“El fruto de los que mueren adultos es muy dudoso cuanto es difícil vivir mal y morir bien…”.

La conversión socio-religiosa al sur de la frontera del Biobío. Siglo XVII, de Pablo Larach Herrera,

Revista TEFROS, Vol. 23, N° 1, artículos originales, enero-junio 2025: 43-76. En línea: enero de 2025. ISSN 1669-726X

 

Cita recomendada:

Larach Herrera, P. “El fruto de los que mueren adultos es muy dudoso cuanto es difícil vivir mal y morir bien…”. La conversión socio-religiosa al sur de la frontera del Biobío. Siglo XVII, Revista TEFROS, Vol. 23, N° 1, artículos

 

 

“El fruto de los que mueren adultos es muy dudoso cuanto es difícil vivir mal y morir bien…”.[1] La conversión socio-religiosa al sur de la frontera del Biobío. Siglo XVII

 

“Since it´s difficult to live bad and die good, it´s doubtful to bear fruit from those who die …”. The socio-religious conversion south of the Biobío frontier, 17th century    

 

“O fruto dos que morrem adultos é muito duvidoso, do mesmo modo que é difícil viver mal e morrer bem...”. A conversão sociorreligiosa ao sul da fronteira do Biobío. Século XVII

 

Pablo Larach Herrera

Universidad de Sevilla, Sevilla, España

Contacto: plarach@gmx.de – ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9725-7627 

 

Fecha de presentación: 15 de marzo de 2024

Fecha de aceptación: 30 de octubre de 2024

 

Resumen

El objetivo del siguiente trabajo es analizar la contraposición de fuerzas que se dio entre los aspectos terrenales y espirituales - políticos y religiosos- pactados con los mapuches de las tierras libres al sur del Biobío durante el siglo XVII. Aducimos que la especial situación de independencia política y autonomía cultural mapuche que se dio luego del alzamiento de 1598-1604 influyó tanto en el desarrollo de las relaciones interétnicas pactadas en los parlamentos generales, como en la metodología y los logros evangelizadora practicada por los jesuitas. La política de negociación y pactos hispano-mapuche basada en una marcación fundamental de la alteridad, guiaron las relaciones interétnicas cívicas y religiosas a lo largo del período colonial. Este estado negociado impidió a los españoles imponer su cultura cívico-religiosa, y a los indígenas mantener las suyas.

Palabras clave: Relaciones fronterizas; evangelización; parlamentos; mapuche.

 

Abstract

The following paper aims to analyse the oppositions of forces given between earthly and spiritual, or political and religious aspects covenanted with the Mapuche communities living in the free lands south of the Biobío frontier during the seventeenth century. We argue that the special situation given by the Mapuche political independence and the cultural autonomy regained after the 1598-1604 indigenous uprising, had an influence on the development of the interethnic relations pacted during the general parliaments, and on the Jesuit order’s evangelising methods and achievements. The Spanish-Mapuche negotiation and pact policy based itself on a fundamental differentiation of the otherness, guided the civic and religious interethnic relations all along the colonial period. The resulting negotiated state of affairs hindered the Spaniards from imposing their civic and religious culture upon the Mapuche, and at the same time kept the latter from maintaining their culture.

Keywords: borderland relationships; evangelisation; parliaments; Mapuche.

 

Resumo

O objetivo deste artigo é analisar a contraposição de forças que ocorreu entre os aspectos materiais e espirituais - políticos e religiosos - acordados com os Mapuches das terras livres ao sul do Biobío durante o século XVII. Argumentamos que a situação especial de independência política e autonomia cultural mapuche que surgiu após a revolta de 1598-1604 influenciou tanto o desenvolvimento das relações interétnicas definidas nos parlamentos gerais quanto na metodologia e alcances da prática evangelizadora dos jesuítas. A política de negociação e pactos hispano-mapuche baseada em uma marca fundamental de alteridade guiou as relações interétnicas civis e religiosas durante todo o período colonial. Este estado negociado impediu que os espanhóis impusessem sua cultura cívico-religiosa e que os indígenas mantivessem sua cultura.

Palavras-chave: Relações fronteiriças; evangelização; parlamentos; mapuche.

 

Introducción

La evangelización de los mapuche al sur de la frontera del Biobío durante el siglo XVII se realizó en un contexto político territorial particular que afectó profundamente la forma y el desarrollo de cómo se llevó a cabo. Dicho contexto se puede caracterizar como una obligada negociación interétnica fronteriza. La resistencia armada que opusieron los mapuche a su conquista durante toda la segunda mitad del siglo XVI desembocó en la batalla de Curalaba de 1598, suceso que ocasionó la muerte del gobernador del Reino de Chile, Martín García Óñez de Loyola y el inicio del alzamiento general de 1598-1604 que fulminó la efímera dominación hispana en la región centro sur de Chile. La destrucción de las siete ciudades fundadas al sur del Biobío, la muerte, expulsión y cautiverio de muchos(as) de sus pobladores(as), creó una frontera de facto en el río Biobío, sancionada mediante real cédula en 1612 (Téllez, et. al. 2020), ratificada treinta años después en el Parlamento de Quilín de 1641, que dividirá los territorios controlados política y culturalmente por los españoles e indígenas al norte y sur de dicho caudal.

Los estudios y enfoques respecto al fenómeno fronterizo y las relaciones allí entabladas, como las definiciones que de este concepto se han acuñado son numerosas.[2] La polisemia analítica que los estudios del fenómeno fronterizo poseen hace que las descripciones y análisis al respecto hayan adoptado diferentes enfoques y se hayan centrado en diversos aspectos de la misma. La frontera se ha visto y analizado como delimitadora tanto de los espacios como de las concepciones histórico-territoriales e ideológicas con las cuales esta se ha explicado y observado. La complejidad de las relaciones interétnicas (Contreras, 2022) que surgieron de las negociaciones fronterizas a partir del contacto directo y permanente que las mismas generaban hacen necesario que la consideración y definición de frontera se analice ya no como un espacio geográficamente estático, como una línea divisoria temporal o cartográfica de un territorio, deshumanizando a los actores que conforman la frontera, sino más bien como un espacio liminal, entendido éste a partir de las estructuraciones culturales que rigen internamente cada sociedad, y que se ven enfrentadas en diferentes situaciones de contacto (Foerster y Vergara, 1996). Con ello la frontera pasa de ser una línea divisoria a un “hecho social total” (Mauss, [1950] 1990) que involucra aspectos socio-políticos, económicos, militares y religiosos, y adquiere una movilidad aparejada tanto a los individuos que transitan e interactúan entre ellos, como a las instituciones que dichos individuos representan (Obregón, 2008). Desde esta perspectiva, las fronteras en general, y la hispano-mapuche en particular se pueden caracterizar y definir por el nivel de control político-cultural que se tuviese de ellas (Turner, 2002): un área ecuménica, representada generalmente por un casco urbano, o para el caso mapuche un lob[3], en donde el control político cultural ejercido por su correspondiente sociedad era total; una zona de influencia o contacto, en donde se sucedían los encuentros y relaciones con la contraparte fronteriza y, especialmente, en las áreas de avance colonial, un espacio pretendido, cuya propiedad podía estar disputada por uno o más actores. Nuestro análisis se centrará en las dos primeras áreas; en la primera como fuente de agencia cultural, y en la segunda como lugar de interacción de dichas agencias.

La concepción de frontera como espacio liminal se conjuga con el concepto de agencia que deseamos abordar en este artículo desde el enfoque posestructuralista propuesto principalmente por Giddens y Bourdieu (Robb, 2010). Estos autores ven una relación dialéctica entre el sujeto (actuante) y la realidad socio-cultural (estructura) dentro de la cual el primero se desenvuelve. Desde esta perspectiva la acción realizada por el sujeto actúa dentro y es influida por los parámetros culturales que la cobija, tendiendo dicha acción primordialmente a reproducir o reafirmar dichos parámetros (Douglas, 1966), y correspondientemente, sus acciones pueden llegar a transformar la estructura cultural en la que actúa. Las acciones a su vez son moldeadas por el hábito (Bourdieu, 1977) o costumbres, que representarían la internalización de los medios a través de los cuales las estructuras históricas heredadas se reproducen a sí mismas en el actor (Knapp y van Dommelen, 2008). En este sistema dialéctico relacional la agencia se define como una característica esencial de la sociabilidad humana. Representa la capacidad humana, ya sea individual o colectiva, de incidir en el propio devenir o en el de la sociedad que lo cobija, existiendo, por ende, una relación entre acción, agencia e identidad (Robb, op. cit.). La interacción en la zona de influencia o contacto, es decir, entre espectros culturales disímiles tenderá a tensionar las matrices identitarias que confieren cohesión a uno u otro lado del espacio liminal provocando un “drama social” (Turner, 1974), sobre el cual actuarán diferentes mecanismos destinados a resarcirlos, ya sea cerrando el espacio liminal o expandiéndolo mediante una reformulación total, parcial o híbrida de la matriz identitaria.

