
? |
“se han preso y castigado” |
AECBA 1907, II, 2: 470 |
1615 |
Guaraníes a 7 leguas de Baradero |
? |
c. 200 |
AGI Ch. 27, MET C.10 |
1615 |
Tubichaminíes |
? |
Más de 200 |
AGI Ch. 27, MET C.10 |
E/1624 y 1631 |
Bagual |
? |
? |
AECBA 1909, VII, 5: 216 |
1633 |
Guaycurúes de Concepción del Bermejo |
? |
? |
AECBA 1909, VII, 5: 377 |
1634 |
Guaycurúes del Bermejo |
? |
? |
AECBA 1909, VII, 5: 422 |
1635 |
Serranos |
? |
? |
Col. Mata Linares, XI |
1636 |
“indios alterados salteadores y fugitivos” |
?
|
“prendió cantidad de ellos”
|
AECBA 1911, VIII, 5: 145 |
? |
Indios del curaca Moturo |
“degolló y mató muchos” |
“le prendió y a otros” |
AECBA 1911, VIII, 5: 462 |
1639 |
Caracaras y calchaquíes de Santa Fe |
? |
? |
AECBA 1911, VIII, 5: 424 |
04.1663 |
Serranos y Pampas |
50 o 60, “sin los que perecieron ahogados” |
18 varones, 132 de chusma |
AGI Ch. 122, MET E.4 |
05.1675101 |
Pampas a 30 o 40 leguas de Bs. As. |
- |
800? |
AGI Ch. 283, MET F.6 |
11.1677 |
Pampas “hacia Melincué” |
? |
113102 |
AGI Ch. 284, MET F.5 |
12.1680 |
Pampas sujetos a Buenos Aires |
10 arcabuceados, 40-50 en combate |
5 hombres 50 de chusma |
AGI Ch. 60, MET G. 15 y G.16 |
1686 |
Pampas serranos |
? |
200 |
AGI Ch. 283, MET G.29 |
NOTAS:
1 Este trabajo profundiza un aspecto –la violencia colonial- de la temática abordada en la ponencia “De la maloca al malón. Las formas de la violencia interétnica y sus representaciones en el ámbito rioplatense (siglos XVI-XVIII)”, presentada en las XVI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, que tuvieron lugar en Mar del Plata del 9 al 11 de agosto de 2017. El segundo aspecto, la violencia indígena, fue desarrollado en un artículo autónomo pero complementario del que aquí se presenta (Roulet, 2018).
2 En ésta, como en las demás citas de textos escritos en inglés o francés, la traducción es mía. Kristine Jones matiza de manera contradictoria esta afirmación. Mientras por un lado admite que durante la centuria que siguió a la segunda fundación de Buenos Aires las relaciones de los nativos con los colonizadores eran con frecuencia “…encuentros comerciales pacíficos”, evocando negociantes pampas que vendían sus productos en los mercados coloniales (Jones, 1999, pp. 150, 156) –un fenómeno que sólo se verificaría en realidad en la segunda mitad de la centuria siguiente-, sostiene por el otro que “el comercio y las razzias indígenas” (traiding and raiding) “…aumentaron en las pampas argentinas durante el siglo XVII” (1999, p. 165) a raíz de las actividades de caza y comercio de los araucanos al este de la cordillera y sus alianzas con tribus pampas y tehuelches. El conflicto se explicaría, así, como mera competencia por recursos en el marco de la “araucanización de las pampas”.
3 Mientras que en un primer trabajo Mandrini insinúa que el asalto indígena de noviembre de 1740 contra la Magdalena se debería a profundas transformaciones económicas y sociopolíticas de sociedades que se reorientaban hacia el “saqueo y pillaje de las fronteras” (Mandrini, 2008, pp. 223-225), en un artículo posterior lo atribuye con razón a una venganza por una masacre previa, introduciendo la violencia colonial como variable explicativa de la hostilidad indígena, aunque sin abandonar del todo la idea de que “…la guerra (…) había surgido de la mayor proximidad y de una creciente competencia por los recursos ganaderos” (Mandrini, 2014, pp. 142, 148). Vemos así cómo coexisten en un mismo autor marcos interpretativos diferentes para dar cuenta de un mismo hecho.
4 Retomando la clásica definición de Georges Balandier (1951, p. 36), entendemos por situación colonial “…la dominación impuesta a una mayoría autóctona materialmente inferior por una minoría extranjera, racialmente (o étnicamente) y culturalmente diferente, en nombre de una superioridad racial (o étnica) y cultural, afirmada dogmáticamente. Esta dominación pone en relación civilizaciones radicalmente heterogéneas (…) y presenta un carácter antagónico básico, que se explica por el rol de instrumento al que es condenada la sociedad colonizada. Para mantener su dominación, la sociedad colonial se ve en la necesidad de recurrir no sólo a la fuerza, sino también a un sistema de pseudo-justificaciones y a comportamientos estereotipados”. Balandier ve la situación colonial como “… un contexto preciso” que “…impone un cierto tipo de evolución a las poblaciones sometidas” y “…actúa en tanto que totalidad” (Ibid., pp. 6, 7). Encuentro esa misma noción de totalidad –con un énfasis diferente- en la afirmación de Raphaëlle Branche, quien ve la violencia colonial como “una relación estructural” en la cual la situación desigual de los actores (y el consiguiente sesgo de las fuentes) están presentes ab initio (Branche, 2010, p. 8, énfasis de la autora).
