De la rama de canelo al bastón: apropiación, desvío y manipulación política de un símbolo en la diplomacia hispano-mapuche, de Florencia Roulet, Revista TEFROS, Vol. 22, N° 1, artículos originales, enero-junio 2024: 12-39.

En línea: enero de 2024. ISSN 1669-726X

 

Cita recomendada:

Roulet, F. De la rama de canelo al bastón: apropiación, desvío y manipulación política de un símbolo en la diplomacia hispano-mapuche, Revista TEFROS, Vol. 22, N° 1, artículos originales, enero-junio 2024: 12-39.

 

 

De la rama de canelo al bastón:

apropiación, desvío y manipulación política de un símbolo en la diplomacia hispano-mapuche

 

From the Winter’s bark branch to the command staff:

The appropriation, diversion and political manipulation of a symbol in Spanish-Mapuche diplomacy

 

Do ramo da Cataia ao bastão de comando: apropriação, desvio e manipulação política de um símbolo na diplomacia hispano-mapuche

 

Florencia Roulet

Centre de Recherches sur l’Amérique Espagnole Coloniale, Sorbonne Nouvelle, Paris 3, Francia

Contacto: flo.roulet@gmail.com - ORCID:  https://orcid.org/0009-0003-6841-3522

 

Fecha de presentación: 14 de julio de 2023

Fecha de aceptación: 16 de noviembre de 2023

 

Resumen

En las fronteras del mundo colonial hispanoamericano con los pueblos de tradición cultural mapuche se forjaron (entre fines del siglo XVI y entrado el XVIII) tradiciones diplomáticas que hundían sus raíces en las prácticas protocolares y ceremoniales prehispánicas. En la frontera araucana de lo que hoy es Chile, los bastones de mando que los españoles entregaban a los caciques en los parlamentos acabaron reemplazando a las ramas de canelo, aunque conservando su mismo valor simbólico, como marca visible de la condición de cacique amigo de quien los recibía, reconocido como detentador de un poder pacificador y de apertura hacia el mundo español. En las fronteras mendocina y bonaerense, en cambio, los bastones aparecen como una introducción colonial, percibida como fuente de prestigio por los caciques. Los españoles se sirvieron de estos objetos en un intento de jerarquizar las jefaturas y, en ocasiones, como expediente para promover la discordia entre distintos grupos. Nos proponemos reconstruir las líneas generales del proceso de apropiación de un signo de alto valor simbólico en la diplomacia mapuche -la rama de canelo- y su sustitución progresiva por bastones de cuño hispánico que, desviando el sentido inicial del atributo de paz, pretendieron transformarlo en materialización de un poder, una dignidad y un rango delegados por el monarca. Aspiramos a mostrar también la manipulación del signo para suscitar rivalidades y conflictos entre los grupos indígenas.

Palabras clave: Etnohistoria mapuche; fronteras; diplomacia; rama de canelo; bastones de mando.

 

Abstract

In the Hispanic-American colonial frontiers with indigenous peoples of Mapuche culture, elaborate diplomatic traditions anchored in prehispanic protocols and ceremonies took form between the end of the sixteenth and beginning of the eighteenth centuries. During the parlamentos (diplomatic encounters) that took place in the Araucanian frontier (Chile today), Spaniards progressively substituted the traditional Winter’s bark or Canelo tree branches -considered by the Mapuche as symbols of peace- for batons of command, meant to define those who received and used them as friendly caciques, holders of a pacifying and receptive power. In the frontiers of Mendoza and Buenos Aires (Argentina today), on the contrary, command batons appear as a purely colonial innovation that the Cacique considered a source of prestige. Spaniards used these objects as a means to increase internal hierarchies as well as to promote dissension among different groups. I intend to retrace the overall lines of the process through which the Canelo tree branch -a sign of high symbolic value in Mapuche diplomacy- was appropriated and gradually replaced by the hispanic baton of command, thus distorting its initial meaning as a peace sign to turn it into the materialisation of a delegated power, dignity and rank flowing from the Spanish king. I will also illustrate how this sign was manipulated to raise rivalries and conflicts among indigenous groups.

Keywords: Mapuche ethnohistory; frontiers; diplomacy; Canelo tree branch; command batons.