En la frontera hispano-mapuche el “espacio pretendido” cobrará fuerza ya que la “pérdida” territorial ocasionada por el alzamiento no significó la pérdida de la esperanza de volver a recuperar aquellos territorios considerados como pertenecientes a la Corona española y a sus habitantes como sus vasallos, sino que más bien fue considerada desde una perspectiva teleológica, como un espacio-tiempo de transición destinado a civilizar a los individuos que habitaban allende ella e integrarlos al espacio ecuménico español. Sin embargo, desde el alzamiento de comienzos de siglo y las décadas posteriores a este acontecimiento el control político y económico español en la zona se vio considerablemente reducido y amenazado (Contreras, op. cit; Goicovich, 2007) por diversos factores: por su incapacidad de imponerse por las armas a los mapuche, por la sempiterna posibilidad de que las potencias europeas de ultramar, en especial ingleses y holandeses, se asentasen en la zona, y por la complejidad que fueron adoptando las relaciones fronterizas creándose paulatinamente un “mestizaje de los comportamientos por ambas partes y la creación de una serie de modos de convivencia que constituían un código de conducta no escrito en la frontera” (Contreras, op. cit, p. 77) pero que paulatinamente se fue imponiendo por su propio peso. Esta situación contribuyó a establecer un “pacto colonial” (Pinto Rodríguez, 2000; Foerster, 2008) para canalizar este nuevo modelo de relaciones interétnicas, que desembocó en la institucionalización de los parlamentos y las misiones como formas de acercamiento político y religioso, y que guió de manera preferente las relaciones interétnicas durante todo el período colonial (Boccara, 2005). La conjugación de estas dos instituciones implicaban las concepciones hispanas a nivel civilizatorio de aquellos aspectos políticos, civiles y religiosos que debían reunir los indígenas para que se eliminase el limen fronterizo cultural. Sin embargo, las relaciones interétnicas allí canalizadas poseían un marcado carácter híbrido y transcultural, y en particular el parlamento, como representación y traducción lingüística-cultural de la forma mapuche de relacionarse sociopolíticamente en el coyagtun (Pichinao, 2012; Payás, Zavala Cepeda y Curivil Paillavi, 2014). Es precisamente en esta instancia que se pactarán las nuevas formas de convivencia pacífica entre hispanos y mapuche, las cuales influirán de manera decisiva en la evangelización mapuche. El “pacto colonial” representado en los parlamentos compelía tanto a los indígenas a cristianizarse y aceptar su vasallaje al rey, como a los españoles a respetar las estructuras sociopolíticas mapuche simbolizadas en un conjunto de ceremonias y costumbres.

La evangelización del mapuche en la zona fronteriza por parte de la orden jesuita no permaneció ajena a este contexto. Los ignacianos utilizaban un método particular que adaptaba la enseñanza y práctica de la doctrina cristiana a las condiciones culturales y coyunturales que se les presentaban allí donde fuesen a misionar. Con ello pretendían acercarse individual y culturalmente al no-cristiano para introducirse en su universo socio-espiritual y desde allí modificarlo con el fin de alcanzar su conversión y salvación. Este método es conocido como acomodación (Rubíes, 2005; Zupanov y Fabre, 2018). Con él no se buscaba únicamente solucionar cuestiones prácticas, como la posibilidad o capacidad de penetrar, mantenerse a salvo y ser aceptados en regiones que podía llegar a ser en mayor o menor medida hostiles a la presencia europea y misionera, como era el caso de las regiones fronterizas. El fin último de la empresa evangelizadora jesuita, así como el de las demás órdenes que predicaban en América, era la conversión del pagano, es decir, su plena transformación socio-religiosa (Díaz, 2010).

Posiblemente uno de los informes más devastadores, lúcidos, y digamos, honestos que hemos encontrado sobre el “estado de las misiones” y los avances de la evangelización indígena en las tierras libres al sur del Biobío fue redactado a petición del Santo Sínodo de 1701-1702 por miembros de la Compañía de Jesús. La cita que nos sirve de título, tomada de uno de estos informes, implica las disquisiciones religiosas respecto a la conversión que circulaban en el orbe cristiano desde la época de Tomás de Aquino y que serían retomadas posteriormente por Francisco de Vitoria y José de Acosta para la evangelización amerindia (Vitoria, 1532; Acosta, 1588). Éstas atendían a la capacidad y posibilidad de alcanzar la salvación del alma mediante la conversión, es decir, a la competencia racional del amerindio que lo facultaba a la búsqueda de la divinidad, y a la verdadera forma de conducir la vida en policía cristiana conocida gracias a la revelación divina. En este sentido, la conversión solo se podía alcanzar a través de la plena metanoia cultural de aquellos aspectos ontoepistemológicos que guiaban la vida cívico-religiosa, es decir, mediante la voluntaria aceptación de ser creaciones del dios cristiano y la adopción del estilo de vida y costumbres cristianas (Valenzuela, 2017a). José de Acosta es claro al respecto: “primero hay que cuidar que los bárbaros aprendan a ser hombres, y después, a ser cristianos” (Acosta, op. cit, Libro III, Capítulo XIX).

Llegada la hora de la muerte se realizaba un último encuentro sacramental entre el misionero y el indígena moribundo. La imperiosa necesidad cristiana de salvar sus almas impedía que se le negase la extremaunción al indígena, o su consecuente preludio bautismal, lo que completaba la eficacia sacramental para su salvación espiritual (Concilio de Trento (1545-1563), 1787, Sesión XIV, 25/11/1551; Foerster, 1996; Pinto Rodríguez, 1988. Lo que los misioneros jesuitas redactores del informe ponían en duda, no era la eficacia sacramental, sino el destino escatológico de aquellas almas dada la escasa voluntad de los indígenas de aceptar la vida en policía cristiana, la que representaba, tal y como lo estipulaba Acosta, la base sobre la que se apoyaría la creencia y con ello la verdadera conversión indígena. La crítica al estado espiritual en el que morían los indígenas concuerda con los preceptos tridentinos acerca de la necesidad de conducir cristianamente las acciones terrenales para alcanzar la salvación al final de los tiempos. Según Trento “hay que procurar la salvación con temor y temblor, por medio de trabajos, vigilias, limosnas, oraciones, oblaciones, ayunos y castidad” (Concilio de Trento, op. cit, Sesión VI, Sobre la Justificación, Capítulo XIII). Con ello se esperaba conseguir un cambio de paradigma en las costumbres indígenas que los inscribiese en los parámetros de pensamiento occidentales y los situase en el engranaje del cuerpo místico paulino (Le Goff y Truong, 2016). La conversión no se lograba exclusivamente mediante un cambio verbal o ritual de las creencias, sino también conductual. Por ende, la conquista espiritual debía demarcar cristianamente tanto el espacio, mediante la erección de iglesias, la fundación de colegios, noviciados, residencias y misiones, como el tiempo, en la llamada diaria al rezo, en la doctrina o en el trabajo que encasillase al indígena a ciertas actividades físicas y espirituales (Gaune, 2013).

Los primeros misioneros de la Compañía de Jesús que arribaron a Chile a finales del siglo XVI tuvieron que modificar en un principio sus objetivos religiosos por otros más terrenales. La coyuntura política a las que se vieron enfrentados los misioneros en las tierras libres representó una situación especial que influyó de manera fundamental en la implantación de los tiempos y espacios cristianos y con ello en el desarrollo de la evangelización. El entendimiento del contexto en el que se encontraban insertos, hizo concluir a los jesuitas, y en especial al padre Luis de Valdivia, que el mejor medio hacia la conversión religiosa al sur del Biobío era alcanzando la paz, la justicia y el perdón mutuo mediante su propuesta de Guerra Defensiva (1612-1625)[4] (Pinto Rodríguez, 1988). Estos aspectos político-pacifistas se entremezclaban, no obstante, con otros de marcado carácter subyugador punitivo como la aprobación y apoyo a la esclavitud indígena (Jara y Pinto Vallejos, 1982-83; Valenzuela, 2017b) como medio de extracción forzosa para su “disciplinamiento religioso […] a través del evangelio y las prácticas sacramentales” (Gaune, 2019, p. 4). Las paces pondrían fin a los enfrentamientos bélicos abriendo la posibilidad a la entrada de los misioneros, aun cuando las condiciones con las que se acordaron influyeron en su ámbito de acción. Las conversaciones de paz celebradas a principios del siglo XVII entre Luis de Valdivia y las parcialidades que las aceptaron, como preámbulo de los futuros parlamentos generales, buscaban, desde la perspectiva católica, “establecer una estructura legal aprobada por todos los mediadores con el objetivo de introducir el cristianismo” (Gaune, op. cit, p. 4), en el que la paz jurídica del rey diese paso a la paz evangélica de Dios. Sin embargo, esta transición desde las paces seculares a las espirituales no se logró concretar ya que los acuerdos firmados en los parlamentos mantuvieron en vigor las costumbres indígenas como condicionante de las mismas. Estas relaciones y condicionamientos políticos frente a la Corona eran descritas por los funcionarios reales resaltando una marcada ambivalencia coyuntural como “producto del comportamiento híbrido, representado por el estado negociado” (Chuecas, 2018, p. 71).