5 Los trabajos pioneros de Leonardo León Solís sobre la violencia indígena en sus variantes anticolonial e intertribal generaron un relativo consenso académico acerca de una intensa actividad “maloquera” (entendiendo las “malocas” como “invasiones” contra las estancias y haciendas hispanocriollas) en las fronteras rioplatenses durante el siglo XVIII, que habría alcanzado su clímax en la década de 1780 (León Solís, 1986, 1987, 1991). Sus protagonistas principales habrían sido indígenas oriundos de Chile, aliados con grupos locales. Aquellos habrían protagonizado una transición “del pastor-agricultor al cazador y luego al maloquero” reemplazando su “ethos guerrero” por un “afán del saqueo, del cautiverio de mujeres y, por sobre todo, del robo de miles de cabezas de ganados”. La maloca se convirtió en “empresa económica” regular que dejaba tras de sí “un rastro de destrucción” (León Solís, 1991, pp. 61-62). Una interpretación diferente fue propuesta por Eduardo Crivelli Montero, quien entendió al malón como hecho bélico e interpretó los asaltos de los años 1780 y 1783 contra la frontera bonaerense como “…acciones de guerra, enderezadas a reabrir el comercio con la capital y, de manera general, a cambiar la estructura de las relaciones con el mundo colonial” (Crivelli Montero, 1991, p. 8). Tras señalar que “…la importancia de los malones a dependencias fronterizas en la segunda mitad del siglo XVIII” fue sobredimensionada y que las hostilidades indígenas tomaban la forma menos espectacular de asaltos a las arrias de mulas y caravanas de viajeros que circulaban entre Buenos Aires y Mendoza, Daniel Villar y Juan F. Jiménez (2000, p. 698) sugieren que, en ciertos casos, la conflictividad indígena era acicateada por las pretensiones de liderazgo de algunos lonkos mapuches que contaban con redes de aliados entre linajes cordilleranos y transcordilleranos. Esa violencia tenía por objetivo la obtención de bienes de prestigio que constituían una materialización ideológica, es decir, una expresión visible del éxito y la excelencia guerrera de quien los exhibía. Mientras se afianzaba en la Araucanía una tendencia a concentrar el poder en manos de un número restringido de linajes legitimados por el poder colonial (los ulmenes), los individuos y linajes disconformes encontraban en las pampas una válvula de escape para construir poder a partir de una política de enfrentamiento con los españoles. Estos “caciques aukas” (rebeldes) veían en la guerra y el saqueo la posibilidad de acumular bienes de prestigio y saldar los desequilibrios causados por los agravios recibidos de los cristianos (Villar y Jiménez, 2003). Más recientemente, Florencia Carlón concluyó que el movimiento de indígenas chilenos hacia las pampas en el siglo XVIII no se tradujo en malones de esos grupos contra las fronteras sino “…en un incremento de la conflictividad al interior del mundo indígena” y en variados procesos de etnogénesis. Los casos documentados de malones indígenas tendrían como causa “…la captura o el asesinato de algún miembro del linaje o parcialidad aliada y o emparentada”, en una lógica de venganza por agravios (Carlón, 2014, pp. 42, 31). Mi propio trabajo (Roulet, 2018) procura identificar en qué consistieron los actos calificados por las tempranas fuentes coloniales con términos que denotan violencia (“insultos”, “hostilidades”, “levantamientos”, “daños”, etc.) y propone adoptar la distinción hecha por Guillaume Boccara (1998b, p. 113) entre el malón -una razzia con fines de enriquecimiento, que elude el combate frontal y busca pillar los bienes del enemigo- y el weichán o guerra propiamente dicha, que busca vengar agravios, requiere de la anuencia y las capacidades organizativas de grandes caciques y suele reunir a guerreros de distintos grupos étnicos con el fin de infligir el mayor daño posible al contrincante, matando hombres adultos y cautivando mujeres y niños. Otros estudios –focalizados en el siglo XIX- abordan los malones y su contracara, las expediciones militares cristianas contra las tolderías, como prácticas cotidianas de sociabilidad de frontera, con sentidos tanto políticos como económicos (véanse los artículos reunidos en De Jong, 2016).
6 Leonardo León Solís analizó con dos colegas chilenos los proyectos elaborados durante la gestión borbónica en Chile y el Río de la Plata para “exterminar el sistema de malocas” mediante una campaña ofensiva, de “inspiración reconquistadora” que penetraría en territorio indígena para acabar con “…la impunidad que hasta allí gozaron los guerreros de Arauco y sus aliados” y “…defender la integridad territorial de la monarquía en el cono sur americano”, bajo la premisa de que “…en las Pampas solamente la guerra despiadada podía poner fin a la brutalidad del malón”. Estos proyectos se concretaron en 1784 con la primera campaña combinada “…contra el malón”, de éxito muy relativo, alentando aventuras personales de resultados catastróficos, como la de Juan de la Piedra en 1785. “En estos momentos de aparente victoria, no se buscaba ni el consenso ni el compromiso, sino el exterminio”. Pero -concluyen los autores- “…en la sangrienta guerra del malón contra el malón, los europeos solamente podían cosechar derrotas” (León Solís et al., 1997, pp. 15, 18, 28, 37, 50, 53, 57). En síntesis, la violencia del Estado colonial no sería sino una respuesta tardía e incompleta a la violencia del malón. Distanciándose de esta explícita apología del contra-malón, algunos trabajos han procurado examinar el recurso alternativo a la diplomacia y a la guerra por parte de ciertos funcionarios coloniales en el tardío siglo XVIII y la eficacia relativa de cada uno de esos métodos (Roulet, 2002; Alioto, 2014a; Nacuzzi, 2015). Un abordaje más global del tema fue recientemente propuesto por Juan Francisco Jiménez, Daniel Villar y Sebastián Alioto, quienes inauguran los estudios acerca de “…las prácticas violentas cometidas por agentes gubernamentales contra las naciones indias de las pampas” identificando los rasgos distintivos de las “recurrentes” y “periódicas” masacres de indios a partir de la segunda fundación de Buenos Aires (cf. Jiménez, Alioto y Villar, 2017, pp. 128-129). Los mismos investigadores han analizado la violencia estatal en Chile en tiempos de la Guerra a Muerte y la política de exterminio dirigida hacia los ranqueles por el gobernador Rosas (Jiménez, Villar y Alioto, 2012 y 2015). Por último, los trabajos recientes acerca de las prácticas violentas del Estado y la sociedad civil argentinos hacia los pueblos originarios son obra de un colectivo de investigadores que estudia las campañas de sometimiento de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, así como la impronta que dejaron en la memoria indígena, identificando modalidades de asesinato masivo, de deportación, concentración, reparto, dislocación de comunidades y familias, así como de incorporación forzada en condiciones de excepción, conjunto de prácticas tipificadas como genocidio (cf., entre otros, Delrio, 2005 y los trabajos reunidos en Delrio et al., 2018).
7 Para una discusión crítica del concepto de violencia y las categorías propuestas, véanse Naepels (op cit.) y Crettiez (2008).
8 Franz Fanon ya había señalado que, ante la violencia de la condición colonial, el colonizado vive en una situación de tensión muscular permanente que se libera periódicamente en explosiones sangrientas: peleas interpersonales, venganzas y luchas tribales que son formas de “autodestrucción colectiva” (Fanon, 2011, pp. 464-465).
9 Uso la noción de “zonas de contacto” como “…espacios sociales en los que culturas dispares se encuentran, chocan y se enfrentan, a menudo en relaciones de dominación y subordinación fuertemente asimétricas” desarrollada por Mary Louise Pratt (1997, pp. 20-22) para subrayar el carácter histórico de la frontera, concepto que sería anacrónico usar en la región rioplatense antes de mediados del siglo XVIII (cf. Roulet, 2006).
10 No es mi pretensión explicar los mecanismos de la conquista sino historiar las múltiples prácticas coercitivas dirigidas hacia la población nativa con el objeto de someterla, controlarla, atemorizarla, reducir su movilidad, explotar su fuerza de trabajo, castigar sus intentos de resistencia, limitar su autonomía política, amedrentar a sus líderes y fomentar disensiones entre grupos étnicos. Estas prácticas eran “…percibidas por los nativos como daños que reclamaban venganza y reparación” (Jiménez, Alioto y Villar, 2017, p. 133).
