Travesías lingüísticas. La enseñanza del castellano y de la escritura entre los grupos mapuche-tehuelches (siglos XVI a XVIII), de Juan Francisco Giordano, Revista TEFROS, Vol. 23, N° 1, artículos originales, enero-junio 2025: 102-133. En línea: enero de 2025. ISSN 1669-726X
Cita recomendada:
Giordano, J. F. Travesías lingüísticas. La enseñanza del castellano y de la escritura entre los grupos mapuche-tehuelches (siglos XVI a XVIII), Revista TEFROS, Vol. 23, N° 1, artículos originales, enero- junio 2025: 102-133.
Travesías lingüísticas. La enseñanza del castellano y de la escritura entre los grupos mapuche-tehuelches (siglos XVI a XVIII)
Linguistic traverses. Teaching Spanish and writing between the Mapuche-Tehuelche groups (from 16th to 18th century)
Travessias linguísticas. O ensino de espanhol e da escrita entre os grupos mapuche-tehuelche (séculos XVI a XVIII)
Juan Francisco Giordano
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina
Contacto: jgiordano@unlp.edu.gob.ar – ORCID: https://orcid.org/0000-0002-2184-3440
Fecha de presentación: 14 de setiembre de 2024
Fecha de aceptación: 30 de diciembre de 2024
En este trabajo se analizan los procesos de aprendizaje de la lengua castellana y de la escritura por parte de los pueblos indígenas de la Araucanía, Pampa y Norpatagonia, desde el siglo XVI hasta finales del XVIII. A partir de un abordaje de registros de miembros de órdenes religiosas (fundamentalmente, el padre Joseph Sánchez Labrador), funcionarios y viajeros, se concluye que este proceso debe entenderse como un diálogo cultural complejo en el cual las decisiones acordadas en concilios religiosos y las cédulas reales enviadas desde el corazón de la Monarquía fueron negociadas y tensionadas por los actores sociales involucrados, generando dinámicas específicas.
Palabras clave: escritura; indígenas; lengua castellana; órdenes religiosas; Monarquía Hispánica.
Abstract
This paper proposes the analysis of the processes of learning the Spanish language and writing by the indigenous peoples of Araucanía, Pampa and Norpatagonia, from the sixteenth century to the end of the eighteenth century. Based on an approach to the records of members of religious orders (fundamentally, Father Joseph Sánchez Labrador), officials and travelers, it is concluded that this process must be understood as a complex cultural dialogue in which the decisions agreed on in religious councils and the Royal Decrees sent from the heart of the Monarchy were negotiated or tightened by the social actors involved, thus generating specific dynamics.
Keywords: writing; indigenous people; Spanish language; religious orders; Hispanic Monarchy.
Resumo
Este trabalho analisa os processos de aprendizagem da língua espanhola e de escrita dos povos indígenas da Araucanía, Pampa e Patagônia Norte do século XVI ao final do século XVIII. A partir de uma análise de registos de membros de ordens religiosas (principalmente o padre Joseph Sánchez Labrador), funcionários e viajantes, conclui-se que este processo deve ser entendido como um diálogo cultural complexo em que as decisões acordadas nos concílios religiosos e as cédulas reais enviadas desde o centro da monarquia foram negociadas e tensionadas pelos atores sociais envolvidos, gerando dinâmicas específicas.
Palavras-chave: escrita; povos indígenas; língua espanhola; ordens religiosas; Monarquia Hispânica.
Introducción
Desde el último cuarto del siglo XVI, arribaron a los territorios de Chile y el Río de La Plata huestes con una gran afición por el juego y, particularmente, por las apuestas relacionadas con los juegos de cartas. Aparentemente, para 1653, en Concepción se comercializaron 2.500 barajas anuales, duplicando el consumo de Santiago. Claro está, este consumo puede ser fácilmente explicado si tenemos en cuenta el interés que este tipo de apuestas despertó entre los grupos indígenas. Según cuenta Mateo Martinic en un estudio pionero (1987), los aonek’enk, la rama más austral del grupo lingüístico tehuelche, no sólo se aficionaron a las cartas, sino que, además, llegaron a crear su propia versión de la baraja, influida por su cosmovisión y patrones artísticos.
Los naipes aonek’enk, conservados en el Museo de Historia Natural de Chile, llaman la atención por la reinterpretación que hicieran sobre algunas figuras de la baraja española original. Mientras que la sota es una figura geométrica que pareciera emular a las representaciones de arte rupestre de la zona, el caballo parece adoptar la forma de un guanaco, al tiempo que el rey está representado con pintura corporal y líneas, de manera similar a un espíritu. Estas adaptaciones tienen bastante sentido. Después de todo, para los grupos indígenas la presencia de espíritus resultaba mucho más familiar que la existencia de un rey europeo, teniendo en cuenta la naturaleza de sus formas de organización socio-política.
Esta recreación de los naipes españoles sintetiza, a mi entender, algunas cuestiones de interés para este trabajo. En primer lugar, demuestra que la adopción de elementos culturales no tiene lugar de forma pasiva, sino que, por el contrario, siempre se lleva a cabo a partir de una apropiación y reinterpretación. Al modificar los naipes, los tehuelches no sólo incorporaban un código externo, sino que creaban un lenguaje propio que tenía sentido para ellos y se respaldaba en sus tradiciones. Claro está, podríamos pensar que lo mismo ocurrió con muchos otros elementos culturales con los cuales los grupos indígenas tomaron contacto a partir del siglo XVI. Particularmente, en este trabajo me ocuparé de dos de ellos: la lengua castellana y la escritura alfabética.
Comenzaré por añadir algo de contexto. En un principio, el idioma de Castilla fue adquirido por aquellos sujetos que circularon por estancias locales, dependencias o establecimientos fronterizos y, en el caso específico de las mujeres, también sitios de reclusión. Su dominio reportó amplios beneficios para los indígenas que lograron desarrollar el bilingüismo, en tanto permitía una comunicación mucho más fluida con sectores hispano-criollos que podía ser utilizada en actividades como el comercio, la política o cualquier situación que implicara relacionarse con ellos.
Con posterioridad (fundamentalmente a partir del siglo XVII), el aprendizaje del castellano por parte de los indígenas comenzó a transformarse en un objetivo perseguido por los agentes laicos y religiosos de la Corona, quienes consideraban su adquisición como un requisito previo no sólo para llevar a cabo la evangelización, sino también como un dispositivo de disciplinamiento tendiente a difundir la civilización y las buenas costumbres. Así pues, a los primeros contactos ocasionales con la lengua castellana les siguió un periodo de aprendizaje formal, destinado en su mayoría –aunque no exclusivamente– a las élites indígenas. Me refiero, claro está, a las misiones y escuelas establecidas por las órdenes religiosas en el continente, y a los padres franciscanos y jesuitas que fueron los principales maestros de indígenas. Para ellos, la enseñanza de la lengua constituía una tarea fundamental para la conversión a la fe católica, y en vista de ello desplegaron una gran variedad de estrategias. Alentados en gran medida por el espíritu contrarreformista del Concilio de Trento, los padres religiosos vieron en la escritura un vehículo civilizatorio, y en los indígenas grupos aún no influenciados por el “pecado original” que podían, por medio del aprendizaje de la fe cristiana, convertirse en receptores y futuros impulsores de la palabra de Dios.
Para los maestros religiosos, esta enseñanza no estuvo exenta de desafíos. Para empezar, así como los grupos indígenas buscaron equivalencias para las cartas de la baraja española, los franciscanos y jesuitas debieron hallarlas para la lengua castellana, cuya estructura gramatical, sistema fonológico y, fundamentalmente, sus conceptos y formas de ver el mundo, diferían ampliamente de las lenguas indígenas. Después de todo, el acto de interpretación no se limita únicamente a competencias lingüísticas, sino que se encuentra arraigado a los saberes, las ideas y las creencias acerca de la realidad conocida (Molina, 2014). Las diferencias entre palabras revelan, en la mayoría de los casos, profundos significados culturales.
Algo similar ocurrió con el aprendizaje de la escritura. Aquello que las órdenes jesuitas y franciscanas consideraron un vehículo para la civilización y la instrucción religiosa fue, en muchos casos, identificado por los grupos indígenas como un tipo de inscripción que encarnaba el peligro de la representación mágica. La propia palabra escribir –siguiendo con la cuestión gramática– se traduce en gününa yájich (la lengua de los tehuelches septentrionales de la Patagonia) como yáutatrr o yautatrrúiêtrr, que significa al mismo tiempo pintar, marcar o escribir (Vezub, 2011, p. 213). En mapuzungun, según el diccionario de Febrés (1765), escritura se traduce como chillka, palabra que a su vez podría estar haciendo referencia al corte con el que se marca en la oreja al ganado, y es similar a wirin que significa dibujar, y también arar. En ambos casos, las equivalencias halladas parecieran remitir a actos de inscripción, aunque las implicancias de cada una de estas acciones son sin lugar a duda diferentes. ¿Significa esto que, para los pueblos indígenas del Sur, escribir era más que volcar palabras en un papel? A lo largo de este estudio intentaré demostrar que sí.
De este modo, el objetivo propuesto en este trabajo es abordar aquel primer momento de aprendizaje del castellano y de la escritura por parte de los indígenas, tanto en su variante informal –a través de contacto con españoles debido al trabajo en estancias o estadías en centros de recogimiento– como en su forma institucional ocupada por las órdenes religiosas. Este primer acercamiento reviste especial interés, ya que se trata de un contacto de los indígenas con una tecnología y forma de conocimiento anteriormente desconocida. Asimismo, considero necesario poner el foco en la forma en la que los métodos y estrategias planteados por los evangelizadores se articularon con la agencia indígena, siendo adaptados, al igual que los naipes, a sus propias realidades y contextos. Después de todo, en el proceso de alfabetización intervinieron múltiples actores sociales e instituciones –órdenes religiosas, agentes de la monarquía hispánica, estancieros, comerciantes, además de los propios indígenas–, y por lo tanto existieron intereses a menudo contrapuestos que fueron, por demás, tensionados, discutidos y negociados por aquellos a quienes esta instrucción estaba dirigida. Así pues, intentaré reponer estas cuestiones a partir de los registros de algunos observadores (religiosos o no) que dieron cuenta de los efectos de los procesos de enseñanza entre los indígenas, valiéndome principalmente de los datos proporcionados por el padre Joseph Sánchez Labrador, quien accedió a información privilegiada acerca de las reducciones de la región pampeana, brindando datos fundamentales para la reconstrucción de la trama del aprendizaje.