Según estas consideraciones proponemos entonces que, pese a la importancia histórica, política, social y religiosa que los parlamentos tuvieron para el desarrollo de las relaciones interétnicas hispano mapuche, esta estrategia fracasó en su intento de imponer un modelo socio-religioso cristiano al sur del Biobío por una serie de factores a nivel local, global y cultural. La incapacidad militar española de controlar los territorios dominados por los mapuche junto a la siempre latente amenaza de ultramar ponían en jaque la integridad tanto del territorio chileno como peruano. Esta situación hacía perentoria la creación de una alianza con los mapuche que terminó por imponer una política de negociación interétnica forzada basada en “un ritual de encuentro donde la marcación de la alteridad era lo central” (Foerster y Vergara op. cit, p. 25) y que los mapuche sabrán canalizar políticamente a su favor imponiendo, hasta cierto punto, la conservación de sus propias normas socio-culturales de relacionarse como condición de los acuerdos de paz, que facilitarán la continuación de su desarrollo social dando sus propias respuestas a la nueva coyuntura en ciernes.

 

La pax hispana, la evangelización y los indios amigos

La relación de fuerza, y por ende de control efectivo que se daba entre la población nativa en los centros de poder hispano y entre aquellos en espacios fronterizos y territoriales allende sus líneas, influyó decisivamente en las relaciones culturales que allí se forjaron. La presencia, utilización y posición de fuerza de los indios amigos –aquellos que por uno u otro motivo habían decidido actuar al lado del bando español, aun cuando en muchos casos sólo hubiese sido de manera temporal pero decisiva para su desarrollo, es relevante en todo el orbe americano. Sin ellos la conquista del territorio no se hubiese podido llevar a cabo (Jara, 1981; Ruiz-Esquide, 1993; Matthew y Oudijk, 2007). Especialmente en las fronteras del imperio su servicio ayudaba a mantener la precaria situación en la que los españoles se encontraban. En Chile, la situación de continua rebeldía que se mantuvo luego del alzamiento hacia las imposiciones terrenales (servicio personal, trabajo en minas y haciendas) y espirituales (aceptación de la fe cristiana) con la consecuente inestabilidad política y territorial que esto producía, llevó a la promulgación de una serie de políticas y leyes específicas para los indios de Chile (Recopilación Leyes de Indias, Tomo II, Libro VI, Titulo, XVI, De los Indios de Chile, 1683), con la doble finalidad de alcanzar una mayor sujeción del indígena (cédula esclavista de 1608), y nuevas formas de relacionarse económica y laboralmente con ellos. Sobre esto último cabe destacar la no encomendabilidad de los indígenas que habitaban la frontera y los espacios allende esta considerados de Patrimonio Real y que los eximían de ser repartidos en mita o alquilados y los facultaba a recibir un salario por los trabajos en servicio al rey (Recopilación, T.II, L. VI, T. XVI, Leyes V-X).

Junto a esta reacomodación normativa de las relaciones interétnicas se llevó a cabo una política de obligada permisividad por parte de los gobernadores hacia aquellas costumbres sociales mapuche que iban en contra de la “aceptación” del cristianismo a través del agua bautismal, como por ejemplo la poligamia, el uso de bebidas alcohólicas, el sacrificio de prisioneros, los ritos fúnebres, el reconocimiento de las autoridades religiosas y el sistema de asentamientos. También tuvieron que aceptar y acomodarse a aquellas concernientes a la ritualidad practicada en las ceremonias de paz durante los parlamentos. Su asistencia al ejército y poblaciones fronterizas, frente a las amenazas internas y externas de la Corona, tal y como queda estipulado en cada uno de los parlamentos realizados, sobrepasaba los intereses evangelizadores de la Corona y la Iglesia, por lo que se veían obligados o compelidos a respetar sus costumbres, estuviesen éstas de acuerdo o no con las normas cristianas y así evitar descontentos entre la población indígena que condujesen a un nuevo alzamiento. Esta política de permisividad, aun cuando todavía en ciernes, la apreciamos ya poco antes del primer alzamiento durante la primera entrada que hicieron los jesuitas al sur del Biobío. Los misioneros allí enviados mencionan que

 

[…] a los que nos iban a ver al fuerte [les dieron] sólo una general noticia de los preceptos de Dios y de los misterios de la fe, sin declararles las obligaciones que tenían, si se habían de hacer cristianos […] y así nos lo había dicho el gobernador, porque no entendiesen era quererles quitar las mujeres […] y en efecto no estaba la gente dispuesta a predicarles bautismo y las obligaciones que traía.[5]

 

Existía pues, una indisposición por parte de las comunidades indígenas a aceptar las implicaciones culturales que la religión y costumbres cristianas les imponían, y en especial aquellas que afectaban directamente a la estructura familiar, por lo que la instrucción se basaba en los aspectos más generales de las creencias cristianas obviando las obligaciones sociales que estas implicaban, principalmente la monogamia y el consumo en exceso de bebidas alcohólicas.

El “vacío” de poder en aquellos espacios pretendidos, rellenado solo de manera parcial y unilateralmente en la figura del Patrimonio Real, ponía en peligro toda la empresa en Chile y América (Díaz, op. cit.), caracterizada fundamentalmente por dos aspectos; uno temporal y otro espiritual.

En lo temporal, los informes sobre el alzamiento general presentaban a Chile como una pieza clave dentro del engranaje sudamericano,[6] definido como “la llave del Perú”.[7] La esporádica, aun cuando constante (Urbina, 2016), presencia de navíos holandeses e ingleses por las costas del mar del sur y el contacto que éstos buscaban con los indígenas de la zona hacían peligrar la hegemonía hispana en esas tierras. De hecho, pocos años antes del alzamiento la situación era muy similar y ya se reflexionaba sobre las relaciones que los indígenas podían entablar con los ingleses y las consecuencias que esto supondría especulándose que entre las partes se habría pactado que los indígenas podrían seguir viviendo de acuerdo a sus costumbres.[8] En 1673 se envió un informe anónimo a España acerca de la situación política interna más allá de la frontera y la aparición por esas fechas de un navío inglés.[9] En él se explicita el aborrecimiento que los indígenas aun sentían hacia la nación española haciéndolos proclives a sentar alianzas con las naciones extranjeras, como ya había sucedido en 1643 durante el viaje realizado por el holandés Hendrick Brouwer.[10] Todas estas situaciones hacían perentorio que aquel vacío de poder se volviese a llenar, y que los españoles tuviesen algo con que sujetar los territorios que consideraban de su dominio frente a los intereses de las demás naciones europeas.

En lo espiritual, la Corona nunca abandonará su intención de cristianizar a los indígenas, como tampoco el evitar que fuesen influenciados por las ideas luteranas que intentaban ingresar por el sur, conjugando en este sentido sus ideas hegemónicas espirituales y terrenales. El Patronato Regio concedido por el Papa a los reyes de España para la expansión del catolicismo por las Indias occidentales llevaba implícita la idea de limitar la presencia que las doctrinas consideradas heréticas pudiesen tener en el Nuevo Mundo al transferir la responsabilidad y el deber de evangelización a una sola nación.[11] La presencia inglesa en la década de 1670 brinda algunas informaciones sobre el peligro espiritual que su influencia podía suscitar sobre los neófitos ya que sus voluntades las “tienen ganada por el modo de vivir a una usanza en la libertad de conciencia.”[12] Es notable como se equiparan ciertas costumbres indígenas con las de los ingleses haciendo una clara referencia a la herejía practicada por unos y otros -aun cuando a los indígenas no se les considerase herejes sino paganos-, en especial aquella relacionada con la libre interpretación de las sagradas escrituras, es decir, a la no intervención de la Iglesia católica en los asuntos de la fe, o en su defecto, en los asuntos cívicos.

Es en este sentido que consideramos se conjugaron tres aspectos decisivos para el futuro desarrollo de las relaciones hispano-mapuche. La amenaza secular de las potencias extranjeras, la incapacidad española de imponerse por las armas a los indígenas y la misma agencia mapuche a la hora de negociar las paces, situó a la Corona en una posición de obligada negociación frente al mapuche creando la necesidad, pensada como transitoria en el mejor de los casos, de ceder en aspectos como la conservación de sus costumbres y territorios a cambio de una alianza frente a los enemigos internos y externos del rey. Es importante mencionar que al interior de la matriz identitaria en donde se reproducen los hábitos o costumbres, existen “agencias múltiples y colectivas” que tienen la capacidad de actuar acorde a una situación o relación específica. Estas múltiples agencias no coinciden necesariamente con los objetivos de otros actores, aun cuando pertenezcan a un mismo espectro cultural. En este sentido para comprender las diferentes agencias en interacción en las respectivas zonas ecuménicas y de contacto debemos ser capaces de ver las acciones como “emergiendo de” actores que persiguen sus propios intereses (institucionales y privados) y no como meros reproductores de estructuras culturales fijas, sino también a partir de un entendimiento acerca de lo que una actividad en particular consiste, cómo debe ser llevada a cabo, por quién y en qué circunstancias, y cuáles son sus posibles significados y límites (Knapp y van Dommelen, 2008). La confrontación de múltiples agencias se ve reflejada en la situación cívico religiosa en los alrededores del fuerte de Arauco, enclavado al sur de la frontera, pocos años después del alzamiento, y que se caracterizaba principalmente por la exclusiva utilización militar de los indios aliados de los españoles en contra de las parcialidades aun en pie de guerra sin casi otorgarles instrucción religiosa alguna.[13]Durante las negociaciones de paz con algunas parcialidades a fines de la década de 1610 los jesuitas salieron a misionar informando que lo principal que