11 Sobre los indios llevados a la península, cf. Información levantada en Sevilla para averiguar los indios que Diego García y Sebastián Caboto habían llevado a España desde el Río de la Plata. Sevilla, 4.12.1530, en Medina 1908, II, pp. 172-179; las declaraciones de Caboto en Información hecha por la Contratación, luego que llegó la Armada de Sebastián Caboto, acerca de todo lo ocurrido en el viaje. Sevilla, 28.07.1530, en GGV 20/679. En todas las citas documentales he modernizado la ortografía, sin cambiar los etnónimos, nombres propios ni de lugar.
12 Acuerdo del 21.06.1610, AECBA, 1907, II, Libro 2, p. 266.
13 En 1589 el procurador de la ciudad afirmaba que “…están los indios alzados y rebelados, y es menester correr la tierra y conquistarla”; unos meses más tarde se reitera la necesidad de “…conquistar los indios rebelados que están en la dicha tierra” (Acuerdos del 20.04.1589 y del 16.10.1589, AECBA, 1907, t. I, L. I, pp. 24-25 y 51). En 1599, Antonio Arias de Rivadeneyra condujo un ataque contra indígenas en la sierra de Tandil que culminó en una masacre: 170 hombres muertos y otras tantas mujeres y niños distribuidos entre los asaltantes (Jiménez, Alioto y Villar, 2017).
14 La ocurrencia más antigua del término “maloca” en las actas del Cabildo de Buenos Aires figura en un auto de la Audiencia de Charcas del 9.12.1599 leído en la sesión del 24.01.1628 (AECBA, 1908, VI, L. 4, p. 396). La más tardía es una prohibición reiterada el 22.07.1741 (AECBA, 1930, Serie II, VIII, L. 24, p. 289).
15 Álvaro Jara consigna las sucesivas transformaciones del término, que describía en un principio asaltos de indios a indios y más tarde de españoles a indios, significado que quedó registrado en el Diccionario de la Real Academia como “…invasión en tierra de indios, con pillaje y exterminio” (Jara, 1981, pp. 144-145). En el último tercio del siglo XVIII se lo usaría preferentemente para nombrar asaltos de indios contra españoles.
16 Acuerdos del 20.08.1607 y del 27.08.1607, AECBA, 1907, t. I, L. II, pp. 398, 401.
17 En 1607 el Cabildo de Buenos Aires dispone “…que ningún yanacona salga afuera de esta ciudad un cuarto de legua si no fuere con siendo de día con cédula de tal su encomendero y el que fuere hallado de noche por cualquier persona se traiga preso y entregarlo a la Real Justicia y se les quite el caballo que así llevare y vestido” (Acuerdo del 15.01.1607, AECBA, 1907, t. I, L. II, pp. 315-316).
18 Carta del gobernador Diego de Góngora al Rey. Buenos Aires, 2.03.1620, AGI Charcas 27, MET C.10. A estas tres reducciones se sumarían más tarde el pueblo de indios guasunambís -entre los ríos de las Conchas y Luján-, el de Paycaraví, junto al Paraná de las Palmas, y el de Caguané, que se irían despoblando hacia mediados de siglo (cf. Información hecha por el protector general de los naturales de Santa Fe en 1682, AGI Charcas 131, MET G.11) y las reducciones de los vilachichis (1665) y de Santa Cruz de los Quilmes (1666), esta última integrada por familias de indios Quilmes y acalianes deportados desde los valles calchaquíes (Birocco, 2009, p. 86).
19 Propuesta del Procurador General Francisco de Manzanares en el acuerdo del 30.06.1615, AECBA, 1908, t. III, p. 236; Acuerdo del 15.07.1617, AECBA, 1908, t. III, L. III, p. 456) y Carta del gobernador Diego de Góngora al Rey. Buenos Aires, 2.03.1620, AGI Charcas 27, MET C.10. Los indios reducidos también eran empleados en la siega del trigo (Acuerdo del 9.12.1620, AECBA, 1908, t. IV, L. III, p. 451).
20 Acuerdo del 16.02.1628, AECBA, 1908, t. VI, L. IV, p. 419.
21 En un informe acerca de su gestión, el gobernador Francisco de Céspedes declaró ante el cabildo que “…redujo a paz quietud y obediencia al Cacique Bagual y a sus indios que estaban alterados y levantados”, y mencionó que “…habían sucedido muchos robos y otros daños por los caminos y quedaron seguros y lo han estado hasta hoy (…) yendo uno solo sin recibir daño de indios no pudiendo en el tiempo atrasado caminar sin escolta” (Acuerdo del 30.07.1631, AECBA, 1909, t. VII, L. V, p. 216). En 1635, el gobernador Pedro Esteban Dávila ordenaba al capitán Amador Baez de Alpoin salir a buscar “…todos los indios que andan derramados por esas Pampas, traerlos a sus Reducciones, trayéndolos primero ante mí” (Instrucción del 8.10.1635, Colección Mata Linares, t. XI).
22 En 1659, como respuesta al “…daño que los indios serranos hacen en las estancias de la jurisdicción”, el cabildo proponía amonestar a los serranos “…que se retiren a sus tierras y natural y que no pasen de esta banda del dicho Río Saladillo pena que serán castigados” y requerir “…a la nación de los indios Tubichaminíes” -quienes estaban “…congregados con los dichos serranos”- para “…que se recojan a su Reducción como estaban de antes para que sean doctrinados para que se excusen los daños que hacen por las dichas estancias” (Acuerdo del 6.02.1659, AECBA, 1914, t. XI, L. VII, pp. 103-104). Aunque con ligeros matices semánticos, los verbos “amonestar” -“…aconsejar, rogar, requerir, advertir persuadiendo”- y “requerir” -“…intimar, avisar o hacer saber alguna cosa con autoridad pública”- (Real Academia Española, 1726, I y 1735, V), son usados como sinónimos. El texto sugiere un mayor grado de coerción aplicado a los pampas tubichaminíes –previamente sometidos a encomienda y forzados a retornar a sus reducciones- que a los serranos, hasta entonces libres: “…y que el dicho Requerimiento se entienda solo con los indios serranos que nunca han sido reducidos y no con los que hubiere entre ellos encomendados a vecinos de esta dicha ciudad” (AECBA, 1914, L. VII, p. 104).
23 Carta del gobernador Alonso Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, AGI Charcas 122, MET E.4.
24 Carta de Gregorio Suárez Cordero a la reina, 1.09.1673, AGI Charcas 283, MET E.15.
25 Carta del obispo Antonio Azcona e Imbert al rey, 11.01.1683, AGI Charcas 137, MET G.14.
26 Carta del gobernador Andrés de Robles al Rey. Buenos Aires, 24.05.1678, AGI Charcas 283, MET F.6. A mediados del siglo XVIII, el jesuita Cardiel denunciaría lo mismo: “…los indios que viven entre españoles, así de encomienda como otros, son tratados con vilipendio; los tienen muy atareados, sujetos al trabajo y al castigo, además de esto, pobres y desdichados por lo común” (Cardiel, 1956, p. 154).