Primer contacto: estancias, pulperías y centros de reclusión
El temprano aprendizaje de la lengua castellana por parte de los indígenas se explica, fundamentalmente, por los hechos ocurridos a partir de la llegada de los europeos al extremo sur del continente. Cabe recordar que la expansión iniciada por los españoles en 1534 encontró una férrea resistencia, siendo los mapuches el pueblo indígena que se opuso más vigorosamente. Para inicios del siglo XVI en territorio chileno se dispondría la frontera del río Bío-Bío (a 450 kilómetros de Santiago de Chile) como límite entre el “reyno de Chile” y el territorio indígena. Con posterioridad, el virrey Vértiz establecería, para el territorio bonaerense, la frontera del río Salado, a 250 kilómetros de Buenos Aires.
Alrededor de estos enclaves fronterizos se disponía un sinfín de ganado cimarrón –especialmente en la llanura pampeana– que garantizaba una fuente de alimentos tanto para indígenas como para los sectores hispano-criollos que comenzaban a instalarse a ambos lados de la frontera. La presencia de este ganado vacuno tendría como consecuencia la proliferación de estancias y otros enclaves económicos a ambos lados de la Cordillera, ya que los animales eran llevados (mayormente por indígenas) a través de los pasos fronterizos hasta el territorio chileno para ser vendidos. Así pues, en este contexto se extendieron las relaciones interétnicas entre españoles e indígenas, indispensables para la pervivencia de estos circuitos económicos, además de su rol para la construcción y abastecimiento de ciudades fronterizas y puestos de frontera, formación de milicias, entre otras. En estos sectores, a menudo el límite entre lo legítimo e ilegítimo se redefinía, dando lugar a múltiples relaciones dispuestas según la conveniencia de los terratenientes. En palabras de Bechis (2008, pp. 1-2):
En esa región, hasta un tanto más al sur, también estaban instalados señores terratenientes no reconocidos ni controlados en forma alguna por el estado, como lo era, por ejemplo, Ramos Mejía. Algunas de estas tierras se habían comprado, literalmente, a los indígenas en tratos convenientes para ambas partes, sin ninguna intervención del estado. El indígena tenía tratos directos con esos... ¿ocupantes?, ¿ciudadanos?... mientras ellos tenían... ¿adquirían?, ¿vendían? Tierras o materia prima para producir libremente lo que comerciaban en el territorio del estado de Buenos Aires.
En este contexto, el aprendizaje del español por parte de los indígenas fue, por un lado, una consecuencia lógica de la proliferación de estas relaciones políticas y comerciales y, al mismo tiempo, un beneficio explotado por los propios agentes implicados. Las situaciones de contacto mediante las cuales se produjeron estas interacciones lingüísticas fueron muy variadas. En muchos casos, el aprendizaje se producía mediante una estadía prolongada en casas de hispano-criollos. Así, por ejemplo, como señalaron Villar et al. (2015) los indígenas acusados de brujería y sus parientes próximos eran frecuentemente entregados a comerciantes hispánicos a cambio de abonar un rescate, situación que ocurría con frecuencia en Valdivia. Una vez “rescatados”, los comerciantes podían valerse de sus servicios como criados durante diez años con la condición de alimentarlos e instruirlos en la religión. Como resultado, cuando los indígenas ladinizados lograban fugarse o eran reclamados por sus parientes “reasumían en su tierra las antiguas costumbres, pero hallándose ahora en la ventajosa posición de una segunda lengua” (p. 87). Lo mismo ocurrió, con toda probabilidad, con las cautivas indígenas obligadas a desempeñar tareas domésticas en casas de españoles, o a residir con milicianos, fortineros y soldados en los cuarteles, fuertes y vivaques. Al mismo tiempo, sin requerir necesariamente el marco legal de la venta a usanza, era normal que indígenas ingresaran a trabajar en tareas rurales a partir del conchabo, adquiriendo de esa forma la lengua castellana. El territorio de Pampa y Patagonia fue, de esta manera, prolífero en la existencia de espacios abiertos para la circulación de personas, bienes materiales e información entre campamentos indígenas, dependencias y establecimientos fronterizos, donde el bilingüismo adquirido por muchos agentes se encuentra bien documentado. Otro tanto corresponde a lo que Aguirre (2012) ha llamado “ámbitos multiétnicos”, es decir, no sólo sitios de trabajo, sino también pulperías y lugares de alojamiento, donde los indígenas forasteros interactuaban de forma cotidiana con españoles, negros e individuos de castas. Transitando por estos espacios ajenos a sus comunidades de origen “una herramienta básica para la acción comunicativa fue el conocimiento de la lengua oficial” (p. 8) que era, fundamentalmente, aquella utilizada en los distintos ámbitos judiciales donde estos individuos se veían a menudo involucrados.
Claro está, los contactos producidos no fueron únicamente desde la sociedad indígena hacia afuera, sino que la documentación revela múltiples casos de desertores del ejército, prófugos de la justicia y toda clase de individuos que por voluntad personal elegían instalarse en las tolderías indígenas. Estos personajes generalmente no sólo eran bien recibidos sino también altamente valorados debido a la información que podían brindar acerca de las costumbres, intenciones y movimientos del wingka. Muchos de estos renegados, podemos suponerlo, cumplieron el rol de difusores de la lengua castellana para aquellos indígenas interesados en adquirirla, y no fueron pocos los casos de cautivos o renegados que actuaron como lenguaraces para los caciques principales.
Disponemos, también, de referencias al rol ejercido por las mujeres indígenas en la difusión del castellano y en la intermediación lingüística para las parcialidades indígenas. Además del papel ocupado por las cautivas en esta área, Villar et al. (op. cit.) han señalado un sitio de inestimable valor para la adquisición del bilingüismo, favorecido –tal vez de forma involuntaria– por las autoridades coloniales: la casa de reclusión o recogimiento. Según los autores, se trataba de
[…] un lugar de depósito o confinamiento de mujeres en el que la concentración de personas de diversa pertenencia étnica y condición social convertía su obligada convivencia en una especie de laboratorio disponible para que cualquiera de las pupilas indias interesada en hacerlo iniciara su aprendizaje de la lengua de los cristianos y (o) se ejercitara en su manejo. Las restricciones que en otra oportunidad se hubiesen impuesto por razones de seguridad cedían frente al mandato de adoctrinarlas para incorporar almas nuevas y la necesidad de que cumplieran obligatoriamente tareas domésticas (ibid, p. 84).
Estos centros de reclusión, destinados a mujeres de “vida airada y escandalosa” (Aguirre, 2006), reunían a personas de diversa pertenencia étnica y condición social con el objetivo de promover el abandono de las conductas de sus modos de vida anteriores y la adquisición de “sanas costumbres”. Las mujeres indígenas encontraron allí una forma importante de adquirir el habla castellana, tanto en la interacción cotidiana con otras mujeres como en el contacto constante con las autoridades de la Casa. Por demás, sus salidas diarias para cumplir con tareas de provisión les permitían una interacción continua con sectores urbanos y, al mismo tiempo, frecuentemente eran entregadas a oficiales y familias de la ciudad, razón por la cual es posible pensar que la adquisición del español habría sido un incentivo para la comunicación en este contexto de labor forzada.
De este modo, al arribar los padres franciscanos y jesuitas a territorio indígena, hallaron grupos que no sólo presentaban una gran hostilidad hacia los españoles –a razón del trato que, incluso después de las avanzadas militares, continuaban recibiendo por su parte– sino también un contacto y familiarización previa con el idioma castellano a partir de una infinidad de situaciones cotidianas. Este conocimiento del idioma se convirtió, como veremos en adelante, en una desventaja para los ordenados modelos propuestos por los religiosos y sus intenciones de lograr una interiorización de la doctrina cristiana que hiciera sentido en las mentes de los indígenas.
Las misiones y el Colegio Franciscano de Chillán
En tierra mapuche, la práctica misional se remonta a fines del siglo XVI. La presencia de las órdenes religiosas en el territorio fue parte de una estrategia persuasiva de los españoles desplegada tras el fracaso del sometimiento de los indígenas por las armas. En efecto, el período 1545-1641 de presencia española en la Araucanía estuvo caracterizado por guerras ineficaces y paces esporádicas entre españoles y mapuches, lo cual llevó a los primeros a adoptar políticas de “pacificación”, es decir, estrategias de politización e integración forzada de los grupos indígenas mediante el control de sus cuerpos y mentes, a través de pactos políticos y la labor evangelizadora de la Compañía de Jesús (Valenzuela, 2011, p. 255). Así, en 1608 se fundó la primera misión jesuita en Arauco (Chile), sitio estratégico en tanto constituía un lugar de encuentro y de comunicación con los indígenas. En este momento, la acción pastoral se limitó a las cercanías de los principales asentamientos, y debido a la imposibilidad de generar un plan de reducciones se optó por el modelo itinerante –consistente en misiones ambulantes– propuesto por José de Acosta, que se ajustaba más a la realidad de la Araucanía, signada por la fragmentación política y la dispersión idiomática, debido a la existencia de múltiples variantes de una misma lengua. Acosta había sido uno de los principales predicadores del Perú, habiendo redactado Doctrina Christiana (escrito fundamental de la teología jesuita), texto en el que se proponían diferentes modelos de catecismos que pudieran adaptarse a los variados sistemas políticos indígenas y tuvieran en mente distintos tipos de interlocutores. En este contexto, los jesuitas no sólo debieron insertarse en un espacio donde el imperio español no había logrado imponerse, sino donde además la aceptación de la doctrina dependía de la buena voluntad de los indígenas, requiriendo de una gran flexibilidad estratégica y simbólica (ibid.., p. 268) Al mismo tiempo, muchos indígenas eran separados de las tolderías por misioneros y agentes de la Corona, y destinados a colegios hispano-criollos en Valdivia, Concepción, Chillán y Santiago (Poblete Segú, 2009). Como contraprestación por ingresar en estas escuelas, a los padres de los indígenas se les entregaban regalos y se les prometía enseñanza, comida y vestuario para sus hijos.