 

[…] se pretendió con esta jornada fue asentar de una vez con las cabezas de la guerra las capitulaciones que se les pedían de parte de su majestad y las que nosotros les pedíamos [… como] han de dar entrada a los padres de la compañía […] para enseñar la ley de Dios a los que fuesen cristianos y a los que lo quieren ser de nuevo sin hacerles daño en sus personas o cosas ni estorbarles que no hagan su oficio.[14]

 

Con relación a la recepción y aceptación de la fe cristiana acordada en los parlamentos celebrados en Catiray, Arauco, Paicaví (1612) y Nacimiento (1617) es necesario hacer una aclaración. Por una parte, se acuerda la entrada segura de los sacerdotes a las parcialidades para que prediquen, pero, por otra parte, se le da la opción al indígena, marcada por el libre albedrío, de aceptar o no la nueva religión que se le ofrece. Los acuerdos allí firmados otorgaban a los indígenas el derecho a rechazar aquellas cosas que pudiesen “estorbar su oficio”. Aun cuando aquí no se mencionen cuáles eran estos aspectos se puede colegir de las fuentes misionales que se referían a la poligamia, al uso de bebidas alcohólicas y al sistema de asentamiento disperso. Durante esta fase inicial de las negociaciones y ante la negativa de algunos indígenas a bautizarse, por el miedo aun presente a perder sus familias (Larach, 2021), el padre Valdivia les respondió que de acuerdo a lo estipulado por el rey no se les quitarían sus mujeres, fueran estas cristianas o no, “que le constaba con decirles que aquello era pecado contra razón y contra la ley de Jesucristo y dejarlo a su voluntad”.[15] Además solo se llamaría a rezar a los muchachos de 15 años o menores “y a las niñas que ellos de su voluntad me enviasen”.[16] En 1633, los misioneros a cargo de la doctrina de los indios amigos de la misión de Buena Esperanza, San Cristóbal, Talcamavida y Santa Fe pudieron comprobar los frutos que de estas negociaciones interétnicas se comenzaban a cosechar. Se quejaban que los indígenas tenían solo el nombre de cristianos “porque no se ajustan a la ley evangélica, más de en lo que quieren, y les está bien, y los que no, guardan sus usos gentilicios, tienen muchas mujeres, hechicerías, agüeros, y invocaciones al Pillán” (Rosales, 1991, p. 44). Lo mismo sucedía en la persistencia de la ceremonia fúnebre indígena, realizada generalmente fuera de las iglesias y sin la asistencia de un sacerdote, ya que el muerto requería de una autopsia realizada por un especialista y su cuerpo debía ser enterrado junto a sus antepasados, por lo que los misioneros decidieron “que en materia de enterrar cada uno siguiese su dictamen”.[17] A mediados de siglo, la persistencia y continuidad de las costumbres indígenas se considera como uno de los estorbos que impiden a los misioneros realizar una correcta y, sobre todo, eficaz evangelización. El jesuita Alonso del Pozo declara por la década de 1640 que

 

la guerra […] les ha hecho tan adversos a ellos y a sus cosas, que hasta las cosas de Dios, por ser cosas, en que los españoles se esmeran, y ponen su mayor estimación, las tienen aversión. Y […] así aborrecen el oír la palabra divina, las ceremonias eclesiásticas, sus ritos y sus leyes, y de todo huyen; porque de todos se recelan. Y el temor a la ley divina, es principalmente, por ser tan contraria a sus leyes, y no quererlas dejar. Porque no quieren dejar la multiplicidad de mujeres, las borracheras, las hechicerías, y otros vicios y usos gentilicios, que abomina y reprende la religión cristiana […] de aquí es que ni los gobernadores, ni justicias, no pueden ni se atreven a hacerles fuerza: para que dejen sus antiguos vicios porque aun no están conquistados (Rosales, op. cit, pp. 39-41).

 

Alonso del Pozo proporciona aquí una visión global de aquellos aspectos cívico-espirituales necesarios de inculcar en el indígena para alcanzar la verdadera conversión y cuya omisión o impedimento resultaría en el fracaso de la evangelización. El “temor y temblor” tridentino no había logrado calar en las mentes de los indígenas, ya que al no haberse interiorizado o apropiado la concepción escatológica cristiana (Larach, 2019) no tenía sentido cambiar sus costumbres. Por otro lado, las formas cívicas cristianas resultaban contraproducentes ya que su implantación produciría un descalabro en las relaciones sociales asociadas a estas costumbres, y a los parámetros culturales que las cobijaban. Y lo que es más relevante quizás aun, la conversión se asociaba a la capacidad española de conquista, es decir, a la integración del amerindio al sistema socio-político hispano-occidental. En la misión de Buena Esperanza, a mediados de la década del 1680, se aduce el problema de la sujeción cuando se menciona que los primeros que necesitan predicación son las parcialidades fronterizas por estar siempre ocupadas en sus funciones bélicas y “que para que puedan los padres misioneros cumplir con su obligación y con el ministerio que su majestad les encarga porque faltando el gobierno real sería imposible se consigan los medios del gobierno espiritual”.[18] La autonomía político-territorial negociada en los parlamentos como condicionante de la paz y tan necesaria para la seguridad del reino, representaba contradictoriamente uno de los principales impedimentos a la conversión indígena. Así lo reconocía también el obispo de Concepción, Francisco de Loyola y Vergara al tratar el tema de los indios de depósito[19] y el lugar más idóneo para su mantención, llegando a la conclusión de que era mejor mantenerlos en depósito ya que con los esclavos y encomendados se ha logrado mucho y que éstos “viven humildes y sujetos y los de las reducciones libres y soberbios sabiendo que los hemos menester y que perdidos ellos no es posible defendernos de los rebeldes” (Hanisch, 1981, p. 61).

Si la fuerza de la razón y el libre albedrío no lograban la conversión indígena, se hacía pues imperativo dejar el método persuasivo para adoptar otros de tinte coercitivo, como sucedió en el Perú con el proceso de extirpación de la idolatría (Marzal, 1983; Duviols, 1971; Cañedo-Argüelles, 2012). El control espiritual y corporal del indígena se ejercía en la misión mediante la construcción del saber (Broggio, 2017; Foucault, 1977) a través de dos formas de actuar; una ideal, la del libre albedrío, caracterizada por la persuasión y preferida por la Iglesia aun cuando no fuese del todo efectiva, y otra por intermedio de la coerción punitiva. El III Concilio Limense de 1585, como más adelante también lo especificará el Sínodo diocesano de Santiago de Chile celebrado en 1626,[20] estipuló en su capítulo VII que las faltas de los indios que atañesen al foro eclesiástico (idolatría, apostasía, superstición pagana y los sacrilegios cometidos contra el bautismo, matrimonio y otros sacramentos) habrían de recibir preferentemente un castigo corporal a uno espiritual (Lisi, 1990, p. 207). Sin embargo, los religiosos quedaban exentos de propiciarlo, con el fin de no mancillar el nombre de la religión católica, siendo los “fiscales y funcionarios creados a este fin” (ibid, p. 207) los encargados de aplicar estos castigos, a fin de controlar y revertir las prácticas idolátricas que comenzaron a destaparse a mediados del XVI. En Chile, esta labor fue asumida por los fiscales; indígenas especialmente instruidos en las oraciones y doctrina cristiana encargados de enseñar las oraciones, llamar a los misioneros cada vez que se requería administrar algún sacramento, principalmente el bautismo y la extremaunción, y reunir a la comunidad para oír la misa en las zonas y momentos en que ésta se celebraba, restringida a las reducciones cercanas a los fuertes fronterizos y a las entradas anuales tierra adentro.[21] Sin embargo, en las tierras libres no eran los indígenas los que recibían castigos físicos por sus faltas a la fe y moral cristiana, sino los propios fiscales cuando se mostraba incapaces de reunir a la gente a la doctrina o llamar a los misioneros para que administrasen algún sacramento, [22] lo que era una situación recurrente siendo estos desechados con “palabras soberbias y menosprecio [ni querer…] sujetarse a que ninguno les mande” (Rosales, op. cit, p. 77). Esta actitud concuerda con el sistema político de la sociedad segmental en el que la autoridad que detenta un cargo se ejerce mediante diferentes mecanismos de persuasión y no por el poder que detente un cargo (Bechis, 1999).