 

 

Resumo

Nas fronteiras do mundo colonial hispano-americano com os povos de tradição cultural mapuche, foram forjadas (entre o final do século XVI e o início do século XVIII) tradições diplomáticas cujas raízes estavam no protocolo e nas práticas cerimoniais pré-hispânicas. Na fronteira araucana do atual Chile, os bastões de mando que os espanhóis entregavam aos chefes nos parlamentos, acabaram por substituir os ramos da árvore de Cataia, embora mantendo o mesmo valor simbólico como marca visível da condição de cacique amigo de quem os recebeu, reconhecido como detentor de um poder pacificador e de abertura ao mundo espanhol. Nas fronteiras de Mendoza e Buenos Aires, porém, os bastões aparecem como uma introdução colonial, percebida como fonte de prestígio pelos caciques. Os espanhóis usaram estes objetos em uma tentativa de hierarquizar as chefaturas e, por vezes, para promover a discórdia entre diferentes grupos. Propomos reconstruir as linhas gerais do processo de apropriação de um símbolo de alto valor simbólico na diplomacia Mapuche - o ramo da Cataia- e a sua progressiva substituição por bastões de origem hispânica que, desviando o significado inicial do atributo da paz, pretendiam transformá-lo em materialização de um poder, uma dignidade e um status delegados pelo monarca. Pretendemos, também, mostrar a manipulação deste símbolo na provocação de rivalidades e conflitos entre grupos indígenas.

Palavras-chave: etnohistória mapuche; fronteiras; diplomacia; ramo da Cataia; bastões de mando.

 

Introducción

En los márgenes meridionales del imperio español en América, allí donde las resistencias indígenas pusieron freno al impulso expansivo de la conquista preservando la autonomía política y los modos de vida de sus pueblos, los contactos fronterizos oscilaron entre la violencia abierta o encubierta y la negociación pacífica que tenía por objeto el cese de hostilidades, la devolución recíproca de cautivos, la alianza militar contra enemigos comunes, el comercio y la evangelización, entre otras cuestiones.

En el contexto de esas interacciones, las autoridades coloniales debieron adaptarse a los protocolos diplomáticos indígenas dando lugar a formas de contacto institucionalizadas de carácter híbrido y transcultural (Zavala, 2000). Se trata de los encuentros solemnes entre las autoridades políticas, militares, civiles y religiosas españolas, por un lado, y los principales caciques y sus séquitos, por el otro, que recibieron el nombre de parlamentos en Chile y Cuyo, y de paces en el Río de la Plata[1]. Eventos altamente ritualizados en los que cada parte puso en juego dispositivos de mediación destinados a posibilitar un modo de relación pacífica, esos encuentros se estructuraron en torno al intercambio ceremonial de gestos, de palabras y de obsequios. Los bastones que los españoles entregaban a los caciques en esas ocasiones adquieren un valor simbólico, como marca visible de la condición de interlocutor legítimo de quien los recibe, reconocido como “cacique de bastón”, “cacique amigo” o “cacique de paz”, detentador de un poder particular, “un poder pacificador, de negociación y de apertura hacia el mundo español y no un poder guerrero, de resistencia” (Zavala, 2000, p.137).

En el caso de la frontera araucana, los bastones se convirtieron con el andar del tiempo en el elemento central de una ceremonia que hundía sus raíces en las tradiciones diplomáticas prehispánicas, en las que la rama de canelo o foye ocupaba un lugar esencial. En las fronteras mendocina y bonaerense, en cambio, parecen ser una pura introducción colonial, percibida como fuente de prestigio por los caciques, que los españoles usaron en un intento de jerarquizar las jefaturas y, en ocasiones, como expediente para promover la discordia entre esos grupos. Los indígenas los adoptaron como marca visible de la relación política y social establecida mediante las paces. El uso de la rama de canelo ha sido ampliamente estudiado por la historiografía chilena, mientras que el aspecto ceremonial de los parlamentos en el ámbito rioplatense ha recibido menos atención. Nos proponemos reconstruir las líneas generales del proceso de apropiación de un signo de alto valor simbólico en la diplomacia mapuche -el foye- y su sustitución progresiva por bastones de cuño hispánico que, desviando el sentido inicial del atributo de paz, pretendieron transformarlo en materialización de un poder, una dignidad y un rango delegados por el monarca. Aspiramos a mostrar también la manipulación del signo para suscitar rivalidades y conflictos entre los grupos indígenas. Quisiéramos indagar por último -en la limitada medida en que lo permiten las fuentes- el sentido que adquirieron los bastones para los propios indígenas.

 

De la rama de canelo a la vara con mango de plata: el bastón como símbolo de paz

La crónica de Gerónimo de Vivar -soldado que acompañó a Pedro de Valdivia en la conquista de Chile- describe una asamblea indígena que presenció en la región de Valdivia en 1552, en la que los miembros de una parcialidad se juntaban

 

ciertas veces del año en una parte que ellos tienen señalada para aquel efecto que se llama regua, que es tanto como decir ‘parte donde se ayuntan’ y sitio señalado como en nuestra España tienen donde hacen cabildo. Este ayuntamiento es para averiguar pleitos y muertes, y allí se casan y beben largo. Es como cuando van a cortes, porque van todos los grandes señores. Todo aquello que allí se acuerda y hace es guardado y tenido y no quebrantado (Vivar, 1966, p. 160).