Luego de este episodio inicial siguió una nueva etapa en la evangelización –posterior a 1640–, durante la cual los padres jesuitas pudieron afianzar el modelo misional, ingresando en tierra mapuche y fundando misiones entre población anteriormente considerada ingobernable. Empero, esta nueva etapa estuvo cargada de tensiones, manteniéndose la paz sólo a partir de una serie de parlamentos[1] –una forma de reunión y deliberación propia del pueblo mapuche, a la cual rápidamente se integraron los españoles– que continuaron llevándose a cabo hasta mediados del siglo XIX. Esta nueva política permitió que a las dos misiones fundadas inicialmente (Arauco y Buena Esperanza) se le agregaran nuevas, tanto en la frontera del río Bío Bío, como en Valdivia, Toltén y otros territorios.
En estas misiones, no sólo la enseñanza del castellano fue parte del programa de instrucción jesuita, sino también el aprendizaje de las primeras letras. Sin embargo, el principal centro de transmisión de la lecto-escritura parece haber sido la escuela para hijos de caciques, fundada en Concepción en 1699. El propósito enunciado por esta escuela era el de educar a los herederos de los líderes indígenas a fin de prepararlos como interlocutores válidos en las distintas jurisdicciones de la Monarquía. Sin embargo, Foerster (1996) ha asegurado que la intención no explícita de este colegio fue la de mantener a los jóvenes indígenas como rehenes, garantizando el cumplimiento de lo acordado en los parlamentos. Esta estrategia sería defendida por muchos funcionarios de la Corona, convirtiéndose luego en un requisito formal solicitado a los caciques. De hecho, para fines del siglo XVIII, el aprendizaje del castellano y de la escritura se había convertido en una obligación ineludible para los hijos de caciques “amigos”, al punto de incluirse como cláusula en el Parlamento de Tapihue llevado a cabo en 1774 (Durán y Ramión, 1987). La insistencia en esta práctica tenía por objetivo lograr una verdadera transformación en las costumbres de las nuevas generaciones indígenas, de forma tal que los pactos acordados fueran respetados. Es lógico suponer que detrás de esta decisión se encontraba un común precepto que no sólo relacionaba la escritura con el aprendizaje religioso, sino también con la adquisición de la “razón”. Cornelio Saavedra, principal artífice de esta nueva modalidad de negociación en territorio chileno, argumentó que esta decisión estaba inspirada en la “poca fe en las promesas de remisión que puedan hacerme los indios” (ibid.) y llegó a apadrinar él mismo al hijo del cacique Lorenzo Colipí. En resumen, por parte de los jesuitas podemos identificar varias experiencias evangelizadoras con un cierto grado de formalidad: las misiones itinerantes correspondientes al modelo de Acosta –utilizadas en la etapa previa a la ocupación efectiva–, el modelo misional clásico asentado en el territorio –posterior a 1640–, los colegios hispano-criollos (a los cuales los hijos de caciques asistían en conjunto con pupilos españoles) y, finalmente, la escuelas de letras destinadas a hijos de caciques fundadas en Concepción (1699), Santiago (1786) y Tucapel (1847).
Al otro lado de la cordillera, con posterioridad con respecto a los intentos chilenos, fueron fundadas tres misiones cuya existencia fue breve. En primer lugar, Nuestra Señora de la Purísima Concepción de los Indios, fundada en 1740 por los padres Querini y Strobel cerca de la desembocadura del Río Salado, con una duración total de trece años. Posteriormente, a fines de 1947, luego de realizar sendos viajes exploratorios, los padres Falkner y Cardiel fundarían dos misiones en la región pampeana: Nuestra Señora del Pilar del Volcán y, tres años después, Nuestra Señora de los Desamparados (Pedrotta, 2017). Estas reducciones habrían sido fundadas en gran medida como resultado de solicitudes de los propios indígenas con el objetivo de adquirir bienes y, según los relatos del padre Furlong, “verse protegidos por los españoles contra ciertos enemigos, que por entonces le perseguían” (citado en Néspolo, 2007). Dado el uso de múltiples gentilicios por parte de los religiosos es difícil establecer la pertenencia étnica de los indígenas que formaron parte de estas reducciones, pero se deduce que habrían sido mayormente gününa kune (tehuelches septentrionales) y en menor medida mapuches.
El alcance de estas experiencias hacia ambos lados de la cordillera resulta difícil de cuantificar. Por el momento, interesa recuperar algunas apreciaciones sobre el tema. Teresa Durán ha señalado que en la mayoría de los casos los esfuerzos pedagógicos de estas escuelas fallaron, retornando la mayoría de las veces los indígenas
[…] a su vida natural de la ruca, desesperados acaso por el régimen de internados y por el cansancio de estudios tan estériles e inútiles para ellos como el latín, resultando la enseñanza del idioma y de la escritura un fracaso y [olvidando] pronto los mandamientos y oraciones y sus conocimientos de lectura y escritura (Durán y Ramión, op. cit., p. 190).
Viajeros como Paul Treutler argumentaron que este rechazo no se debía a diferencias como la capacidad intelectual de los indígenas, sino al hecho de que se mantenían apegados a sus antiguas costumbres. Un cacique mapuche, al negarse a entregar a sus hijos a la escuela, argumentó que “sus hijos […] por saber leer y escribir habían de dejar aquella piel negra que tenían” y “que sin letras sabían defenderse y guardar su libertad y costumbres” (Foerster, op. cit., p. 295). La mayoría de las fuentes consultadas indican que, para los padres que enviaban a sus hijos a las distintas escuelas, el interés no se encontraría tanto en el aprendizaje en sí (puesto que éste, en sus propios términos, no representaba ningún beneficio) sino más bien en la oportunidad de recibir distintos dones como comida, vestimenta y vicios (tabaco, pulque, etc.). Observamos una declaración de este tipo en la biografía del hijo de cacique Pascual Coña (registrada por Ernesto Wilhelm de Moesbach). En su relato, se describe a sí mismo como un buen estudiante y con facilidad de aprendizaje, y no deja de señalar el desinterés de aquellos que, después de él, llegaron a “la casa donde se lee y se escribe”:
Al llegar donde el Padre algunos se portaban con mucha torpeza, pedían todo de balde. “Tabaco, Padre”, dijeron; otros pidieron ají, otros sal, cucharas, agujas, paños etc.: todo lo que se les ocurría lo pedían. Algunos se conducían bastante impertinentes; pero el Padre tenía un corazón muy bueno; sin alterarse distribuía no más, ni siquiera hablaba una sola palabra (de Moesbach, 1930, p. 45).
Al mismo tiempo, parece ser que los indígenas desconfiaban de los ofrecimientos de alfabetización, a razón de creer que la educación podía ser una excusa para separar a sus hijos y enviarlos a servir en el ejército, o a trabajar en casas de españoles. Por otro lado, es posible que la negación a aprender el castellano estuviera relacionada con la necesidad de proteger el propio repertorio lingüístico nativo, razón por la cual muchos niños educados en misiones o escuelas, al retornar a sus parcialidades con ciertos conocimientos del español, pueden haber sido desalentados de utilizarlo. El ex cautivo Deus comenta que a los niños cautivos “les prohibían bajo pena de severos castigos que hablaran el castellano, sino solamente el dialecto indio y hasta su legítimo nombre y apellido civilizados se olvidaban por completo” (Deus, 1985, p. 80). Este comentario, si bien no refiere a indígenas sino a niños hispano-criollos, permite sugerir que asimismo el conocimiento del castellano entre los indígenas educados podía provocar el rechazo de sus congéneres una vez retornados a las tolderías, razón suficiente para evitar su uso. Por otro lado, es un hecho que, en muchos casos, la adopción de usos y costumbres extranjeras era interpretada como una señal de abandono de la tradición y de subordinación política, razón por la cual muchos líderes, aun en conocimiento de la lengua castellana, renegaban de su uso frente a sus seguidores. Lo mismo ocurría con la adopción del cristianismo, tal como señalaría un siglo después el padre Jorge María Salvaire:
Para ellos, como para los mismos hijos del país, hacerse cristiano no implica una idea religiosa, sino más bien política. Para ellos hacerse cristiano no significa otra cosa que hacerse argentino; es decir, someterse a las leyes y costumbres de los argentinos. Éstos, además, no consideran bajo otro punto de vista su conversión al cristianismo. La palabra conversión expresa una idea totalmente espiritual; mas para ellos no significa admisión al cristianismo, sino más bien a la cristiandad (citado en Durán, 2002, p. 262).
La alfabetización, sin embargo, fue promovida con insistencia por las órdenes religiosas y, particularmente, por los padres franciscanos. Si bien su presencia en territorio chileno se remonta a 1553, la labor franciscana cobró mayor importancia a partir de la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, tras la cual se hicieron cargo del conjunto de misiones y escuelas desde Concepción hasta Osorno (Malvestitti y Nicoletti, 2012, p. 4). A diferencia de los jesuitas quienes priorizaban la vía sacramental, los franciscanos enfatizaban la dimensión educativa como paso previo y necesario, a partir de la fundación de colegios como estrategia para brindar a los indígenas una formación cristiana más sistemática, y una interiorización verdaderamente reflexiva de la doctrina religiosa. Este optimismo para con los indígenas se inscribía en los principios que guiaban desde el inicio a la orden franciscana, en tanto consideraban que la vieja Europa había traicionado a la doctrina cristiana con su corrupción, y sostenían que los habitantes del Nuevo Mundo por su supuesta simplicidad y pobreza podrían encarnar los fundamentos ideales del cristianismo primitivo. De esos colegios, se destaca principalmente el Seminario de Naturales de Chillán, anteriormente Seminario de Naturales de Santiago. Según la Guía del fondo del Colegio Franciscano de Chillán, este seminario fue autorizado por una Real Cédula en 1774, pero fundado en 1786 tras la traslación del Real Seminario de Naturales de Santiago (creado por los jesuitas) a la ciudad de Chillán. Allí, según señala Poblete Segú (op. cit.), luego de este traslado pasó a manos de los franciscanos.