Si bien es cierto que en las tierras libres no apreciamos que hubiese existido una transición desde la persuasión a la coerción, sí hubo la intención de llevarla a cabo entre los mapuche libres. Si el binomio persuasión-coerción apuntaba a una conversión por la palabra en contraposición a una conversión por la fuerza, en la que los principales actores eran los misioneros y funcionarios seculares, en las tierras libres al sur del Biobío el binomio se centró en la doctrina-esclavitud. La cédula esclavista en vigor desde 1608 hasta 1683 condenaba a la esclavitud a todo aquel que no se hubiese convertido al gremio de la iglesia al momento de su captura en guerra (Jara y Pinto Vallejos, op. cit.). Durante los casi ochenta años que estuvo en vigor los mapuche intentaron sacudirse la esclavitud acudiendo en masa al bautismo para adquirir el salvoconducto que el nombre cristiano les proporcionaba (Larach, 2021). La falta de un castigo directo se verá como un impedimento a la evangelización y conversión indígena. Así lo reconoce el sínodo de Concepción celebrado en 1701[23] y el gobernador Francisco Ibáñez cuando asegura que aun aquellos bautizados, quienes a pesar de no contradecir las creencias cristianas ni impedir la evangelización, si no se les obliga “a que vayan a la iglesia, ni se acuerdan de ella, ni de rezar, ni de hacer acción que parezca de cristianos […] pues todo lo que no se ejecute en ellos con violencia será malograr el tiempo”.[24]

La incapacidad de poder aplicarles un castigo significativo cuando se faltase a la moral, creencias y costumbres cristianas poseía un correlato en los pactos parlamentarios focalizados más en establecer una alianza cívico-militar que religiosa. En 1649 el provincial jesuita en Chile, el padre Luis de Pacheco informaba que los indios adultos no estaban bien instruidos, no por negligencia de los jesuitas, sino por la altivez, mala voluntad, inquietud de las armas, división de asentamientos, no tener iglesias

 

[…] ni ayuda en los gobernadores y capitanes que les mandan para quitarles los abusos y ritos gentilicios quizás por no poder y por tener pocas fuerzas este Reino para sujetar la altivez de los bárbaros […] los niños que al principio sabían las oraciones y doctrina cristiana cuando grandes la olvidan, porque cuando grandes no quieren acudir a oír la palabra divina y con el ejercicio de las armas la menosprecia […]  y aun los mismos capitanes y lenguas dicen a los indios, que primero está el servicio del rey que el de Dios.[25]

 

Vemos que se reconoce que uno de los mayores impedimentos para quitar las costumbres gentilicias a los indígenas recae en las constantes actividades militares en las que se ven envueltos, así como en la incapacidad de los españoles para imponer las costumbres cristianas. Aquí vemos una contradicción entre los objetivos seculares y aquellos religiosos. El servicio de las armas indígenas era un “mal” necesario dada la insuficiente capacidad bélica española para imponerse en la zona por sí sola, y es aquí precisamente donde los dichos de los capitanes y lenguas cobran plena validez y sentido. El servicio al rey, lo político, se superpone al servicio a Dios, a lo religioso, es decir, la sujeción de los indios de guerra por intermedio de la ayuda armada de los indios amigos relega a un segundo plano la evangelización en todo su conjunto; la persuasión, representada en este caso por la política parlamentaria y misional no surtió el efecto pensado por Valdivia, y años antes por Acosta, de primero convertir a los indígenas en verdaderos hombres para luego cristianizarlos.

Desde la perspectiva indígena, y después de ya casi medio siglo de negociaciones y continuas luchas, apreciamos que a fines de la década de 1640 existe una tendencia a imponer sus propias reglas a la hora de hablar de las costumbres. Pese a que la aceptación de ser adoctrinados por los sacerdotes ya se había pactado en los parlamentos, los misioneros se quejaban de que pese a estar bautizados los padres solo los podían persuadir de “cuan malo era tener muchas mujeres, [a lo que] respondieron que los españoles les decían que las tuviesen y diesen hijos y se multiplicasen […] y le admitieron la paz con esas condiciones.”[26] La respuesta es muy significativa ya que demuestra que la guerra y el peligro de que ésta volviese a brotar concedió a los indígenas una posición ventajosa con respecto a la mantención de sus costumbres, consideradas por ellos como una condición sine qua non para la firma de los tratados de paz. Además, como dice el indígena, aun cuando lo hubiese interpretado desde su propio prisma cultural, los españoles tendían a incentivar la reproducción indígena. El entendimiento indígena de que la conservación de sus costumbres era condición insoslayable para asentar las paces, aun cuando y a pesar de la aceptación de misioneros, vuelve a aparecer en el parlamento de Yumbel de 1692 cuando el cacique Curipilque ratifica las paces “pues se dirigía solamente a la conservación y quietud de ellos y educación en la ley evangélica” (Zavala Cepeda, op. cit. p. 177)[27] sin que significase la aceptación de sus preceptos. A comienzos del siglo XVIII las capitulaciones pactadas con los indígenas mantenían la significación que para ellos tenía la conservación de sus costumbres a cambio de las relaciones pacíficas. A los indígenas no se les podía obligar a cambiar su estilo de vida, costumbres y creencias ya que

[…] para esto no tiene mano ni autoridad el misionero ni el capitán de quien los indios solo se valen para que les hagan pagar las que les hurtaron y esto ha de ser conforme sus ritos gentilicios y alegan para confirmarse en ellas que en el ajuste de las paces con los españoles se puso esta condición de que les habían de dejar vivir a su libre albedrío aunque admitieran padres misioneros.[28]

 

Capitanes de amigos

De entre los diferentes actores que participaron en las relaciones interétnicas, como fueron los funcionarios reales, criollos y mestizos, u otros individuos que escapaban a la institucionalidad real, como la gran población mestiza, vagabundos, mal entretenidos y conchavadores (comerciantes) que ingresaban tierra adentro para vender sus productos, escapar del brazo punitivo de la Corona o buscar otra vida más acorde a sus intereses personales (León, 1990) nos interesa resaltar la figura de los capitanes de amigos, aquellos que, como hemos podido comprobar, incitaban a los indígenas a posponer el servicio a Dios frente al del rey, lo temporal a lo espiritual. Estos funcionarios bajo el mando de un comisario de naciones se encargaban de mediar en las permanentes relaciones hispano-mapuche que habían cristalizado a la luz de los parlamentos (Levaggi, 1989-90; Araya, 2012; Urbina, 2009). Representan la figura del passeur (Bernand y Gruzinski, 1993) gracias a su origen mestizo o experiencia en el trato con los indígenas, ya sea en su calidad de soldado fronterizo o ex cautivo, lo que les hacía “profundos conocedores de las costumbres indígenas y les permitía convivir estrechamente con ellos” (Villalobos, 1985, p. 19).

La necesidad de mantener un cierto orden y control entre las parcialidades libres justificaba la creación de este cuerpo de capitanes como intermediarios oficiales entre el gobernador y los caciques. Su aparición se remonta al parlamento de Quillín (1647) a propuesta del mismo gobernador Martín de Mujica para que las parcialidades

 

[…] le hayan de obedecer y respetar en mi nombre acudiendo a él en todo lo que se le ofreciere para que me de cuenta si él no lo pudiese remediar y han de cuidar de que a nadie se le atreva perder el respeto pena de que será castigado el cacique o caciques que no les diesen favor y ayuda (…) y si esta persona que los gobernase en mi nombre les hiciere algún agravio a ellos o a sus mujeres sin perderles el respeto él me avisarán de ello para que yo lo remedie y los castigue.[29]

 

Por lo general tenían a su cargo más de una parcialidad y se alojaban al interior del territorio indígena cerca de algún fuerte español. Su deber era primordialmente hacer cumplir las capitulaciones pactadas en los parlamentos, como eran la defensa del reino frente a sus enemigos externos (europeos) e internos (indios de guerra), el servicio remunerado en las diferentes obras públicas reales (caminos, fuertes, casas, etc.), la aceptación de los misioneros que fuesen a evangelizarlos, el arbitrio en las disputas entre parcialidades y la función de intérpretes o lenguaraces en los parlamentos u otras reuniones en donde se requiriese su conocimiento idiomático. Eran verdaderamente un nexo entre el gobierno español y las parcialidades. Cumplían también la función de espías tierra adentro, servían de guías por aquellos parajes, visitaban a los caciques, repartían los agasajos y gratificaciones estipuladas, organizaban juntas de indios y convocaban a parlamento. Ya en el siglo XVIII servían de avanzadilla para la fundación de nuevas misiones tierra adentro (Urbina, , op. cit. p. 208). Eran por lo general mestizos o españoles rescatados del cautiverio con un conocimiento acabado de la lengua y cultura indígena, requisito primordial para acceder al cargo, como queda claramente estipulado en el nombramiento de Antonio de Soto y Pedreros como Comisario General de Naciones “por el conocimiento con que se halla del admapu para administrarles justicia” (Zavala Cepeda, 2015, p. 186). [30] Su calidad de mestizos, no obstante, los hacía ser personajes sobre los que desconfiar, ya que la residencia “tierra adentro los expondría a influjos perniciosos” (Iturra, 2012, p. 199). De hecho, las actitudes de los capitanes de amigos dentro de las parcialidades que tenían a su cargo apuntan hacia un comportamiento que como mínimo podríamos clasificar de cristianamente reprobable, rozando muchas veces la raya del paganismo. La opinión acerca de ellos en el fuerte de Arauco es clara.