27 Título de nombramiento de Juan Ramírez de Arellano como Protector General de Naturales, 3.10.1663, AECBA, 1914, t. XII, L. VII, p. 19.
28 Carta del gobernador Andrés de Robles al rey, 24.05.1678, AGI Charcas 283, MET F.6. Salvo indicación contraria, el destacado en las citas textuales es mío. Véase en las actas capitulares del 10.12.1675 y del 1.12.1676 el recurso habitual a la mano de obra de indios pampas y serranos en las vaquerías y cosechas, AECBA, 1916, XIV, L. 9; libro 10, p. 384.
29 Carta del cabildo de Buenos Aires al rey, 3.10.1634, AECBA, 1909, VII, L. 5, pp. 430-431 y 422. El argumento de que algunas encomiendas no tenían sino cuatro indios, aparece ya el 5.07.1610 (AECBA, 1907, II, L. 2, p. 273).
30 Sobre las epidemias como una manifestación de violencia estructural, véase Farmer et al. (2006). Sobre el tema del impacto de la viruela entre los indios, véanse Jiménez y Alioto (2013, 2017). Estos investigadores se interesan por el modo en que la viruela afectó a las poblaciones nativas de la región pampeana y norpatagónica sujetas a prácticas de confinamiento forzado en cárceles y campos de concentración en las décadas de 1780 y 1880, mostrando que dichas prácticas aplicadas a prisioneros de guerra en ambos momentos históricos facilitaron el contagio y agravaron los efectos negativos de las campañas militares.
31 Información del Procurador General de Buenos Aires Mateo Degrado, 28.08.1621, AGI Charcas 33, MET C.13; acuerdo del 20.07.1621, AECBA, 1908, V, L. 3, p. 86.
Diego de Góngora, Relación de lo hecho en visita general de la provincia, 1622, AGI Charcas 27, MET C.14.
33 Memorial de Bernardo Gayoso, 22.10.1675; auto del gobernador Martínez de Salazar, 12.01.1674 y apelación del Cabildo el 15.01.1674, AECBA 1926, XIV, L. 9, pp. 673, 87-88, 92.
34 Acuerdo del 1.02.1726, AECBA, 1928, Serie II, V, L.19, p. 577.
35 Oficio del gobernador Andrés de Robles al rey. Buenos Aires, 24.05.1678. AGI Charcas 283, MET F.6.
36 La primera referencia a indios serranos aparece en una orden del gobernador Pedro Esteban Dávila al capitán Amador Baez de Alpoim en 1635 para requerir a unos indios “…de nación Serranos de mi Gobierno” (es decir, oriundos de territorios que Dávila consideraba como formando parte de la jurisdicción de Buenos Aires) y ordenarles “…se vengan con vos a esta dicha Ciudad y no queriéndolo hacer, tomando las armas, poniéndose en defensa para prenderlos, os defenderéis hasta que tenga efecto su prisión, con sus mujeres e hijos y la chusma que tuvieren, a los cuales trayéndolos, haréis buen tratamiento” (Orden del 6.10.1635, Colección Mata Linares XI). La invocación formal al “buen tratamiento” y la enunciación retórica de la agresión como un acto de defensa no alcanzan a atenuar la violencia explícita del Requerimiento. En 1659 se menciona, como vimos, a indios serranos congregados con tubichaminís en el río Saladillo, y al año siguiente se decide “…castigar los indios pampas y serranos que hay noticias están alterados y han muerto dos hombres”, cometido que se encargó al alcalde de Santa Hermandad Domingo Moreno. Dos años más tarde, éste se presentó ante el cabildo con los caciques Juan Catu y don Pedro, que tenían “…más de doscientos indios serranos a ellos sujetos y algunos tubichaminis” y venían “…a dar la obediencia a su majestad y al señor Gobernador”, a cambio de lo cual se les prometió “…buen tratamiento, doctrina y enseñanza”, asentándolos en “…la laguna que llaman Cuculo doce leguas de esta ciudad” (Acuerdos del 30.12.1660 y del 24.03.1662, AECBA, 1914, t. XI, L. VII, pp. 186, 336-337). Al año siguiente, el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta ordenó una batida contra indios “serranos y pampas” que terminó en una masacre, porque “…el principal cuerpo de estos agresores no quiso oír los requerimientos y protestas que se le hicieron”. Se capturaron 18 hombres adultos y 132 “piezas de su chusma y familias”, con las que se formaron dos reducciones (Carta de Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, AGI Charcas 122, MET E. 4). Estas son las primeras menciones que tenemos de indios serranos encomendados en Buenos Aires.
37 Carta del gobernador Andrés de Robles al Rey. Buenos Aires, 24.05.1678, AGI Charcas 283, MET F.6. Entre los “pampas” se cuentan 35 chanás del Baradero, 38 tubichaminís, 29 caguanés (los Cahuanies de Lozano), 25 vilachichis y 4 baguales.
38 Padrón de indios de Santiago de Baradero, 23.08.1688, AGI Charcas 282, MET H.2.
39 Petición del capitán Diego López Camelo al gobernador Juan de Valdez Inclán, 3.06.1705, AGI Charcas 255, MET H.18.
40 Papel del padre Bartolomé Jiménez a Francisco Castejón del Consejo Real de Indias, 14.02.1717, AGI Charcas 382, MET I.4.
41 Acuerdos del 21.06.1610 y del 7.06.1611, AECBA, 1907, II, L. 2, pp. 266 y 362; del 30.06.1615, AECBA, 1908, III, L. 3, p. 236; instrucciones al procurador General ante la corte, 15.07.1617, ibid., p. 456.
42 Esta forma de servidumbre indígena difería de la esclavitud en el hecho de que las piezas capturadas no podían ser vendidas, trocadas ni enajenadas y en que se la suponía limitada en el tiempo (Carta de Alonso Mercado y Villacorta al rey, 22.06.1663, AGI Charcas 122, MET E.5). Pero consta que las compraventas existían (cf. Furlong, 1933, p. 21, citando una carta del P. Torres al rey del 14.09.1610 en la que denuncia una maloca de la ciudad de Córdoba “…de que se han traído 212 piezas de Indios y se van vendiendo y trocando como bestias, dejando también muertos algunos sin razón ni causa alguna…”).
43 “Instrucción para componer las conciencias de los encomenderos, después de las ordenanzas del Visitador”, s/f, Colección Mata Linares, tomo XI, pp. 110-114; Acuerdo del 12.11.1643, AECBA, 1911, IX, L. 6, p. 385.