Sabemos por un reciente estudio de Juan Francisco Jiménez (2019) la importancia de este colegio, que hasta 1818 funcionó como anexo de la empresa misional. Según el autor, una posibilidad es que la intención de los caciques indígenas al enviar a sus hijos a esta institución fuera la expectativa de “contar con mediadores culturales ladinos y letrados”. En este sentido, recuperó las trayectorias de cuatro indígenas alfabetizados en este colegio, y sus posteriores destinos. Francisco Inalikang, hijo del cacique Felipe Inalikang, terminó sus días en el convento de Santiago en 1825. Francisco Millapichun, primo del anterior, ofició como misionero en Dangipulli y falleció también en Santiago. Santiago Lincogur se enroló en el ejército patriota y murió en algún lugar del territorio bonaerense cerca de 1830. El cuarto fue Pablo Millalikang, quien terminó su vida como secretario del longko mapuche Kallfukurá. Cabe decir, con respecto a Inalikang que éste, junto con otros dos individuos –Bernardo Kallfungürü y Francisco Millapichun–, además de aprender las letras serían ordenados como sacerdotes, configurando una suerte de casta eclesiástica mapuche que cobrará protagonismo como interlocutora de los mapuches de Ngulumapu durante el proceso independentista del Río de La Plata. Con respecto al colegio de Chillán específicamente, su éxito fue parcial ya que, si bien muchos de ellos se desempeñaron como letrados nativos, ninguno lo hizo al servicio de su propio grupo parental. Los proyectos de creación de una élite indígena, sin embargo, tuvieron poca efectividad y escasa duración. La razón de ello se relacionó con los cambios ocurridos a partir de finales del siglo XVIII, cuando las autoridades laicas castellanas comenzaron a preocuparse por la integración indígena al sistema colonial. Haré referencia a esta cuestión en adelante.
La puesta en práctica de los Concilios
Tanto en la América hispana como en la portuguesa, la enseñanza de la lecto-escritura a los grupos indígenas fue propuesta como principal vehículo de la civilización y la instrucción religiosa. Claro está, llevar a cabo esta labor en forma efectiva requería de establecer canales efectivos de comunicación con las poblaciones a evangelizar. Esta situación no estuvo exenta de conflictos, a razón de que en muchos casos las lenguas que hablaban los grupos indígenas de la zona no contaban con descripciones previas o bien, se requería adecuar las fragmentadas producciones existentes y/o actualizarlas al habla contemporánea de las poblaciones (Malvestitti, 2010). Este proceso implicaba, por un lado, transcribir de forma precisa los fonemas de las lenguas y, en segundo lugar, reconocer las categorías movilizadas por estas poblaciones, siendo que no pocas veces diferían con aquellas de las lenguas indoeuropeas. Al mismo tiempo, las intenciones de los Padres se vieron enfrentadas constantemente a la Monarquía, cuya preocupación residía no en la evangelización en sí, sino en la “integración” de los indígenas como vasallos útiles y leales a la Corona, objetivo que requería fundamentalmente del aprendizaje de la lengua oficial. Así pues, los intereses de las órdenes religiosas, preocupadas por lograr una verdadera interiorización de la doctrina cristiana, debieron convivir de manera conflictiva con las tendencias homogeneizadoras impulsadas por la Monarquía.
Este conflicto se vuelve particularmente notable si se presta atención a los desacuerdos entre los concilios religiosos y las cédulas reales, ya que mientras los Concilios de Lima (1552, 1557 y 1582) promovían el uso de las lenguas indígenas para la enseñanza del dogma religioso (por ejemplo, el aymará y el quechua), las cédulas expresaban el temor de que el mantenimiento de las lenguas indígenas fuera contraproducente para la erradicación de las idolatrías (Daher, 2011, p. 65). Para las órdenes religiosas, esta elección no era meramente pragmática, sino que se justificaba en las bases teológico-políticas del modelo misional. No sólo el aprender nuevas lenguas se inscribía en la historia de la labor doctrinaria desde los primeros doce apóstoles –de quienes las órdenes se consideraban herederas–, sino que el proceso de evangelización requería una labor de hallar equivalentes terminológicos para los conceptos cristianos (“Dios”, “alma”, “salvación”, etc.) a las lenguas vernáculas, sin que la traducción se llevara a cabo a costa de perder el sentido del concepto. Un padre franciscano, en línea con los postulados de la Epístola sobre la traducción del concilio limense, criticó por esta razón el aprendizaje en español, argumentando que “dado el caso de que alguno aprendiera la Doctrina en lengua española, se quedaría sin su inteligencia asemejándose a las aves que hablan sin percibir lo que hablan” (citado en Poblete, op. cit., p. 4). Después de todo, en el libro Hechos de los Apóstoles se menciona que a los seguidores de Jesucristo se les aparecieron lenguas de fuego, las cuales les daban la habilidad de hablar cualquier lengua del mundo para esparcir la palabra de Dios. En este contexto, se prohibió la enseñanza del latín y del castellano para los indígenas, permaneciendo éstos para uso del misionero, y se realizó la traducción del catecismo al mapuzungun con la aprobación de los obispos Diego Medellín y Antonio de San Miguel.
Si observamos el proceso de evangelización que los franciscanos llevaron a cabo en el Paraguay, podemos afirmar con toda seguridad que respetaron aquella premisa al pie de letra. Eduardo Neumann (2005), en su tesis doctoral sobre la incorporación y uso de la escritura por parte de los guaraníes explicó que, desde el siglo XVI, los padres franciscanos llevaron a cabo un proceso de “reducción gramatical” para con la lengua indígena, dando lugar a una compleja política lingüística para normalizar el guaraní, ocupando el doble rol de evangelizadores y “gramáticos”. Ello permitió no sólo una exitosa reproducción del canon religioso, sino también la construcción de formas de expresión anteriormente inexistentes en el mundo oral guaraní. Así, cuando los jesuitas llegaron al Paraguay, ya estaban establecidos los criterios sintácticos y ortográficos para la escritura en lengua guaraní. El resultado a largo plazo de este proceso fue el uso extendido de la lengua guaraní no sólo como estrategia de evangelización, sino como idioma cotidiano en las reducciones, utilizado tanto por indígenas como por los propios administradores franciscanos y jesuitas. A decir de Neumann:
Os jesuítas, após anos de estudos lingüísticos que levaram ao estabelecimento de regras visando normalizar a escrita do guarani, definiram essa língua como a única a ser falada em toda a província sob sua administração, e que toda comunicação deveria se realizar exclusivamente em guaraní (ibid. p. 45).
Sin lugar a duda, este uso del guaraní[2] para la enseñanza de la escritura permitió una apropiación mucho más interiorizada y creativa de esta tecnología por parte de los indígenas, lo cual explica, en parte, su pervivencia en el tiempo y su empleo autónomo mucho después de la expulsión de la Compañía de Jesús. En este sentido, conviene recordar lo argumentado por Jack Goody en su clásico libro sobre la escritura en sociedades tradicionales, destacando las ventajas de este tipo de escritura para grupos anteriormente ágrafos, ya que la misma permite un proceso de transcripción fonética de la lengua oral y, por lo tanto,
[no simboliza] objetos del orden social y natural, sino el proceso mismo de la interacción humana en el habla; el verbo es tan fácil de expresar como el sustantivo, y el vocabulario escrito puede expandirse con facilidad y sin ambigüedades. Los sistemas fonéticos, por lo tanto, son aptos para expresar todos los matices del pensamiento individual y para registrar reacciones personales tanto como elementos de importancia social (Goody, 1996, p. 49).
Lo que llama la atención es que este uso de las lenguas nativas, presente tanto en los concilios como en la práctica efectiva de las órdenes religiosas entre múltiples poblaciones americanas, fuera aplicado de forma poco sistemática en el área Arauco-Pampeano-Patagónica. En este territorio, la enseñanza de la doctrina cristiana y de la escritura se llevó a cabo, de manera predominante, a través del idioma español. Claro está, la producción de los elementos necesarios para posibilitar la traducción de las lenguas vernáculas –por ejemplo, catecismos en mapuzungun– continuó en vigencia, como demuestra la publicación de Arte de la Lengua General del Reyno de Chile de Andrés Febrés (op. cit.) y Chilidúgú de Bernardo Havestadt (1777). Sin embargo, la inclinación de la Corona a la castellanización prevaleció y, en el ámbito misional, se vio favorecida por cuestiones que mencionaré en adelante.
Malvestitti y Nicoletti (op. cit.) han señalado la ausencia de materiales adecuados para el aprendizaje como un impedimento para acceder a los conocimientos necesarios para traducir las lenguas vernáculas. Sin embargo, nos interesa explorar otras variables[3] que pueden haber tenido como resultado la enseñanza del idioma y de la escritura en español (a pesar de su prohibición en el concilio limense), y para ello resulta oportuna la lectura del padre Joseph Sánchez Labrador, en tanto este accedió y reseñó gran parte de la labor evangelizadora del área pampeana durante el siglo XVIII.
En su monografía sobre los indios “Pampas, puelches y patagones” de 1772, este misionero jesuita explicó que la decisión de enseñar el español y no utilizar las lenguas indígenas no fue una resolución unilateral de los jesuitas, sino que se debe entender como una consecuencia de las negociaciones con los indígenas. Así, en primer lugar, se menciona que al principio los padres enseñaron la lengua cristiana porque muchos de los indígenas se empleaban como criados en haciendas de españoles, por lo cual ya estaban familiarizados con ella. En esta línea, según su relato, fueron los indígenas quienes solicitaron el aprendizaje del catecismo en castellano antes que en su propia lengua, motivados por la posibilidad de aprender la lengua española y poder comerciar con pulperos hispano-criollos sin necesidad de intérpretes.