 

Son los naturales de estos indios más tercos y menos reducibles que los de la tierra adentro causado todo […por] los soldados que en todo les dan mal ejemplo. Llamanse lenguas los soldados que los gobiernan y estos no solo los conservan en sus ritos gentilicios sino que son los (…) que los observan, adelantan e instruyen en ellos a los mismos indios y como siempre es más fácil seguir la vida licenciosa en que se han criado, esa profesan sin que tengan lugar los consejos, predicación y enseñanza de los padres misioneros que les asisten.[31]

 

Ya sea por la incapacidad de estos funcionarios reales, por su poca voluntad, o una mezcla de ambas, a poner freno a las costumbres indígenas y reemplazarlas por las cristianas, o dado su origen mestizo que los situaba en una posición intermedia entre ambas culturas, su presencia levantaba muchas suspicacias acerca de su verdadera lealtad (o sentido de la agencia practicada). A fines de siglo se dice que es conveniente, dado el estilo de vida de muchos de ellos, que entre los indígenas y españoles se mantenga una estricta separación de repúblicas para una mejor doctrina del indígena.[32] Una de las críticas más recurrentes en su contra era el uso de bebidas alcohólicas y el amancebamiento, aun cuando existían leyes que prohibían o regulaban estos comportamientos. Estas leyes eran esquivadas, no por mera rebeldía, sino por la necesaria sociabilización en la que se veían involucrados al convivir en territorios bajo la égida cultural indígena (Bernabéu et. al., 2012) lo que los transformaba

 

[…] muy a menudo en consejeros de los caciques más poderosos, casándose con mujeres indígenas de las comunidades que se les había asignado y participando en el desarrollo del comercio ilegal que tendía a reforzar las capacidades bélicas y económicas de los grupos indígenas (Boccara, op. cit; p. 39).

 

Aun cuando los españoles hubiesen querido ver en la figura del capitán de amigos un elemento de sujeción indígena, lo cierto es que este cargo político-militar se asemejaba más al de un embajador quien debía adecuarse a las costumbres de la “tierra adentro” si deseaba conservar su cargo o ejercer algún tipo de influencia entre los caciques.

 

Permisividad de los caciques y la convivencia tierra adentro

Los capitanes de amigos no debían su permanencia tierra adentro a la autoridad del gobernador o del rey, sino gracias a que los caciques de las parcialidades en donde se encontraban consentían su presencia. Esta era una figura necesaria y buscada en las parcialidades como garante de amistad y nexo con el español. Su nombre no implicaba “una posición jerárquica de alto rango [o] que los caciques habrían estado subordinados a sus órdenes o doblegados bajo su control” (Obregón, 2012, p. 197). Para ser aceptado, el capitán de amigos debía necesariamente forjar alianzas con los caciques y demás residentes, (Schwartz y Salomon, 1999) debía “arrimarse” a algún cacique (Iturra, op. cit. p. 200) mediante lazos matrimoniales y/o a través de una actitud particular hacia la cultura y costumbre en la que se insertaba, es decir, necesitaba integrarse culturalmente al espacio social en el que actuaba. Su adaptación al mismo lo facilitaba su origen mestizo, o en su defecto, el haber pasado una larga estancia cautivo en las parcialidades. Frecuentemente se menciona que tenían “parientes en la tierra”, lo que parecía ser una de sus bazas para mantenerse allí (Ibid, p. 199). Schwartz y Salomon dicen que

 

En las sociedades estructuradas a través del parentesco, los matrimonios con las hijas de los líderes por lo general significan una alianza política, dentro de la cual el receptor de la esposa contrae una deuda en forma de subordinación. En el caso de los europeos, estos estaban obligados a ofrecer tecnología europea. El tener éxito en este papel podría otorgar acceso a un poder que ningún soldado podría conseguir entre las filas españolas, por lo que esto parecería haber sido una opción muy atractiva. (Schwartz y Salomon, op. cit. p. 473).

 

Su aceptación, seguridad y permanencia dependían, por tanto, de las relaciones que pudiesen forjar al interior de la parcialidad y al correcto uso social de las costumbres indígenas, dentro de las cuales obligatoriamente el agregado español debía actuar. Las normas de convivencia al interior de las parcialidades debían ser respetadas, y es más, si el capitán de amigos deseaba tener alguna injerencia al interior de su jurisdicción, éste debía participar activamente de ellas. Los caciques que aceptaron a los primeros capitanes de amigos en 1647 así lo entendieron. En aquella oportunidad dijeron al gobernador que “estaba muy bien mandado y que respetarán a los españoles que se les señalare para ser gobierno y que entre ellos les darán el sustento necesario de suerte que lo pase más bien que en su misma tierra.” (Zavala Cepeda, op. cit, p. 132).[33] El estilo de vida agraciado al que se refieren los caciques posee un sustento cultural específico, y que “indianizará” las relaciones que se forjarán a futuro (Bernabéu, op. cit.). En una situación de equilibrio de fuerzas los ordenamientos político-sociales moralmente aceptados se tendían a reforzar y a exigir su cumplimiento dentro del espacio ecuménico en el que actuaban. La imposición de algún valor ajeno a la cultura podía significar una “desestabilización del equilibrio” interétnico (Giudicelli, 2012). Sin embargo, siendo los capitanes de amigos funcionarios reales, la Corona buscó normar las relaciones que se daban entre ellos y las parcialidades. De esta manera en el parlamento de Yumbel de 1692 se establecen las normas de convivencia que los capitanes de amigos debían respetar. A parte del debido respeto que le debían a las mujeres de los indígenas, fuente de muchos y continuos conflictos, a los capitanes de amigos se les prohibía el consumo de bebidas alcohólicas junto a los indígenas, y a los caciques se les advertía que “tampoco los han de persuadir, porque no podrá gobernar ni administrar justicia el que estuviese privado de su juicio” (Zavala Cepeda op. cit, p. 173).[34] Pese a que la prohibición de consumir alcohol solo recaía en el capitán de amigos, ésta era una costumbre arraigada entre los indígenas, para quienes uno de los mecanismos básicos de sociabilización era la comensalía, el compartir y ofrecer comida y bebida, en especial la chicha (Villar y Jiménez, 2007). Su ofrecimiento representaba una norma de “etiqueta” para comenzar cuasi cualquier reunión o negociación, por lo cual el capitán de amigos debía aceptar la bebida que se le ofrecía en señal de cortesía (Clastres, 2010).

No solamente los capitanes de amigos se veían incitados a la aceptación de las costumbres y formas de relacionarse socialmente, sino que también los misioneros y por supuesto los cautivos. Durante el alzamiento de 1655 el padre Alonso del Pozo quedó tierra adentro al cuidado y protección del cacique Lepumante en cuya parcialidad se encontraba. Del Pozo se pasaba los días solo y rezando, por lo que Lepumante acercándose a él le preguntó el por qué de su actitud

 

[…] a lo cual le dijo el P.: has de saber que estoy con Dios, […] Ahora Padre dijo Lepumante, yo te quiero dar una mujer, para que no estés tan solo y tengas gusto con ella. Oyendo esto el P. le dijo no me trates de estas cosas (…) que los P. no tenemos mujeres, y hacemos voto de castidad y fuera ese un gran pecado frente a Dios. No repares en eso dijo el cacique, que ya es otro tiempo, ya la tierra se ha alzado y todas las cosas están trocadas, y no tienes obligación de ser padre, sino como uno de nosotros, pues vives en nuestras tierras y te tenemos como a un cacique principal, y los caciques tienen muchas mujeres, que así lo hicieron en el alzamiento antiguo los curas que se quedaron con nosotros que se casaron y tuvieron mujeres. (Rosales, op. cit. p. 104).

 

Para el cacique lo que realmente contaba era el comportamiento socialmente aceptado o rechazado con el cual se evaluaba la integración de una persona a la sociedad, y la conectividad que se pudiese alcanzar en las relaciones intersubjetivas entre personas. En este sentido, las máximas (los mundos ontológicos) que regían el libre albedrío aquí citadas indirectamente, eran diametralmente opuestas en una u otra cultura, por lo que estas debían acercarse mediante los mecanismos pertinentes para ello, como era el entrar en relaciones sociales intersubjetivas (Course, 2011), una de las cuales era el matrimonio. Gracias a éste se creaban importantes alianzas que afianzaban o creaban el poder que un cacique pudiese gozar tanto al interior de su lob, como en su interacción con otros. Otro mecanismo, como ya lo adelantamos era la comensalía. De hecho, algunos capitanes de amigos eran descritos como los “comensales de” algún cacique, como fuese el caso de Joseph Romero.[35] Entonces, lo que está en juego no es la aceptación o rechazo de las creencias, sino las actitudes valoradas y/o enjuiciadas desde una perspectiva social, desde la sociabilidad, base de la agencia.