44 Cf., entre muchas otras, la petición del capitán Diego de Vega (Acuerdo del 12.07.1610, AECBA, 1907, II, L. 2, p. 275) y los Autos en testimonio de la merced de la encomienda de indios Tubichaminís y Serranos hecha al capitán Alonso Guerrero de Ayala, 2.09.1687, AGI Charchas 105, MET G.34.
45 Remontándose a 1660, la acusación incluía tácitamente a los dos españoles muertos aquel año por “indios pampas y serranos” (que dio motivo a la maloca de 1663 mencionada en nota 36), pero aludía más directamente al asesinato, en mayo de 1678, de los capitanes Ignacio y Cristóbal Ponce de León -encomenderos- y de un tal Luis de Velazco por los indios serranos de su encomienda (Carta del gobernador Alonso Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, AGI Charcas 122, MET E. 4; Acta del 16.05.1678, AECBA, 1917, XV, t. 10, p. 214), cuando se encontraban en el campo trabajando en la faena de corambre, según carta de varios vecinos de Buenos Aires al rey, el 20.07.1678 (Colección de Manuscritos Gondra, Gondra Doc, MG 1215). El entonces gobernador Andrés de Robles había invocado poco antes la necesidad de aliviar a “estos miserables por la opresión de sus encomenderos” (carta de Andrés de Robles al rey, 20.04.1678, AGI Charcas 284, MET F. 5) y aseguraba “…que los hurtos de los caballos han sido a sus encomenderos y a quien han servido y no les han pagado su trabajo” (carta al rey, 24.05.1678, AGI Charcas 283, MET F.6).
46 Nótese que Juan de San Martín y Humanes era sobrino de Isabel de Humanes, viuda de Rodrigo Ponce de León, uno de los encomenderos muertos en 1678 por “sus” encomendados. Este parentesco político podría explicar en parte el ensañamiento de Juan de San Martín con los indios.
47 El inicio de las hostilidades en la maloca de abril de 1663 fue descrito del mismo modo: los indios sorprendidos por los asaltantes, “rompiendo la guerra por su parte, dieron justificado fundamento al castigo que experimentaron…” (Carta de Alonso Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, en AGI Charcas 122, MET E. 4).
48 “Autos sobre el repartimiento de 60 piezas de indios de todos sexos entre los soldados y vecinos de aquel puerto de los que se habían cogido en la maloca que Juan de San Martín hizo el año de 680”. Oficio del gobernador Joseph de Herrera al rey, 10.12.1686, AGI Charcas 282, MET G.31. Como lo señalan Jiménez, Alioto y Villar (2017, pp. 148-149) el reparto definitivo de la chusma capturada refleja la imposición del desmembramiento familiar, no pudiendo las madres conservar a su lado sino al hijo menor.
49 Cartas de Sebastián Cabral de Ayala y de Alonso Guerrero de Ayala. Buenos Aires, 25.01.1683, AGI Charcas 60, MET G. 15 y G. 16. Este relato tampoco es desinteresado: al abandonar a Juan de San Martín, los encomenderos no habían actuado por mera filantropía sino conscientes de las reacciones que generaría la maloca en sus indios encomendados. En efecto, luego del asesinato de los hermanos Ponce de León, el gobernador Andrés de Robles había ordenado que sólo se persiguiera a los indios culpables del delito, previniendo que “los demás indios están quietos y sosegados en sus reducciones y sin complicación en el delito y no se puede hacer con ellos demostración porque será ponerlos en fuga por el miedo del castigo” (Acuerdo del 25.05.1678, AECBA, t. XV, L. X, p. 217). Era de prever que ésa fuera la respuesta de los pampas domésticos a la masacre de sus parientes. Por otro lado, las cartas de idéntico tenor, escritas dos años después de la maloca, indican que sus autores acordaron su contenido esperando evitar sanciones por haber desobedecido a San Martín.
50 Las instrucciones que llevaba Juan de San Martín le ordenaban “…informarse de los indios ladinos que lleva y le pareciere llevar por guías, qué género de parcialidades se hallan culpadas en estos excesos y qué caciques o indios conocidos son los principales agresores” (Autos remitidos por José de Herrera al rey, 10.12.1686, AGI Charcas 282, MET G.31).
51 En una maloca anterior, “…la chusma y familias apresadas” fueron repartidas entre oficiales, soldados “…y entre las iglesias pobres y religiones” para tenerlas en servidumbre por el lapso de seis años (Carta de Alonso Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, AGI Charcas 122, MET E.4).
52 Carta de Gregorio Suárez Cordero al rey. Buenos Aires, 1.09.1673, AGI Charcas 283, MET E.15. Casi ocho décadas más tarde, un misionero jesuita opinaba que “…no se han de convertir estas naciones puramente por amor, sino que a éste ha de acompañar algún temor” (carta al padre Juan de Montenegro, 23.07.1751, en Sánchez Labrador, 1936, p. 163). Del mismo parecer eran notorios personajes de la frontera bonaerense en el siglo XVIII, como el teniente de rey Diego de Salas, según quien “…la piedad y amor tiene menos influjo en su ilustración que el rigor de la guerra” (Parecer sobre el pedido de paces del cacique Lincopagni. Buenos Aires, 7.12.1779, en Oficio del virrey Vértiz a José de Gálvez. Buenos Aires, 24.10.1780, AGI Buenos Aires 60, MET J.25).
53 En 1686 el gobernador ordenó una maloca contra pampas y serranos acusados de hacer “hostilidades y robos” para “…ponerlos en algún temor y que sirviese para otros de escarmiento” (carta de Joseph de Herrera y Sotomayor al rey. Buenos Aires, 5.12.1686, AGI Charcas 283, MET G.29). Como vimos, la maloca de 1663 contra serranos y pampas había invocado “…la muerte de dos españoles que hicieron a ocho leguas de esta Ciudad [en 1660], la de otro que ejecutaron saliendo a una tropa de carretas (…) y diferentes delitos y salteamientos que usaban por los caminos y las campañas” (Carta de Alonso de Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, AGI Charcas 122, MET E.4). Las malocas no golpeaban a los autores del delito sino al primer grupo indígena que encontraban.
54 Cartas de Sebastián Cabral de Ayala y de Alonso Guerrero de Ayala, fechadas en Buenos Aires el 25.01.1683, AGI Charcas 60, MET G.15 y G.16.
55 El término “maloca” reaparece varias décadas más tarde, esta vez con el sentido de incursión indígena contra población cristiana. Así lo usa Juan Antonio Hernández al hablar de los indios del río Colorado, “…cuando vienen a estos [campos] a hacer sus malocas y demás insultos a nuestras pampas y terrenos” (carta al virrey, Rojas, 15.07.1779, AGN IX, 1-5-1).
56 La cárcel era indisociable del uso de grillos y cadenas y de la práctica de la tortura, como lo revela la puesta en funciones del Alguacil Mayor Cristóbal de Rivadeneira, quien recibió como prisiones “…seis pares de grillos; dos cadenas; un cepo y un potro de dar tormento” (Acuerdo del 21.06.1714, AECBA, 1926, Serie II, III, L.16, p. 64).