Alcanzaron los Misioneros el fin, que el Diablo sugería á los Indios, que mostraban tanto empeño para aprender la Lengua Española. Con esta podían fácilmente comerciar con los Pulperos españoles, y sin necesidad de interprete comprarles el Aguardiente para sus borracheras (Sánchez Labrador, 1936, p. 108).
Al mismo tiempo, según el padre jesuita, los propios españoles (ajenos a los intereses de las órdenes religiosas) reclamaban a los indios que aprendieran el castellano:
Concurrio mucho á esta contradicción de los Indios el caso siguiente: fueron algunos Neophytos a Buenos Ayres, y cierto español les pregunto algo de la Doctrina; respondieron por medio del Interprete, que la sabían solamente en su lengua, y diciendo, y haciendo, se Persigno un Indio. El buen Español les afeo mucho el que rezaran la Doctrina Christiana en su Lengua, que no era Lengua de Christianos. Como los indios no tenían luz para poner en estrechuras con retorsiones al Español, se avergonzaron, y dieron las quejas á los Misioneros (ibid.).
A pesar de estos desencuentros, los jesuitas no desistieron de intentar enseñar la doctrina en la lengua nativa. Sin embargo, para ello debían aprenderla primero, situación que resultó imposible, tal como relata el mismo padre:
[…] con esta experiencia se aplicaron los Misioneros a aprender su propia Lengua [la de los indígenas], lo que les costo un notable trabajo. Ningun Indio quería servirles de Maestro, ni podían conquistar sus voluntades con continuas dadivas. El P. Estrobel consiguió, que una buena vieja le enseñara, y se hizo dueño del idioma de manera, que ella compuso el catecismo, y podía explicársele. Peró aquí hubieron los Misioneros que vencer otra dificultad, no poco ardua. El Padre les hacia en su idioma las preguntas de la Doctrina christiana; peró los Indios no le querían responder, porque decían que la Lengua de los Pampas no era Lengua Christiana. De modo, que en lengua Española no entendían la Doctrina; y puesta esta en su idioma, ni respondían, ni querían aprehenderla, con que tenían en prensa los corazones de los Misioneros. Ayudó también mucho á la obstinación de los Indios la diversidad de Lenguas, que había entre ellos. El P. aprendió la mas general, y la que todos entendían, y hablaban muy bien; pero los Indios, que no la tenían por suya propia, se desdeñaban de responder al P. en ella. Todas eran trazas del comun enemigo, para impedir con tales etiquetas el provecho Espiritual de los Indios. Para que no se saliese con la suya, se resolvieron los Misioneros, á proseguir el catecismo en la Lengua Española, y sacar del mejor modo que podían el fruto, que deseaban (ibid., p. 87, el destacado es mío).
Este relato del padre jesuita resulta revelador, en tanto menciona la variedad de problemas con los cuales los agentes de la Compañía se encontraron a la hora de aprender la lengua nativa, si bien se trata de un ejemplo específico del área pampeana. En primer lugar, la dificultad de conseguir indígenas que oficiaran como maestros. En segundo lugar –una vez sorteado este primer obstáculo–, los indígenas parecen haber argumentado que no podían responder las preguntas, ya que parecía existir un conflicto en las categorías utilizadas. Este problema había sido señalado anteriormente por el naturalista Félix de Azara, quien afirmara que las lenguas indígenas eran “insuficientes” para desarrollar ideas abstractas, y relacionara este problema con la imposibilidad de traducir sonidos indígenas al alfabeto español (para esta discusión véase Hernández, 1913). A pesar de las impugnaciones de misioneros posteriores a Azara, que elaboraran complejos diccionarios, resulta patente que la traducción es una actividad translingüística e intercultural que involucra tomar decisiones no solo en el nivel lingüístico (estructural y referencial) sino también en el nivel comunicativo y pragmático (no referencial) del lenguaje (Messineo y Tacconi, 2018). Al mismo tiempo, Sánchez Labrador destaca la diversidad de lenguas existente entre los grupos como un problema para enseñar la doctrina de manera uniforme.
Así pues, para cuando los franciscanos sucedieron a los jesuitas en la labor religiosa, algunas cuestiones parecían ya irreversibles. En Chile, según sabemos, los padres franciscanos tuvieron un rol protagónico en la enseñanza del idioma y la escritura, señalando varios caciques mapuches los colegios franciscanos como lugar de adquisición de sus habilidades[4]. Sin embargo, mientras que en el Paraguay esta Orden tuvo una temprana labor de adecuación gramatical –como ya he mencionado–, en Chile y el área pampeano-patagónica esta tarea fue responsabilidad de la Compañía de Jesús, cuyos derroteros en este sentido ya hemos mencionado. Evidentemente, cuando los franciscanos arribaron a tierra mapuche debieron, por así decirlo, cultivar sobre los surcos que sus antecesores jesuitas habían labrado.
Al mismo tiempo, como ha señalado Poblete Segú, a partir del siglo XVIII la Corona española comenzó a ocupar atribuciones anteriormente llevadas a cabo por las órdenes religiosas, disminuyendo el margen de los franciscanos para concretar su proyecto de enseñar el catecismo en la lengua nativa. Conviene recordar que, como adelantamos, mientras las intenciones de las órdenes religiosas tendían a enseñar las lenguas nativas en pos de privilegiar la enseñanza de la doctrina cristiana y crear mediadores letrados que permitieran expandir esos mismos conocimientos, el objetivo de la Corona (y posteriormente de los Estados argentino y chileno) apuntaba a lograr la asimilación de los indígenas, principalmente a partir de la enseñanza del idioma castellano. En este sentido, es probable que entre los indígenas del sur el tener que utilizar una lengua extranjera para comunicarse, generara dificultades en cuanto a la capacidad creativa de la escritura y su transmisión ya que su aprendizaje requería, previamente, el dominio de un idioma extraño. Susan Foote (2012) recupera un relato de este tipo en su biografía del hijo de cacique Pascual Coña:
Coña relata el proceso subjetivo de aprender un idioma extraño, cuánto tiempo le tomó y cuán difícil era no sólo el abecedario sino el español hablado, cuánta repetición le costó, cuántas burlas, cuántas descalificaciones (ibid., p. 95).
Si, como argumentó Goody, la escritura es una herramienta para el desenvolvimiento del intelecto, en tanto su dominio transforma la naturaleza de los procesos cognitivos, es lógico pensar que el haberla aprendido mediante el uso de un idioma que les resultaba ajeno (es decir, uno para el cual no se encontraban históricamente habituados) dificultaría su interiorización. En su Tratado de Nomadología, Deleuze y Guattari (1980) han afirmado que los pueblos nómades no necesitan desarrollar la escritura per se, debido a que pueden “tomarla prestada” de sus vecinos sedentarios, los cuales les proporcionan una transcripción fonética de sus lenguas. Esta situación, apropiada para pensar la situación de los guaraníes –como hemos visto a partir de la tesis de Neumann– no se aplica a la variante mapuche-tehuelche de la escritura, ya que aquí la fonética que se reprodujo no fue la propia de su lengua, sino la de una lengua extranjera.
Así pues, el uso del idioma español para la alfabetización por parte de las órdenes religiosas no puede entenderse como una decisión unilateral tomada en un momento determinado, sino más bien como el resultado de un proceso de negociación con los propios indígenas, quienes privilegiarían el contacto con los españoles a la adquisición de la doctrina cristiana. Al mismo tiempo, se debe prestar atención a las dificultades surgidas en el proceso de enseñanza-aprendizaje (conflictos de traducción, dispersión idiomática, rechazo a la asimilación lingüística) y, finalmente, a la existencia de distintos agentes e instituciones que participaron en la alfabetización indígena, algunas de las cuales – como la Corona, los Estados y las órdenes religiosas– perseguían objetivos diferentes, lo cual llevó a que sus métodos de enseñanza fueran contradictorios entre sí. Por demás, con el tiempo, la propia dinámica del conflicto entre la sociedad hispano-criolla y las parcialidades indígenas, llevaría a estas últimas a privilegiar la adquisición del español como estrategia de comunicación.
Escritura y representación mágica
Al entrar en contacto con territorio indígena, los franciscanos y jesuitas que intentaban instruir a los hijos de caciques en el arte de la escritura observaron una aparente paradoja. Los grupos indígenas carecían, efectivamente, de formas de escritura alfabética, si bien no tenían dificultades intelectuales –tal como señalaron distintos observadores– para aprender a utilizarla. Sin embargo, a pesar de este desconocimiento acerca de los sistemas escritos imperantes en otras partes del mundo, otorgaban una importancia mayúscula al acto de inscribir, es decir, de clasificar el entorno y a las personas a partir de nombres propios, valiéndose de diferencias clasificatorias. Algunas de las “traducciones” del verbo escribir al mapuzungun y al gününa yájich mencionadas anteriormente (teñir, pintar, marcar) refieren, tal como se deduce, al acto de la inscripción. Por otro lado, y en relación con esta cuestión, a los Padres les llamó especialmente la atención la relación intrínseca existente entre palabras, ideas y realidad que los indígenas demostraban en su accionar. Estos comportamientos fueron generalmente señalados –tanto por los religiosos como por otros observadores occidentales– como parte de “supersticiones” irracionales, características de sociedades primitivas.
En relación con nuestro interés principal, a saber, analizar los efectos de la escritura en las sociedades indígenas, el registro de estas primeras reacciones al contacto con la palabra escrita resulta de importancia mayor, ya que dan cuenta de conflictos detrás de los cuales se revelan categorías de pensamiento de los grupos mapuches y tehuelches intentando dar sentido a una situación novedosa. El contacto con la palabra escrita no sólo requirió insertar la novedad que ésta representaba en las categorías de percepción disponibles, sino de establecer relaciones causales entre los distintos fenómenos que daban sentido al mundo. Así pues, reponer este accionar resulta fundamental para entender algunas dinámicas que la propia escritura indígena adquirió a lo largo de los siglos siguientes.