 

El parlamento de Yumbel (1692): en búsqueda de la imposición de normas cívico-cristianas de comportamiento

Las capitulaciones en los parlamentos desde 1593 hasta el de 1692 giraron en torno al perdón mutuo de los agravios cometidos en tiempos de guerra, la aceptación de misioneros en las regiones fronterizas y tierra adentro, las alianzas militares en contra de los enemigos internos y externos del rey, la restitución de cautivos y el servicio o vasallaje al rey. La intención española de ejercer un mayor control sobre las expresiones culturales mapuche fueron mencionadas por primera vez durante el segundo parlamento de Quillín de 1647 cuando se prohibió la celebración de coyaos particulares entre indígenas sin la participación española debido a la utilización de bebidas alcohólicas durante estas ceremonias, calificadas despectivamente de borracheras, y los desordenes y traiciones que de su uso resultaban. (Zavala Cepeda, op. cit. p. 132)[36] Pese a su percepción y connotación negativa, los coyagtun eran uno de los pilares políticos fundamentales de la sociedad mapuche. Allí se dirimían conflictos, se creaban alianzas (matrimoniales) entre linajes y se actualizaba el sistema de reciprocidad como parte esencial de la sociabilidad de intercambio (ibid.). La intervención sobre estos aspectos sociales era entonces un tema sensible que provocaba tensión entre las partes y la posibilidad de desembocar en un nuevo alzamiento general. Así lo reconoció el gobernador Uztariz en un informe enviado al rey sobre el parlamento de Tapihue en 1716 quien tenía “por fijo que no se alzarán de su [motu] jamás, y dejándoles vivir con las mujeres que quisiesen, y hacer juntas o borracheras” (Zavala Cepeda, op. cit., p. 216).[37]

En el parlamento de Yumbel (1692) las capitulaciones que se negociaron cambiaron radicalmente de orientación, pasando de temas que predominantemente concernían a la paz y las relaciones interétnicas -aun cuando el tema de la evangelización hubiese estado presente en todos y cada uno de los parlamentos- a aspectos que atañían directamente a la obligación social que los españoles subentendían debía seguir a la aceptación del bautismo.  Se les explicó  que “les serviría de muy poco, la comunicación de los españoles y la pacífica correspondencia, si de ella no se seguía la uniformidad de religión para el beneficio de sus almas” (Zavala Cepeda, op. cit., p. 173),[38] y que así como aceptaban libremente el vasallaje al rey “igualmente han de corresponder como tales vasallos, y procurar de su parte seguir e imitar las costumbres y modo de vivir de los españoles” (ibid). Para ello debían aceptar libremente la instrucción cristiana, la erección de iglesias, la administración de sus sacramentos y la instrucción de sus hijos e hijas. Sin embargo, esto no implicaba necesariamente la aceptación de sus preceptos, aspecto que continuaba supeditado al libre albedrío. En este sentido, el vasallaje al rey continuaba siendo la piedra angular que normaba las relaciones interétnicas, y en especial con respecto a los trabajos ligados al servicio público remunerado del reino conservándose la contradicción que la preeminencia de los fines seculares imponía sobre los espirituales.

El libre albedrío se aprecia en el rechazo de los caciques al matrimonio monógamo y a la indulgencia del gobernador frente a este rechazo. En su turno de palabra el cacique Guenchunaguel “ponía el reparo que en la ley católica no se admitía más que una mujer y que en la que ellos vivían multiplicidad de ellas; pues será el continuo vivir de su usanza y mantenerlos las mujeres de chicha y vestuario en que fundaban su grandeza y ostentación” (ibid, p. 177).[39] El gobernador les volvió a asegura que nadie les obligaría a dejar sus mujeres, que eso vendría de su parte una vez aceptasen la ley católica como propia. Que podían casarse con una y mantener al resto como sirvientas “y de ese modo no se impedía las ostentaciones de sus personas” (Ibid.), que podían servirles como les sirven las mujeres a los españoles, y que solamente no debían dormir con ellas, con lo que todos quedaron satisfechos. Esta fórmula de encubrir la poligamia bajo el rótulo de servicio doméstico ya había sido propuesta por Luis de Valdivia, aunque había caído en saco roto ante la negativa de las familias y mujeres mapuche a aceptar la denigración que esta fórmula implicaba (Larach, 2023).

Se estipuló además que la administración de justicia quedaría en manos de los españoles a través de la intervención del capitán de amigos suprimiéndose todo tipo de justicia tradicional indígena (Zavala Cepeda, op. cit., p. 174). La significación que adquiere la apropiación de la justicia tiene que ver con el anhelo hispano de volver a integrar las tierras libres como espacio pretendido a su égida ecuménica. Es el gobierno el que actúa como juez en caso de conflictos, eliminando cualquier atisbo de autonomía política frente al poder absoluto. En este sentido, las clasificaciones con las cuales los hispanos se referían a los indígenas poseían una fuerte carga política. En los parlamentos se hacía jurar fidelidad al rey, sentándose la base para una relación de subordinación. Aquellos que firmaban la paz entraban a engrosar las filas de los indios amigos, (Obregon, 2010) lo que cambiaba su estatus jurídico frente a los españoles al situarlos dentro “de la jurisdicción de la autoridad legítima” (Zavala Cepeda y Dillehay, 2010, p. 203). Mientras que el enemigo es un ente soberano, “el rebelde comete un acto de insumisión, de rechazo a un determinado orden, de desacato a la autoridad a la cual debe obediencia” (Ibid, p. 204). No obstante, como quedó referido en el parlamento de Concepción un año después (1693), la administración de la justicia permaneció en manos de los caciques, y por ende su soberanía, ejerciendo ellos el papel de jueces y dictando sentencia, relegando a los españoles a meros ejecutores de ellas.

En este sentido la relación judicial que se fue forjando entre los capitanes de amigos y las parcialidades bajo su jurisdicción queda clara si analizamos las acciones que suscitaron la convocatoria al parlamento de 1693. Éste giraría en torno a cómo los españoles habrían aplicado justicia en ciertos casos de rebeldía al interior de algunas parcialidades que acababan de dar la paz. Pese a la explícita orden de que la justicia quedase en manos de los españoles, los capitanes de amigos, y en especial el lengua general y comisario de naciones Pedreros “obvió” el mandato real que le daba la facultad de administrar justicia respetando a quienes tierra adentro detentaban efectivamente su administración. Pedreros expresa su deseo de alcanzar un compromiso en las formas de mediación cuando en Tucapel apresó a unos indígenas acusados de querer asesinar mediante brujería a otros caciques pero que “para mayor satisfacción hizo junta de caciques para que ellos diesen la sentencia contra los malhechores” (Zavala Cepeda, op. cit. p. 186).[40] Como podemos apreciar, la autoridad de Pedreros estuvo restringida a la mera ejecución de la sentencia dictada por los caciques, quienes actuarían como jueces siendo consultados sobre las penas que las infracciones cometidas requerían.

 

Conclusiones

El análisis del proceso de conversión socio-religiosa del mapuche fronterizo y de tierra adentro durante el siglo XVII ha demostrado la interrelación y complejidad entre diversas variables contextuales de carácter local y global y la influencia que las mismas tuvieron para la evangelización y conversión indígena. En este sentido hemos destacado tres variables: 1.- el contexto político-militar-territorial, caracterizado por las antagónicas consecuencias que tuvo el alzamiento de 1598-1604, expresado tanto en la pérdida del poder político y territorial español al sur del Biobío, como en el afianzamiento de la independencia política territorial mapuche, y, como consecuencia de lo anterior, la erección de una frontera en el rio Biobío; 2.- la presencia real y potencial de ingleses y holandeses que amenazaba la hegemonía española en la zona dada la posibilidad de aliarse con los mapuche, lo que hacía perentoria la necesidad de establecer una paz que socavara los intentos de penetración por parte de las potencias de ultramar; y 3.- la agencia indígena que fue capaz de capitalizar positivamente sus propios intereses socio-políticos en las negociaciones parlamentarias. Es a partir de esta reacomodación de fuerzas, reales y potenciales, desde donde evolucionaron las relaciones interétnicas hispano-mapuche de orden político y religioso en la progresiva institucionalización del parlamento y la misión como método de negociación preferente.

De esta forma los advenedizos de Europa formularon y aprobaron nuevas leyes que rigieran las relaciones interétnicas de acuerdo a principios políticos y religiosos que buscaban la sujeción y conversión del indígena y que los (re)integrase de lleno en la sociedad hispano colonial, y a su vez los mapuche integraron mediante sus propias herramientas de relacionarse socio culturalmente tanto a los españoles que habían caído cautivos durante el alzamiento general, como a aquellos que ingresaban a su territorio en representación de los intereses de la Corona, la Iglesia o los suyos propios.

En el transcurso de las primeras negociaciones parlamentarias de carácter regional se identificaron los principales problemas de convivencia interétnica que habían llevado al alzamiento y se propusieron las alternativas para enmendar estas desavenencias, en el que destaca la identificación por ambas partes del servicio personal como su principal causa. Por un lado, el nuevo equilibrio de poderes surgido del alzamiento obligó a los españoles a dictar una serie de leyes destinadas a regular un “pacto colonial”, principalmente político-laboral, con el que a futuro se trataría con los mapuche fronterizos y de las tierras libres que concordasen la paz. Si bien se reconocía el Biobío como línea fronteriza que separaba a los dos “estados”, y con ello la independencia político territorial de los mapuche, también se sancionaba a aquellos reacios a pactar la paz a ser esclavizados si antes de ser apresados durante las malocas que hacía el ejército tierra adentro no se habían bautizado. A su vez se cambió el estatus con el que se consideraba a los mapuche de las tierras libres pasándolos a considerar del Patrimonio Real, situándolos bajo el mando y servicio directo de la Corona. Esto se tradujo en la abolición del servicio personal, la mita, el tributo indígena, la prohibición de ser encomendados y la instauración de un sistema de trabajo remunerado por los servicios prestados al rey. Por otro lado, la agencia mapuche fue capaz de negociar e incidir sobre las formas y normas socio-políticas con las que había de tratar a futuro con el español, y en especial cuando estos últimos se encontraban al interior de la zona ecuménica indígena. Las fuentes consultadas las insertan principalmente en el ámbito de la conservación de las costumbres (hábitos) y se ejemplifican tanto en los informes y cartas misionales como en las intervenciones de los representantes indígenas asistentes a los parlamentos. Éstas aducían a las “líneas rojas” que la evangelización y conversión del mapuche no podían traspasar.