57 Véase el “Bando sobre los Borrachos” publicado en 1678 por el gobernador Andrés de Robles quien, para combatir la embriaguez entre los indios, ordenaba llevar a la cárcel pública a todo indio borracho “…donde estará preso hasta que se le quite la embriaguez y quitada se le darán veinte azotes en el rollo por la primera, y a la segunda cincuenta y dos meses de prisión en este fuerte trabajando en las obras de él” (AECBA, 1917, XV, L. 10, p. 189). Las mujeres también podían ser encarceladas, según lo dispuesto en 1665 por el gobernador Martínez de Salazar como pena para los indios que no acudieren a la enseñanza de la doctrina: “Vendrán a trabajar un día a las obras del fuerte los indios y las indias un día de prisión en la cárcel” (AECBA, 1914, XII, L. 7, p. 240).
58 Parecer del teniente Juan Gerónimo de la Cruz, 10.11.1680, en “Autos sobre el repartimiento de 60 piezas de indios de todos sexos entre los soldados y vecinos de aquel puerto de los que se habían cogido en la maloca que Juan de San Martín hizo el año de 680”, AGI Charcas 282, MET G.31.
59 Dictamen de don Manuel Pinazo, 5.09.1783, AGN IX, 1-7-4.
60 La Ranchería, un edificio destinado a albergar a los indios que bajaban a comerciar o a llevar noticias a la capital, se transformó en lugar de detención preventiva. Así, por ejemplo, cuando el comandante de la guardia del Zanjón recibió una embajada indígena mientras se planificaba una campaña al río Colorado entretuvo a los indios dos días para que no sospecharan y escribió: “Aquí no hay forma de asegurarlos. La centinela puede defectuar y escaparse alguno”, por lo que sugería “…asegurar estos indios en la Ranchería” (oficio de Juan de Mier al Gobernador. Zanjón, 26.9.1770, AGN IX, 1-5-3).
61 Aunque ya no se hablaba de malocas, el reparto de la chusma capturada en las expediciones seguía vigente, como cuando Clemente López escribía al teniente Diego de Salas que, además de 25 presos que había hecho en una toldería de indios recién llegados de Chile, tenía “…algunas presas chicas que siendo del agrado de V.S. las entregaré à algunos oficiales que me las han pedido” (Río Dulce, 16.09.1776, AGN IX, 28-9-4). Dos años después, el virrey aprobaba el reparto de “…cinco indios y chinas de corta edad a los que más se distinguieron en el avance que se dio a los indios” (oficio al sargento mayor de Arrecifes, 11.11.1778, AGN IX 1-4-1).
62 Dictamen de Diego de Salas, 7.12.1779, en Oficio del virrey Vértiz a José de Gálvez, 24.10.1780, AGI Buenos Aires 60, MET J.25; expediente sobre manutención de Indias en la Residencia y regalos a caciques, 1785-1791, AGN IX, 30-3-6. Este espacio de reclusión femenina tuvo su origen a fines del siglo XVII como “Casa de Recogimiento de Doncellas huérfanas”, pero pasó más tarde a albergar a mujeres criollas acusadas de moralidad dudosa, así como a negras e indias. Sobre el tema, véase Villar, Jiménez y Alioto (2015, pp. 84-86).
63 En esa acción habían muerto 92 indios, 2 chinas y 3 cristianos y se capturaron 58 mujeres, 20 indios, 31 parvulitos -uno de los cuales, “el más bonito”, fue cedido por Manuel Pinazo al teniente de Rey Diego de Salas “para su paje”- y otros 38 adultos. En carta a Vértiz, que se hallaba sitiando Colonia del Sacramento, Diego de Salas escribe: “…dispondré que los indios naveguen a ésa, las indias se depositarán en la Casa de la Residencia (…) y los párvulos distribuirse en casas donde los impongan en los dogmas de nuestra Santa Fe” (AGN IX, 28-09-04).
64 El virrey Vértiz se felicitaba de que muchas de estas cautivas habían pedido el bautismo “…contándose desde el año de mil setecientos setenta y seis hasta el número de más de doscientas almas, únicas a nuestra sagrada religión, en que claramente se conoce que despojando a estos gentiles de sus patrias y costumbres por medio de la guerra (…) los aseguramos y adelantamos en corto tiempo más fruto que dejándolos vivir en paz en su libertinaje” (Oficio del virrey Vértiz a José de Gálvez, 24.10.1780, AGI Buenos Aires 60, MET J.25).
65 Notas del sargento Joseph Martínez, encargado de la Casa de Recogidas, al Gobernador Intendente General. Buenos Aires, 18.5.1784, 6.1.1785 y 6.9.1791; recibo firmado por Joseph Martínez por los 44 vestuarios para las chinas pampas, 30.3.1786, AGN IX, 30-3-6.
66 En 1780 se habían escapado de la Residencia “siete indias pampas vestidas de azul” (oficio de Sebastián de la Calle al virrey Vértiz. San Miguel del Monte, 6.6.1780, AGN IX, 1-4-6). Un excautivo criollo contó que habían llegado al Río Colorado “…un indio y un cristiano que decían se habían escapado de la Ranchería y que contaban que allí los tenían con grillos, más declara que después llegaron dos chinas que se escaparon de la Residencia por encima del tejado y que cuentan de que las hacen trabajar mucho en hacerlas hilar” (Declaración del cautivo Manuel García. Fuerte de Chascomús, 20.2.1781, AGN IX, 1-4-3). Los malos tratos son confirmados por el cacique Cayupilqui, que tras haber sido detenido en Buenos Aires aconsejaba a su hermano Lorenzo Callfilqui no viajar a la ciudad a firmar paces, basándose en “…los trabajos que había pasado en la cárcel durante su prisión, manifestándoles las llagas que le habían hecho los grillos y hasta decirles que los cristianos solían quemar con unos hierros ardiendo” (Zizur, 1973, p. 102).
67 Oficio del Tribunal Superior de Cuentas al virrey. Buenos Aires, 22.1.1792, AGN IX, 30-3-6. En 1794, el cacique Lorenzo Callfilqui intentaba negociar el rescate de una china “…que se halla en la casa de la Residencia” por una cautiva cristiana que tenía en su poder, hija del miliciano Tadeo Martínez (AGN IX, 1-4-3).