La primera cuestión a señalar fue mencionada en primer lugar por los jesuitas al encontrarse evangelizando grupos tehuelche si bien, como veremos, parece ser generalizable a todos los grupos indígenas de la región. Podemos comenzar a describirla, nuevamente, a partir de la lectura del padre Sánchez Labrador. Este misionero señaló que los indígenas del sur tendrían una “ley bárbara” que les impedía nombrar palabras como “Padre” e “Hijo”, y que esta costumbre dificultaba la enseñanza de las oraciones cristianas donde esas palabras aparecían constantemente:
No pocas veces sucedio, que los chiquillos aun no impresionados, ni imbuidos en las vanas observancias de sus Padres, pronunciaban sin dificultad las palabras Padre, ó Hijo, según estaban en la Doctrina; peró este inocente descuido no quedaba sin pronta reprension de sus padres, tapandoles mas de una vez la boca, para impedir el que las pronunciasen. No pudieron averiguar jamas los Misioneros el origen, y motivo de esa vana, y supersticiosa observancia (Sánchez Labrador, op. cit., p. 109).
Y, a continuación, el padre narra un episodio que ilustra esta cuestión:
En cierta ocasión un Indio Patagon, que enseñaba su idioma al P. Lorenzo Balda, en presencia de este, y de otros dos Misioneros, manifestó la repugnancia que tenia en proferir las palabras dichas. Preguntaronle los Misioneros en lengua Puelche, lo que querían saber como se decía en Lengua Patagona, pues el Indio sabia bien las dos, y ignoraba la Española como todos sus paysanos. Una de las preguntas, que le hicieron, fue, como se decía en su Lengua, mi Padre, mi Madre? calló el Indio, ni se daba por entendido á las instancias de los Misioneros. Al fin pudiéron alcanzar, que hablara, pero lo hizo en voz tan baja y tan entredientes, que no percibieron nada. Obligaronle con davidas á que hablara de manera, que percibieron estos vocales, Ma Gleter, Ma Meme. Profiriolos repetidas veces el P. Balda, diciendo al Indio, que estos nombres no encerraban cosa mala. Entonces el Indio, siendo asi que era de muy bella índole, montando en cólera se levantó porfiando en dejar á los Padres, y diciendo: Calle, Padre, que no sabes, que injuria cometes: Nosotros tenemos Ley inviolable de quitar la vida á qualquiera, que en nuestra presencia profiera estas palabras (ibid., p. 109).
Esta conducta, que Sánchez Labrador atribuye a los Patagones (es decir, tehuelches), aparece también en fuentes relativas al pueblo mapuche. Evidentemente, no se trataba de que estas palabras carecieran de traducción en las lenguas indígenas, sino del uso que se daba a esos vocablos cuando aparecían en un determinado contexto. Así, el folklorista Guevara (1908) señaló que los indígenas demostraban miedo al escribir nombres relativos a personas o animales en papel:
De este rasgo de la mentalidad del araucano antiguo provenían los sentimientos i los temores relativos a los nombres de los suegros, de los muertos i de ciertos animales. A esta percepcion del indio hai que atribuir, ademas, las reticencias de los caciques para escribir a los jefes españoles cartas con el nombre o algun signo que lo representara (ibid., p. 310).
Estas prácticas, que los misioneros calificaron sin mayor precisión como “supersticiones” paganas o creencias irracionales, pueden explicarse si se tiene en cuenta el peso que los grupos mapuche y tehuelche otorgan a los nombres propios como símbolo de la existencia social. En efecto, según Foerster (op. cit.), al menos para los mapuches –y, según creo, su descripción puede atribuírsele, de acuerdo a lo observado en las fuentes, también al pueblo tehuelche–, la importancia otorgada a los nombres propios se manifiesta a partir de cuatro dimensiones: 1) en primer lugar, el nombre propio se relaciona con la estructura más importante de la sociedad, a saber, el sistema de parentesco, siendo éste el código primigenio que impregna las relaciones sociales; 2) en segundo lugar, el nombre propio se constituye como una marca que compromete al sujeto espiritualmente (su pellú –alma– estará identificada con él) y socialmente, por razones que explicaré a continuación; 3) además, los nombres propios se relacionan con las ceremonias rituales más esenciales y, finalmente 4) se extienden a todo el universo.
Los nombres son, pues, una forma de inscripción que representa y evidencia el conjunto de relaciones sociales que atraviesan a la persona. Lo afirmado por Wagner en su etnografía daribi puede ser igualmente válido para este caso: “El nombre resulta siempre una sección, como la persona o el cuerpo conceptual, extraída de una cadena genealógica, y que implica en sí mismo esa cadena” (2013, p. 89). Así, si bien en líneas generales en el acto de nombrar se presupone el traspaso del nombre del abuelo paterno (laku) –o abuela, en el caso de las mujeres–, esta inscripción del nombre propio podía extenderse a cualquier otra persona, como forma de registro de una alianza.
Así pues, la importancia otorgada al nombre resulta de la relación que éste ocupa como expresión de la existencia social de la persona, pero no en el sentido individual, sino en una relación indisoluble con los demás y con el entorno que tensionan la distinción entre la parte y el todo. El otorgamiento de un nombre supone un fenómeno de “marcación” (y, cabe recordar, marcar es una de las acepciones de la escritura en la lengua gününa yájich) donde lo que se establece es un punto de referencia dentro de un ámbito de relaciones potencialmente infinito. Esta designación, a decir de Wagner para los daribi, es inherentemente racional e implica “algo que es al mismo tiempo menos (una de las muchas relaciones potenciales) y más (una clase, un rango de objetos o seres) que la persona designada” (ibid., pp. 89-90). Así pues, para el caso mapuche-tehuelche, el nombre es menos –una persona del presente, sometida a determinadas circunstancias específicas que lo distinguen de los demás– y más –la inscripción de una genealogía, de un sistema de alianzas y de un conjunto de acciones que lo preceden.
Aún no podemos explicar, sin embargo, el conflicto ocurrido al Padre Balda señalado por Sánchez Labrador. Es necesario recurrir a otros testimonios. El perito Francisco Moreno, en relación con ello, comentaba que reconstruir un diccionario gününa kune era laborioso dada la tendencia de los indígenas a “hacer morir” los nombres de las personas y las cosas tras su muerte o, en el caso de animales, tras la muerte de su propietario. En sus palabras:
He notado en los gennaken (gününa kune) la costumbre de cambiar los nombres a las palabras que los indígenas consideran desgraciados, como las que han tenido de apelativos personas que han muerto. Esto dificulta la formación de un diccionario exacto de la lengua, tal como se habla, y la misma observación he hecho con los patagones y los araucanos (citado en Harrington, 1946, p. 252).
Sin embargo, según Harrington –abocado a la reconstrucción de esta lengua a partir de un trabajo de tipo etnográfico– los juicios de Moreno eran infundados, y respondían a la falta de comparación que estableció entre los materiales analizados. Respondiendo al perito, comenta lo siguiente:
Hallándome en el Sur y conociendo los párrafos que acabo de tomar de Viaje a la Patagonia austral, puse ahinco en verificarlos. El Aoenk Kenk y el Gününa Kune nada sabían de la sustitución de los nombres comunes. Con respecto a la de los propios, no la hay definitiva; existe sí la veda de mentar al muerto única y exclusivamente en el trato con sus parientes cercanos, pero la interdicción no es definitiva: dura lo que dura el luto, aproximadamente un año. Quien en ese periodo mencione al difunto –repito, en conversación con pariente cercano– debe pagar al deudo “una multa” (expresión original). Pasado ese lapso, la prohibición queda levantada. Y tanto es así, que constituye norma imponer el nombre del desaparecido a uno de sus nietos, y aun es factible este bautizo en el periodo vedado, con la anuencia previa de la madre o de la nuera (o marido) de la persona fallecida; es decir, sucede lo contrario de lo aseverado por Moreno, ya que el nombre del antecesor se mantiene y recuerda en uno de sus descendientes (Ibid, pp. 252-253, subrayado del original).
Del análisis de Harrington se concluye que, en primer lugar, la institución laku existía también entre gününa kune y aonek’enk (o tehuelches), hecho que confirma mis aseveraciones anteriores sobre el tema, y que permite al lingüista contradecir las opiniones de Moreno. Las prohibiciones a ciertos nombres propios y vocativos estarían entonces relacionadas con el acto de “revelar por efracción el nombre que presuntamente se dice propio, vale decir la violencia originaria que ha privado a lo propio de su propiedad y de su limpieza” (Derrida, 1998, p. 147). Implicaría, pues, una revelación de la marca que compromete a cada quien en términos de representación social y espiritual.
André Menard (2011) ha realizado un eximio análisis sobre la cuestión del nombre y la prohibición, a propósito de las interacciones del norteamericano Edmond Smith con mujeres mapuche en 1855. En su relato, Smith (1914) cuenta cómo en algunas ocasiones intentó retratar a los indígenas utilizando lápiz y papel y asimismo pintar su cuerpo, encontrándose con el rechazo y la desconfianza de éstos y sin comprender el motivo. El viajero inmediatamente vinculó este temor a la representación gráfica con el ya mencionado rechazo a los nombres propios mencionado por Sánchez y Guevara:
La repulsión a dejarse retratar es universal entre este pueblo; porque como son muy supersticiosos y creen en la magia, temen que el que posee el retrato puede dañar o destruir a la persona representada.
El mismo temor supersticioso se nota también en cuanto a sus nombres y pocos son los indios que le dirán cómo se llaman, por miedo a que, sabiéndolo, uno puede adquirir algún poder sobrenatural que redundaría en su contra (citado en Menard, op. cit., p. 65).
Para Menard, la negación a ser retratados comentada por Smith, y asimismo el rechazo a la presencia de nombres propios en determinadas situaciones, se explica por la violencia o el peligro que significa la representación política de un tercero a partir de su nombre (que es, como explicó Foerster, una marca que compromete al sujeto en cualquier situación): “Para los mapuches de Smith, en tanto, la escritura (tanto la escritura alfabética como su forma archi-escritural identificable en el tratamiento de los nombres propios), encarnaba el peligro de la re-presentación mágica (darstellen)” (ibid., p. 66). En palabras del autor, se trata de una concepción “manática” en tanto propiedad que puede manifestarse en la voz o el sonido de una cosa, pero que también puede desprenderse de ella, por ejemplo, a partir de su representación en un retrato. El conocer el nombre de una persona (o bien, un retrato, o cualquier tipo de marca que la referenciara) podía ser, para los grupos indígenas, una forma de ejercer daño a través de la representación mágica por parte de un tercero desconocido.