Mientras el libre albedrío impedía, de manera más teológica que práctica, la imposición de las creencias y prácticas cristianas, los indígenas aceptaban la presencia del trabajo misionero en sus tierras pero se reservaban la libertad de aceptar o no las condiciones culturales predicadas por ellos, y en especial aquellas relacionadas con la conservación y reproducción de su sistema socio-familiar, y en específico la poligamia, el sistema de asentamiento disperso, las ceremonias fúnebres, las reuniones político sociales y el uso socio-político de bebidas alcohólicas, las que en su conjunto representaban un amplio espectro de su matriz identitaria. Esto tuvo una serie de consecuencias significativas para el desarrollo autónomo de la unidad familiar indígena y su relación con el resto de unidades familiares como base de su sistema de organización socio-cultural de carácter segmental.

Esta capacidad indígena de salvaguardar sus propias normas culturales de interacción y la obligada permisividad por parte de las autoridades cívico-religiosas españolas, que reconocían en estas normas, aun cuando a regañadientes, la única forma de conservar la paz con los indígenas y su alianza frente a las posibles incursiones extranjeras en las costas de las tierras libres, influyó de manera particular en el desempeño que cumplían los capitanes de amigos al interior de las parcialidades donde actuaban. Para que estos funcionarios pudiesen tener alguna injerencia política positiva y efectiva sobre los indígenas, básicamente respecto a los servicios al rey que los mapuche habían accedido a realizar, y ser aceptados dentro de un territorio políticamente independiente al español, tuvieron que adaptar el modo de relacionarse con ellos a las normas establecidas por la cultura mapuche, por ejemplo estrechando lazos mediante alianzas matrimoniales o aceptando las normas de la comensalía, en lo que se ha definido como un proceso de “indianización” o “mestizaje” de los comportamientos.

En consecuencia, la interacción de las variables analizadas terminó socavando los cimientos sobre los que descansaba el proyecto de conversión socio-religiosa indígena. La metanoia cultural que debían experimentar los indígenas hacia las creencias y costumbres cívico-religiosas cristianas mediante la conducción de relaciones interétnicas pacíficas, no se logró conseguir al imponerse la conservación de las costumbres culturales indígenas como condicionante de la paz, impidiendo de esta forma la pretendida transformación indígena de un estado de barbarie a uno civilizado a la que abogaban los religiosos que actuaban en la frontera.

 

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Notas



[1] ANS, Fondo Morla Vicuña, Vol. 3, Santo Sínodo 1701-1702, Relación jurada de los misioneros jesuitas sobre el estado de las misiones, 27 de diciembre de 1701. Y, reparos en la relación jurada de los misioneros jesuitas, 10 de enero de 1702, f. 6v.

[2] Véase por ejemplo: Villalobos (1982); Cerda-Hegerl (1996); Urbina (2009); Foerster y Vergara (1996); Boccara (2005); Merluzzi, et. al. (2016); Giudicelli, (2010); Daniels y Kennedy (2002).

[3] Caseríos pertenecientes a una misma línea de descendencia masculina.

[4] La Guerra Defensiva suspendía todas las incursiones bélicas españolas al sur de la frontera quienes se limitarían a repeler los posibles ataques indígenas y sus incursiones al norte del Biobío.

[5] Monumenta Peruana, Vol. VI, pp. 335-336. La referencia a la prohibición expresada por el gobernador Loyola la encontramos en Medina, CDIHCH, T. 4, Serie 2, Carta de Martín García de Loyola a S. M. el Rey, Concepción, 17 de enero de 1598.

[6] AGI, Chile, leg. 64, s.n. Relación de Bartoloné Perez Merino, Lumaco, 25 de diciembre de 1598.

[7] CDIHCh, t. V, doc. 58, Memorial sin firma presentado a la junta de guerra de Indias sobre la importancia y modo de conquistar y pacificar a los naturales del Reino de Chile, 28 de enero de 1600.

[8] AGI, Chile 31, Cartas y expedientes de personas seculares 1577-1599, Fabián Ruiz de Aguilar, capellán, al Rey, 15 de abril de 1580.

[9]ANS, Fondo Morla Vicuña. Informe sin firma del estado y peligros que corría el Reino de Chile en 1673, F. 26v

[10] Relación de un viaje a la costa de Chile realizado por orden de la compañía holandesa de las indias occidentales, en los años de 1642 y 1643, al mando del señor Henry Brouwer, su general. En Medina, Opúsculos Varios, Biblioteca Americana J.T. Medina, Tomo III.

[11] Recopilación de leyes de indias, T. I, Libro I, Título VI, Ley XXXI, XXXII, Del Patronazgo Real de las Indias

[12] ANS, Fondo Morla Vicuña. Informe sin firma…, F. 26v

[13] Documentos para la historia de Argentina, T. XIX, Primera carta del P. Diego de Torres, 17 de mayo de 1609, p. 26.

[14] ARSI, Chile 6, Letras Annuas de las misiones de la tierra de guerra en el Reino de Chile por los padres de la Compañía de Jesús desde el año de 1616 hasta el mes de diciembre de 1617, f. 25r.

[15] Ibídem, 29v.

[16] Ibídem, 29v.

[17] ARSI, Chile 6, Letras Annuas de la Vice-Provincia de Chile de los años 1635-1636, f. 124v.

[18] ARSI, Chile 6, Letras Annuas de la provincia del Reino de Chile desde el año de 1676 hasta este de 1684. A. N. M. Reverendo padre general Carlos Noyele de la Compañía de Jesús, f. 344v-345r.

[19] Así se denominaba a los indígenas recientemente liberados una vez abolida la esclavitud indígena en 1683 pero que permanecían en poder de sus antiguos amos por su bien espiritual hasta encontrárseles un sitio y ocupación cristiana.

[20] Sínodo Diocesano de Santiago de Chile celebrado en 1626, por el Ilustrísimo Señor Francisco González de Salcedo. Transcripción, introducción y notas de Fr. Carlos Oviedo Cavada. P.332.

[21] ANS, Fondo Jesuita, Vol. 93 [PDF], p. 59.

[22] AHASCh, Vol. 31, 8 de octubre de 1693, Carta al Gobernador de Chile del presbítero don Bernardo de la Barra sobre lo adelantado que están los indios de Quillín. Ff. 194-195, También en AGI, Ch. 66.

[23] AGI, Chile 159, Testimonio de la relación jurada de los misioneros y rectores de la Compañía de Jesús hechas en el sínodo que se celebró en la Concepción sobre la conversión de los indios, 28 de junio de 1703, f. 2v.

[24] AGI, Chile 159, El presidente de Chile da cuenta a S. M. del estado en que dan las misiones, la conversión de los indios de este reino, en respuesta de lo que se encarga en esta materia en cédula de febrero de 1702, Francisco Ibáñez, f. 2v.

[25] AHASCh, Vol. 18, 19 de diciembre de 1649, Carta del P. Luis de Pacheco al Rey en que relata lo que había escrito don Martín de Mujica en provecho de las misiones de los jesuitas, ff. 40-41.

[26] ARSI, Chile 6, Letras Annuas de la Vice-Provincia del Reino de Chile desde el año de 1647 hasta el presente de 1648, a nuestro muy reverendo padre Vicencio Carranza, prepósito general de la Compañía de Jesús, f. 229r.

[27] Parlamento de Yumbel, 1692.

[28] AHASCh, Vol. 19. Ilustrísimo señor obispo de la Concepción de Chile, Imperial, 20 de agosto de 1717. Capellán Juan Ignacio Zapata, de la Compañía de Jesús, superior de la misión de la Imperial. f. 46.

[29] Parlamento de Quillín 1647, en Zavala (2015), Op. Cit. p. 132. Villalobos en “Tipos Fronterizos” asegura que este cargo ya existía en 1602.

[30] Parlamento de Concepción 1693.

[31] ARSI, Chile 6, Letras Annuas … 1676-1684… Colegio y Misión de Arauco, f. 346v.

[32] AGI, Chile 66, Extracto tocante a la conversión de los indios infieles del Reino de Chile.F. 3r

[33] Parlamento de Quillín 1647.

[34] Parlamento de Yumbel, 1692.

[35] AGI, Chile 257, Carta del Obispo Espiñeira al Gobernador Guill, Concepción, 30 de marzo de 1767.

[36] Parlamento de Quilin 1647.

[37] Carta del presidente de Chile al Rey da cuenta con el testimonio de parlamento general que hizo con los indios bárbaros de la frontera en el campo de Tapigue […]

[38] Expediente del parlamento celebrado con los indios en la plaza de San Carlos de Austria, llamado comúnmente Yumbel, fuera de las murallas, en el campo, en 16 de diciembre de 1692.

[39] Parlamento de Yumbel, 1693.

[40] Parlamento de Concepción 1693.

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