68 Memorial de Bernardo Gayoso, 18.10.1675, en AECBA, 1916, XIV, L. 9, pp. 257-286.
69 Carta del gobernador Andrés de Robles al rey. Buenos Aires, 24.05.1678, AGI Charcas 283, MET F.6.
70 Carta del gobernador Andrés de Robles al rey. Buenos Aires, 20.04.1678, AGI Charcas 284, MET F.5.
71 Carta del gobernador Martínez de Salazar al rey. Buenos Aires, 23.06.1664, AGI Charcas 22, MET E.9.
72 En carta al rey del 5.12.1686, el gobernador Joseph de Herrera y Sotomayor se refiere a unos indios pampas y serranos desnaturalizados a Santo Domingo Soriano, que “…se habían puesto en tiempo del maestre de campo don Joseph de Garro” (1678-1682). En los Autos de la instrucción labrada en ocasión de la rebelión de los indios transmutados a Santo Domingo Soriano (23.08.1686), se menciona que los indios serranos del cacique Bravo vivían en esa reducción desde hacía ocho años (AGI Charcas 283, MET G.29).
73 Por ejemplo, en 1745 el cabildo de Buenos Aires resolvió que el cacique pampa Calelián y los más aguerridos de sus hombres fueran deportados a España, “…que los que quedasen se pasasen a Montevideo a servir en las obras de su Majestad y que las mujeres se trasladen a la reducción de Santo Domingo Soriano” (acuerdo del 19.07.1745, AGN IX, 19-2-2). En 1774, el cacique ranquel Toroñam, capturado a traición cuando bajaba a comerciar a Buenos Aires, fue igualmente deportado a Montevideo (carta del virrey Vértiz al Joseph Vague, 27.08.1774, AGN IX, 1-6-1).
74 Oficio de Joseph de San Román al gobernador. Santo Domingo Soriano, 24.03.1747, AGN IX, 19-2-3.
75 En 1756, los indios pampas del cacique Yatí pedían que “…se les devuelvan sus parientes que se despacharon prisioneros a la otra banda” (Acuerdo del 17.09.1756, AECBA, 1926, S. III, II, L. 30, p. 125). En 1768 Nicolás Ortiz de Vergara remitía al gobernador Bucarelli tres indios apresados el año anterior “…y su excelencia los desterró a la otra banda y dicen que en una embarcación los pasaron” (Ortiz de Vergara a Bucarelli. Cañada de la Cruz, 17.03.1768, AGN IX, 1-4-4).
76 Carta de fray Sebastián Villanueva a un amigo, Malvinas, 25.04.1767, AGN Biblioteca Nacional, 189.
77 Oficio del comandante Juan de Mier al gobernador Vértiz. Zanjón, 31.10.1774, AGN IX, 1-5-3; declaración del miliciano Juan Antonio Albarracín, excautivo de los indios, 27.11.1779, en Oficio del virrey Vértiz a José de Gálvez, 24.10.1780, AGI Buenos Aires 60, MET J.25 (véase también Vértiz,1871); oficio de Francisco Balcarce al virrey Loreto, Luján, 11.06.1784, AGN IX, 1-6-2; informe sobre Lincopagni remitido por Francisco Balcarce a Arredondo, Luján, 12.11.1792, AGN IX, 1-6-5. El mismo año, a pedido del virrey, Manuel Pinazo informaba acerca de la detención y traslado a Montevideo en 1776 y a Malvinas en 1779 del cacique Alequeté con otros 22 indios y un cristiano cautivo (oficio de Manuel Pinazo al virrey. Buenos Aires, 16.11.1792, AGN IX, 1-7-5).
Carta al rey, 2.03.1620, AGI Charcas 27, copia en MET C.10.
78 Villar, Jiménez y Alioto mencionan la prisión en Buenos Aires, en 1785, de “…once indias retornadas de las Islas Malvinas, donde se las había enviado por castigo” (Villar et al., 2015, p. 85, nota 42).
79 Carta al rey, 2.03.1620, AGI Charcas 27, copia en MET C.10.
80 Carta del gobernador Alonso Mercado y Villacorta al rey, 21.06.1663, AGI Charcas 122, MET E.4; carta del gobernador Joseph de Herrera y Sotomayor al rey, 5.12.1686, AGI Charcas 283.
81 Carta del obispo Antonio Azcona e Imbert al rey, 11.01.1683, AGI Charcas 137, copia en MET G.14.
82 Las órdenes de “pasar a cuchillo” a los indios se reiteran desde la década de 1760. En 1774, cuando tras la captura y destierro del cacique Toroñam, sus hijos despacharon chasques para saber por qué motivo se lo había apresado, Pinazo mandó a los responsables de las guardias de Arrecifes y Salto que salieran “a atacar a dichos hijos y sus indios, pasando a cuchillo los que excedan de ocho años” (carta de Pinazo al virrey, 19.09.1774, AGN IX, 1-4-4).
83 Parecer del doctor Pacheco, abogado fiscal del Virreinato, 17.10.1780, en el expediente sobre la negativa a dar paces a los caciques Aucas enviado por Vértiz a José de Gálvez, AGI Buenos Aires 60, MET J.25. Proyectada por el virrey Cevallos en 1777 con el objeto de “…arruinar esa canalla de indios despreciables” (Memoria del virrey Cevallos, Revista del Archivo General de Buenos Aires II, 1870 [1778], p. 422), y estudiada por su sucesor Vértiz, la primera expedición general coordinada contra los indios del sur se realizaría en el otoño de 1784, durante el mandato del virrey Loreto, con tropas salidas simultáneamente de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza que se internaron profundamente en los territorios indígenas. Más allá de la conmoción y el pánico que generó entre los grupos agredidos, la operación se saldó con un número relativamente limitado de bajas: antes de que regresaran las tropas cordobesas, el virrey Loreto reportaba a José de Gálvez la cifra de 93 indios muertos y 86 mujeres y niños cautivos de una toldería en las Salinas y de 45 muertos y 8 mujeres y un indio cautivados por los mendocinos al oeste del Atuel (Oficio de Loreto a Gálvez, 3.08.1784, AGI Buenos Aires 68, MET J. 29).
84 Actas capitulares del 24.01.1622 y del 14.02.1622, AECBA V, 1908, L. IV, pp. 165, 190; X, 1911, L. V, p. 47. La prohibición a los indios de consumir vino se reitera en 1665 y en 1678, invocando nuevamente los “…daños y muertes que de ordinario se experimentan con estas embriagueces” (Acuerdo del 11.3.1678, L. X, p. 188).
85 Carta al rey, 30.08.1745, AGI Charcas 384, MET I.28.
86 Instrucción del 8.10.1635, Colección Mata Linares, t. XI.
87 Un auto de la Audiencia de Charcas del 9.12.1599, leído en sesión capitular el 24.01.1628, ordenaba incluso, para evitar agravios y vejaciones contra los indios yanaconas, que “…los mayordomos de las iglesias y los yanaconas que les están señalados y tienen para el servicio de ellas no sean compelidos a ir a las malocas o jornadas” (AECBA, 1908, t. VI, L. IV, p. 396). Juan de San Martín y Humanes había recibido orden en 1680 de procurar “…informarse de los indios ladinos que lleva y le pareciere llevar por guías”. Pero no parece haber tenido buenos baqueanos nativos, ya que tuvo que recurrir al único indio capturado al que le perdonó la vida, Yeque, para guiarlo a su propia toldería, que masacró (Autos remitidos por José de Herrera al rey, 10.12.1686, AGI Charcas 282, MET G. 31).