Así pues, la escritura, aun tratándose de un fenómeno tecnológico novedoso en las sociedades indígenas, fue escrutada y entendida según las mismas lógicas que afectan a otros sistemas de representación, naturalmente peligrosos. Más que supersticiones, lo que se observa aquí es una puesta en orden de situaciones impredecibles según categorías de pensamiento propias del mundo indígena. Otro comentario de Smith (op. cit.) muestra una situación de estas características:
Uno de los presentes señaló un objeto y me pregunto su nombre indio, lo busqué en el diccionario y le contesté inmediatamente. Quedó incrédulo y asomándose, miraba el libro para ver si podía encontrar alguna semejanza entre el objeto y la palabra impresa. Le indiqué la palabra pero no se conformó con mirar, sino que pasó la mano por el libro para palpar las letras. Un soplo de viento hizo sonar las hojas. Quitó la mano al instante, creyendo que el libro le había hablado bajito en lengua desconocida. Como era la mano izquierda, lo consideró de mal agüero. Se retiró y envolviéndose en su poncho pasó varias horas sumido en un silencio pensativo (ibid.., p. 131).
De este relato pueden aventurarse varias observaciones. En primer lugar, al sujeto indígena le llama la atención la arbitrariedad entre la palabra –en este caso, su nombre– y el medio que la contiene –es decir, el libro– y trata de investigar la relación entre ambos. Inmediatamente, tras percibir un sonido que cree relacionado con el libro, se acerca para escucharlo con mayor atención. Su reacción, pues, no es la de buscar un registro, sino interactuar con quien identifica como el emisor del mensaje: el libro. Esta interacción se lleva a cabo mediante el sonido (y no mediante la vista), lo cual adquiere sentido si tenemos en cuenta que en las sociedades signadas por la oralidad no existe separación entre la palabra y la acción de pronunciarla (Ong, 1993). El sonido emitido es parte del mana del libro, en tanto se presume como proveniente de aquel. Desde el punto de vista del individuo mapuche, el libro no es un canal de comunicación entre Smith y su persona: por el contrario, el extranjero es un mediador que interviene entre el emisor del mensaje (el libro) y él. El objeto no es entendido como un medio inerte, sino como aquello que se comunica con él en primer lugar.
Nuevamente se trata, a mi parecer, no de una reacción incomprensible o extraña, sino de un intento de brindar significado a una situación novedosa. El personaje de Smith interactúa con el libro entendiéndolo como el emisor del mensaje, sin presuponer la condición de un objeto inerte, dada su capacidad de comunicarse. Las categorías movilizadas son, por eso mismo, propias de sociedades primarias orales. Esta situación recuerda a lo relatado posteriormente por el cautivo Santiago Avendaño, a quien los indígenas destacaban por su habilidad para “hablar con el papel” (Perna, 2017) y dedicaban horas a escucharlo transmitir el mensaje de la palabra escrita. En ambos casos, en ausencia de conceptos para describir situaciones como el registro, la lectura o la escritura, los actores indígenas movilizan categorías vinculadas a la comunicación oral (como hablar y escuchar) para interpretar lo que está sucediendo.
Así pues, la situación revelada por estas primeras reacciones, sumada a lo que ya conocemos acerca de las “fugas” y los “olvidos” producidos en relación con lo aprendido en las misiones y las escuelas, informa que en muchos casos la relación establecida para con la palabra escrita fue de una cierta indiferencia pero, al mismo tiempo, da cuenta de distintas situaciones de experimentación y progresivo interés por interpretar estas irrupciones utilizando, como no podría ser de otra forma, las categorías de percepción disponibles. En este sentido, resulta apropiado retomar lo argumentado por Jean y John Comaroff acerca de la naturaleza de los intercambios culturales. Según los autores, las situaciones de contacto cultural en ocasiones comienzan con momentos ambiguos e indefinidos, durante los cuales las personas disciernen actos y hechos pero no pueden ordenar descripciones narrativas o articular concepciones del mundo en torno a estas nuevas situaciones. En sus palabras, “individuals or groups know that something is happening to them, but find it difficult to put their fingers on quite what it is” (1991, p. 29). La irracionalidad y superstición imputadas a los indígenas esconden en realidad el hecho de que estos grupos, aparentemente desinteresados o asustados por la escritura, comenzaban progresivamente a entenderla como un acto de inscripción, del mismo modo que otras formas de ordenar y clasificar el entorno que ya se encontraban presentes en sus sociedades. Esta similitud, incomprensible para los observadores occidentales, sería la clave para la pervivencia de la escritura durante los siglos siguientes.
Conclusiones
El proceso de alfabetización y aprendizaje de la escritura entre los pueblos de la Araucanía, Pampa y Patagonia debe abordarse desde la larga duración, como parte de un diálogo cultural complejo, en el cual las decisiones acordadas en concilios religiosos y las cédulas reales enviadas desde el corazón de la Monarquía fueron negociadas y tensionadas por los actores sociales involucrados.
En este sentido, las órdenes religiosas intentaban apegarse a lo estipulado en la Doctrina, pero al mismo tiempo tener plasticidad y adaptarse a las diferentes poblaciones con las que interactuaban y sus costumbres. Los jesuitas fueron particularmente prácticos en observar el estado de la situación con la que se encontraban y actuar en consecuencia. Si en el Paraguay aprovecharon el camino allanado por sus antecesores franciscanos –cuya importancia y complejidad ya se ha mencionado–, en territorio chileno y el sur del Río de la Plata debieron adaptarse a una población indígena que ya tenía cierto conocimiento del español, y que además lo entendía como un valor deseable para mantener relaciones comerciales. Por demás, la enseñanza de la doctrina en castellano debe entenderse no sólo como un resultado de la negociación con los grupos indígenas, sino también como una estrategia adoptada a raíz de la dispersión idiomática, la dificultad de contar con indígenas que oficiaran como maestros, entre otras cuestiones. Lejos de tratarse de una decisión arbitraria, la enseñanza del castellano puede describirse como un proceso en el cual intervinieron las agencias de distintas instituciones y actores sociales, tales como los españoles con quienes los indígenas se relacionaban diariamente, la Corona y su interés en promover la homogeneización de los súbditos, los grupos religiosos y, finalmente, los propios indígenas.
Sin lugar a duda, la posterior incorporación de la escritura por medio de un idioma extraño debió afectar al tipo de relación que los indígenas mantuvieron con la misma, y posiblemente sea uno de los factores que restringió su uso entre los mapuches y tehuelches (en contraste con grupos como los guaraníes), ya que para su adquisición privilegió a aquellos que previamente habían aprendido un idioma extranjero: el castellano. Por demás, resulta necesario advertir que, en lo referente a la incorporación de saberes o tecnologías foráneas, la aceptación o el rechazo del cambio tecnológico deben ser analizados en relación con los contextos que condicionan las preferencias de cada grupo (Archetti, 2005). Lejos de percibir los “beneficios” de la incorporación de la escritura de forma inmediata, las actitudes de los grupos indígenas en un primer momento revelan más bien una indiferencia y distintos intentos por interpretar y relacionarse con la misma. Esta situación ilustra lo que ya había señalado Jack Goody (1990), es decir, que el contacto entre sociedades con y sin escritura no siempre genera la incorporación de esta tecnología por parte de las últimas, sino que esta apropiación sólo se lleva a cabo cuando es considerado necesario, tal como ocurrió en algunas sociedades africanas donde la escritura se desarrolló únicamente como una reacción al contacto con las potencias europeas, a pesar de haber estado a su alcance desde inicios del segundo milenio d.C. debido a su contacto con los árabes. Para los grupos mapuche y tehuelche, este uso de la escritura sólo se volvería deseable a partir de los siglos XVIII y XIX, cuando las nuevas dinámicas sociales, económicas y políticas inducidas por el gobierno colonial (y luego por los Estados nacionales) la transformaron en una necesidad vinculada a la comunicación y a la negociación diplomática y, posteriormente, en uno de los múltiples recursos movilizados con el objetivo de sostener su independencia territorial y política.
El análisis de estas primeras situaciones de encuentro resulta entonces de vital importancia, ya que permite revelar tensiones entre las lógicas indígenas y la introducción de elementos de la sociedad hispano-criolla, y asimismo las categorías movilizadas por los actores sociales para interpretar cambios socio-culturales sin precedentes. El supuesto desinterés inicial de los indígenas por la escritura se trató, por el contrario, de una situación de indeterminación o ambigüedad relacionada con el acto de clasificar y ordenar este nuevo fenómeno en el marco de una estructura de pensamiento. La escritura, en palabras de los Comaroff, se constituyó como un significante de la sociedad colonizadora que se mantuvo en suspenso, siendo vinculado y desvinculado, remodelado y, tiempo después, utilizado para fines simbólicos y prácticos previamente imprevistos y muchas veces no intencionados. De este modo, la potencia de la escritura como inscripción será, en los siglos siguientes, puesta en juego.
Referencias bibliográficas
Aguirre, S. (2006). Cambiando la perspectiva: cautivos en el interior de la frontera. Mundo Agrario, 7 (13). Disponible en https://www.mundoagrario.unlp.edu.ar/article/view/v07n13a07
Aguirre, S. (2012). Entre lo propio y lo ajeno. Los migrantes indios en Buenos Aires a fines del periodo colonial. Revista TEFROS, 10 (1-2), 1-24. Disponible en http://www2.hum.unrc.edu.ar/ojs/index.php/tefros/article/view/249
Archetti, E. (2005). Saberes, poder y desarrollo. El caso de la producción de cuyes en las tierras altas ecuatorianas, Isla, A. y Colmegna, P. (Comps.) Política y Poder en los Procesos de Desarrollo. Buenos Aires, Argentina: Editorial de las Ciencias.
Bechis, M. (2008). Cacicazgos pampeanos: fronteras adentro, fronteras afuera. Revista TEFROS, 6 (1), 1-23. Disponible en http://www2.hum.unrc.edu.ar/ojs/index.php/tefros/article/view/174
Comaroff, J. y Comaroff, J. (1991). Of revelation and revolution. Chicago, USA: University of Chicago Press.
Daher, A. (2011). De los intérpretes a los especialistas: el uso de las lenguas generales de América en los siglos XVI y XVII. En Wilde, G. (dir.), Saberes de la conversión. Jesuitas, indígenas e imperios coloniales en las fronteras de la cristiandad (pp. 74-78). Buenos Aires, Argentina: SB.
Deleuze, G. y Guattari, F. (1980). Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia. Valencia, España: Pre-textos.
De Moesbach, W. (1930). Memorias de un cacique Mapuche: Pascual Coña. Santiago de Chile: Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria (ICIRA).
Derrida, J. (2019). De La Gramatología. México: Siglo Veintiuno.
Deus, L. (1985). Memorias de un cautivo de los indios. Todo es Historia, 215, 78-93.
Durán, G. (2002) En los toldos de Catriel y Railef: la obra misionera del Padre Jorge María Salvaire en Azul y Bragado 1874-1876. Buenos Aires, Argentina: Facultad de Teología, Universidad Católica Argentina.
Durán, T. y Ramion, N. (1987). Incorporación del español por los mapuches del centro-sur de Chile durante el siglo XIX. Lenguas modernas, 14, 176-196. Disponible en https://lenguasmodernas.uchile.cl/index.php/LM/article/view/45858
Febrés, A. (1765). Arte de la lengua general del Reyno de Chile, con un diálogo chileno hispano muy curioso: a que se añade la Doctrina Christiana, esto es, Rezo, Catecismo, Coplas, Confesionario y Platicas; lo mas en Lengua Chilena y Castellana. Y por fin un vocabulario hispano-chileno, y un Calepino Chileno Hispano mas copioso. Lima, Perú.
Foerster, R. (1996). Jesuitas y mapuches 1593-1767. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Foote, S. (2012). Pascual Coña: Historias de sobrevivientes. La voz en la letra y la letra en la voz. Concepción, Chile: Editorial Universidad de Concepción.
Guevara, T. (1908). Las últimas familias i costumbres araucanas. Santiago de Chile: Imprenta Barcelona.
Goody, J (1990). La lógica de la escritura y la organización de la sociedad. Madrid, España: Gedisa.
Goody, J. (1996). Cultura escrita en sociedades tradicionales. Barcelona, España: Gedisa.
Harrington, T. (1946). Contribución al Estudio del indio gününa küne. La Plata, Argentina: Universidad Nacional de la Plata, Instituto del Museo.
Havestadt, B. (1777). Chilidúgú sive Res Chilensis. Rudimenta linguae Chilensis: Opuscula varia arte facta, ad docendos indios Chilenses apta, & grammatica ac dictionario utriusque linguae instructa. Múnich: Typis Francisci Seraphici Hübschmanni.
Hernández, P. (1913). Organización Social de las Doctrinas Guaraníes de la Compañía de Jesús. Barcelona, España: Gustavo Gil.
Jiménez, J, F. (2019). Sujetos que pudiessen leer las Chilcas. La temprana difusión de la escritura entre los mapuche (1775-1818). Quinto Sol, 23 (3), 1-12. Disponible en https://repo.unlpam.edu.ar/handle/unlpam/3698
Malvestitti, M. (2010). Lingüística misionera en Pampa y Patagonia (1860-1930). Revista argentina de historiografía lingüística, II (1), 55-73. Disponible en https://www.rahl.ar/index.php/rahl/article/view/23
Malvestitti, M. y Nicoleti, A. (2012). Evangelización franciscana en la Araucanía: El catecismo de Serviliano Orbanel. Corpus, 2 (2), 1-19. Disponible en https://journals.openedition.org/corpusarchivos/867
Martinic, M. (1987) El juego de naipes entre los Aóniken. Anales del Instituto de la Patagonia, 17, 24-30.
Menard, A. (2011). La lección de escritura de E.R. Smith. Archivo y representación en la Araucanía del siglo XIX. En Delmas, A. y Penn, N. (eds.). Written Culture in a Colonial Context. Africa and the Americas, 1500-1900 (pp. 56-72). Cape Town, Sudáfrica: Cape Town University Press.
Messineo, C. y Tacconi, T. (2018). Los demostrativos y el señalamiento del tiempo en maká (familia mataguaya). VII Amazónicas, Symposium on Tense and Aspect (Morphosyntax), Baños de Agua Santa, Ecuador, 28 de mayo al 1 de junio.
Molina, L. (2014). El otoño del pingüino. Análisis descriptivo de la traducción de culturemas. Castelló de la Plana, España; Universitat Jaume I.
Néspolo, E. (2007). Las misiones jesuíticas bonaerenses del siglo XVIII, ¿una estrategia política-económica indígena? Revista TEFROS, 5 (1), 1-47. Disponible en https://tefros.equiponaya.com.ar/demo/revista/v5n1i07/paquetes/nespolo.pdf
Neumann, E. (2005). Práticas letradas guarani: produção e usos da escrita indígena (séculos XVII e XVIII). Tesis de Doctorado. Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil.
Ong, W. (1993). Oralidad y escritura: Tecnologías de la palabra. México: Fondo de Cultura Económica.
Pedrotta, V. (2017). Tras las huellas de los jesuitas en las pampas argentinas. La reducción “Nuestra Señora de la Purísima Concepción de los Indios Pampas” (1740-1753). Trabajos y Comunicaciones, 45, 1-25. Disponible en https://www.trabajosycomunicaciones.fahce.unlp.edu.ar/article/view/TyCe030/8029
Perna, G. (2017). El “Cuaderno de cuentas y caligrafía” del Archivo Estanislao Zeballos. El proceso hacia una “escuela” de lenguaraces”. Revista TEFROS, 15 (2), 56-77. Disponible en http://www2.hum.unrc.edu.ar/ojs/index.php/tefros/article/view/513
Poblete Segú, M. P. (2009). Prácticas educativas misionales franciscanas, creación de escuelas en territorio mapuche y significado de la educación para los mapuche-huilliche del siglo XVIII y XIX. Espacio regional, 2 (6), 23-33. Disponible en https://revistas.ulagos.cl/index.php/espacioregional/article/view/2960
Sánchez Labrador, P. J. [1772] (1936). Paraguay Catholico. Vol. IV: Los indios Pampas - Puelches - Patagones. Buenos Aires, Argentina: Viau y Zona Editores.
Smith, E. R. (1914). Los Araucanos, O, Notas sobre una gira entre las tribus indígenas de chile meridional. Santiago de Chile: Universitaria.
Valenzuela, J. (2011). Misiones jesuitas entre indios “rebeldes”: límites y transacciones en la cristianización mapuche de Chile meridional (siglo XVII). En Bartolomeu Melià (Ed.), Saberes de la conversión: jesuitas, indígenas e imperios coloniales en las fronteras de la cristiandad (pp. 251-272). Buenos Aires, Argentina: SB Editorial.
Vezub, J. (2011). Mapuche-Tehuelche Spanish Writing and the Argentinian-Chilean Expansion during the Nineteenth Centur. En Delmas, A. y Penn, N. (eds.) Written Culture in a Colonial Context. Africa and the Americas, 1500-1900 (pp. 207-231). Cape Town, Sudáfrica: University Press.
Villar, D., Jiménez, J. y Alioto, S. (2015). La comunicación interétnica en las fronteras indígenas del Río de La Plata y el sur de Chile, siglo XVIII. Latin American Research Review, 50 (3), 70-91. Disponible en https://repositoriodigital.uns.edu.ar/handle/123456789/3084
Wagner, R. (2013). La persona fractal. En Cañedo Rodríguez, M., Cosmopolíticas: perspectivas antropológicas. Madrid, España: Editorial Trotta.
Notas
[1] El más importante fue el parlamento de Quillín llevado a cabo en 1641, ya que marcó el inicio de la gestión de parlamentos generales que persistiría hasta mediados del siglo XIX. En aquella ocasión el marqués de Baides acordó las paces con las parcialidades presentes, captando nuevos aliados al sur del río Bio Bío. Las parcialidades ausentes en el tratado fueron catalogadas como enemigas, pudiendo como consecuencia sufrir la destrucción de sus casas y ser capturados y vendidos como esclavos.
[2] Según Neumann, a pesar de que algunos indígenas supieran hablar y leer en español, la difusión de la escritura en ese idioma permaneció limitada, y los agentes capaces de lograrlo fueron una excepción.
[3] Cabe decir que nuestro análisis sobre el tema retoma lo argumentado en un reciente trabajo de Villar et al. (op. cit.), y pretende profundizar en sus conclusiones a partir de un retorno a la fuente de Sánchez Labrador, que los autores referencian de forma indirecta.
[4] Así, por ejemplo, José Antonio Longkochino, principal secretario de Valentín Saygüeque, fue alfabetizado en la misión de Kudiko, y ejerció el oficio secretarial en la misión de San José de la Mariquina. Bernardo Namunkurá, sobrino y escribano de Kallfukurá, fue criado en las misiones de Pitrufquén.
Enlaces refback
- No hay ningún enlace refback.
Copyright (c) 2025
-----------------------------------------------------------------------------------------
La Revista TEFROS es una publicación del Taller de Etnohistoria de la Frontera Sur, © 2004 TEFROS. ISSN 1669-726X / CDI 30-70855355-3 / Registro de la Propiedad Intelectual Nº 617309
Dirección postal: Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Río Cuarto. Enlace ruta 36 km 601 - 5800 – Río Cuarto, Argentina.
Correo electrónico: rtefros@hum.unrc.edu.ar
Página web http://www2.hum.unrc.edu.ar/ojs/index.php/tefros/index
La Revista TEFROS sostiene su compromiso con las políticas de Acceso Abierto a la información científica, al considerar que tanto las publicaciones científicas como las investigaciones financiadas con fondos públicos deben circular en Internet en forma libre, gratuita y sin restricciones.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-Compartir Igual 4.0 Internacional. https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/
Indizaciones y Directorios