88 En 1719 o 1729, el maestre de campo Juan Cabral de Melo salió a castigar a indios Aucaes que habían agredido a una tropa bonaerense que vaqueaba en la zona serrana, y “…con la gente que llevó de esta ciudad llevó también ochenta indios pampas de los del dominio de dicho cacique Bravo, y con estos se hizo la guerra contra los Aucaes y murieron algunos de los dichos ochenta indios en ella y en defensa de las armas españolas y se mataron doscientos Aucaz y se trajo mucha chusma” (Declaración de Cristóbal Cabral de Melo en el Expediente seguido para esclarecer si el cacique Calelián…, 1.10.1744, AGN IX, 19-2-2). En 1751, se menciona la participación en una “entrada a los indios” de tres compañías de indios amigos y una de pardos, junto con ocho de españoles (oficio de Juan de San Martín al alcalde Alonso García, Buenos Aires, 7.09.1751, AGN IX, 19-2-4).
89 Por ejemplo, cuando a consecuencia de las paces con los Aucas en 1770, se recomendaba dar un bastón de cacique general a Lepín, “…pues los otros viendo que se ha venido a amparar de vuestra excelencia continuarán entre ellos sus guerras intestinas (…) cuya desunión nos es tan favorable” (oficio de José Vague al gobernador Bucarelli, 12.12.1770, AGN IX, 1-6-1).
90 Carta del gobernador Diego de Góngora al rey, 2.03.1620, AGI Charcas 27, MET C.10.
91 Carta y expedientes del gobernador Ortiz de Rozas al rey de España, 15.01.1745, AGI Charcas 215, MET I.23.
92 Del Sargento mayor Joseph Antonio López al gobernador. Matanza, 29.08.1758, AGN IX, 1-4-5; de Pinazo al gobernador Pedro de Cevallos, Luján, 18.08.1765, AGN IX, 1-6-1.
93 Así, por ejemplo, el cacique serrano Nusanach o Bravo, capturado con su gente por unos vaqueros en 1678 cerca del río Saladillo, cuando “…se venía a entregar y amparar de los españoles por los daños que de otro cacique que asiste en el río que llaman de los Sauces recibía, habiéndole muerto dos indios y llevádole la caballada que tenía” (oficio del gobernador Andrés de Robles al rey, 20.04.1678, AGI Charcas 284, MET F.5). O, en 1761, el cacique Rafael Yatí, quien llegó a la guardia de La Matanza con la novedad de que “…los Terguechus habían dado con su gente y él con su familia se venía a refugiar de la guardia” (oficio de Joseph Antonio López al teniente de rey, 22.01.1761, AGN IX, 1-4-5). Pero en ambos casos, el arrimarse al cristiano en busca de amparo no eximió a los indios de la violencia: tras pasar varios meses confinados bajo la estacada del fuerte de Buenos Aires, Nusanach y sus serranos fueron desnaturalizados a Santo Domingo Soriano, mientras que la prolongada residencia de los caciques de la dinastía Yatí como “indios amigos” cerca del fuerte del Zanjón, no impidió que fueran apresados a traición, ellos y sus familias, en 1780.
94 Lenguaje de amor presente en discursos como el del gobernador Diego de Góngora visitando las reducciones de indios pampas: “Cuando están enfermos no hay quien los cure ni mire por ellos y así mueren sin confesión como bestias, que causa compasión” (AGI Charcas 27, MET C. 10). No lo conmueven las deplorables condiciones de vida de los indios reducidos, que favorecen la propagación de epidemias, sino la falta de atención espiritual a los moribundos, que no podrían acceder a la vida eterna sin los debidos sacramentos. Lenguaje de amor explícito en la petición del procurador general de la ciudad ensalzando los servicios del gobernador Francisco de Céspedes a la corona “…en la reducción y pacificación de los indios [de las provincias del Uruguay] que le aman y quieren y hacen demostraciones viniendo de sus provincias a verle por el agasajo y buen trato que les hace y dádivas que les da” (Acuerdo del 24.10.1629, AECBA, 1909, t. VII, L. IV, p. 90). Los ejemplos son legión.
95 Salvo indicación expresa, los datos contenidos en este cuadro provienen de los Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires (AECBA). Sólo menciono la fecha del acta correspondiente.
96 Marfany 1940a, p. 38. Referencia a la “…gran pestilencia que ha habido y hay de presente que se ha llevado pueblos enteros de indios” en carta de Fr. Baltasar Navarro al rey, 21.02.1606, AGI Charcas 145, MET B.8. Navarro calcula que entre 1591 y 1606 la población indígena disminuyó en dos tercios, la mayor parte de los cuales había muerto en el último año.
97 Carta del obispo del Río de la Plata al rey, 20.05.1622, AGI Charcas 139, MET E.10.
98 Carta del gobernador Baygorri al rey, AGI Charcas 29, citada por Moutoukias, 1988, p. 36.
99 Oficio del gobernador Andrés de Robles al rey, 6.12.1677, AGI Charcas 284, MET F.5.
100 En carta al rey del 2.03.1620, el gobernador Góngora menciona que su antecesor Marín Negrón había reducido a los indios de Bagual sobre el río Areco en 1611 (AGI Charcas 27, MET C.10).
101 En este caso no se trata propiamente de una maloca, sino de una recogida de indios pampas encomendados acusados de robar la caballada de la estancia del capitán Sebastián Cabral de Ayala. El gobernador Robles declara en diciembre de 1674 que se trajeron 80 indios (Acuerdos del 12.09.1674 y 31.12.1674, AECBA 1916, XIV, libro 9: 153-156, 179). Poco después se declaró la peste y los indios volvieron a dispersarse. En carta al rey del 24.05.1678, Robles dice haber salido a recogerlos en mayo de 1675 “…con sólo seis personas a la ligera” y haber capturado sin disparar un tiro “…cerca de 8 [seguido de un signo interpretado por Marfany (1940b: 125) como “mil”] almas de todos sexos y edades y en termino de 8. días que ocupé en esta diligencia los situé en tres pueblos…” (AGI Charcas 283, MET F.6). La cifra real no puede en ningún caso haber sido tan alta. Suponiendo que el signo represente la centena y que la cifra deba leerse como 800, es decir diez veces más que los indios recogidos en diciembre de 1674, se trataba de un botín humano enorme. Las actas capitulares de 1675 no hacen referencia a la salida de mayo, pero sí a un debate acerca del destino que debía darse a los indios pampas, sin mencionar su número (AECBA 1916, XIV, libro 9: 257 y 273- 286).
102 A los que se añadieron voluntariamente varias decenas más, hasta sumar unos 300 indios en total.
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