 

Se trata de la primera descripción sucinta de un tipo de junta solemne conocida más adelante como cahuín, que los españoles llamarían “borrachera” (Zavala, 2000, p. 129), en la que se resolvían pacíficamente todo tipo de cuestiones, desde los acuerdos matrimoniales hasta las pendencias interpersonales y las declaraciones de guerra. Aunque el cronista señala que estos indios “son muy grandes hechiceros [y] hablan con el demonio” (Vivar, 1966, p. 161), el único aspecto ritual que le llama la atención es el consumo inmoderado de alcohol y la embriaguez que lo acompaña que, si bien le resultaron chocantes, eran un aspecto esencial de los festines donde se reafirmaban y renegociaban relaciones sociales (Villar y Jiménez, 2007).

Poco a poco, los hispanos fueron aprendiendo más detalles acerca de “las solemnidades y ceremonias” mapuches vinculadas con la guerra y la paz[2]. Hacia 1670, el jesuita Diego de Rosales describió dos tipos diferentes de juntas entre los indios de la Araucanía: unas para hacer las paces -tanto entre sí como con los españoles-, otras para hacer la guerra. En ambas intervenían distintos elementos rituales (Zavala, 2000, p. 129). En el primer tipo de juntas, los caciques que deseaban la paz llegaban al encuentro portando ramas de foye (drimys winteri). Árbol sagrado y símbolo de paz entre los pueblos de cultura mapuche, el foye posee hojas lanceoladas que se asemejan a las del canelo, por lo que los españoles le dieron esa designación[3]. El cacique principal llevaba la rama más gruesa o incluso un árbol entero y recibía la designación de ngen foye, “señor de la canela” (Payàs, 2018, p. 572). El ritual se completaba con el sacrificio de una llama, con cuya sangre se regaban las ramas de canelo, antes de consumir colectivamente el corazón del animal ofrendado. En el caso de las juntas para la guerra, la rama de canelo es sustituida por el toqui, el hacha de piedra de los guerreros, que también se riega con la sangre de las llamas sacrificadas (Zavala, 2000, p. 130).

En la representación gráfica de las paces de Quillín (1641) que brinda el jesuita Alonso de Ovalle, la rama de canelo que sostiene el cacique Antegueno como señal de paz dialoga con el bastón que manipula el gobernador, Marqués de Baides, generando una relación especular en un trato entre partes de igual rango político. En Quillín -nos dice el historiador José Bengoa (2007)- “más que las palabras fueron los gestos los que dominaron y surtieron efecto” (p. 87).

 

Figura 1: Paz entre españoles e indios, año 1641. En Ovalle, Alonso de (1646),

Tabula Geographica Regni Chile[4].

Las actas de los primeros parlamentos hispano-mapuches (las paces de Quilacoya, Rere, Taruchina y la Imperial, en 1593, y las de Concepción, Paicaví, Lebu, Arauco, Santa Fe, Yumbel y Rere en 1605) no hacen referencia al ritual de las ramas de canelo. Sin embargo, el padre jesuita Luis de Valdivia -que asistió a las siete paces parciales suscritas ese último año- menciona en su Arte y gramática general de la lengua que corre en todo el reino de Chile, publicada en Lima en 1606, al “gen boye, el Cazique mas principal señor de la Canela, que no ay mas de vno en cada Llaucahuin que ponga árbol entero en sus borracheras, los demás son Chapelboye, que ponen una rama” (Valdivia, 1606, p. 99), lo que prueba que había presenciado la ceremonia. Él mismo describe en 1612 el ritual de un parlamento en una carta al rey Felipe III, dando cuenta de sus gestiones cuando fue invitado por tres caciques o ülmenes a reunirse con los líderes indígenas de Catiray para tratar paces: “Y yo entré con un ramo de canela que es señal entre ellos de paz y así me lo aconsejaron los tres ulmenes de Catiray” (Payàs, 2018, p. 74). El parlamento se realizó a la manera mapuche, sentados los caciques en círculo en el suelo, y sus capitanes y mocetones en círculos concéntricos a sus espaldas. Ese mismo año, en Paicaví, Luis de Valdivia observa la llegada al sitio del parlamento de sesenta y tres caciques a pie y nota que “los quince delanteros de ellos traían en la mano un ramo de canela en señal de paz y los tres primeros le traían mucho mayor”. Cuando llegó el momento de hacer el juramento “a su usanza”, entre cantos y letanías, los tres caciques principales entregaron sus canelos a otros tres caciques, “haciendo cada cual un parlamento por espacio de un cuarto de hora”, a lo que respondieron quienes habían recibido los canelos con otros tantos discursos. Cerrando el parlamento, uno de los ülmenes se acercó al presidente y gobernador Alonso de Ribera “y en señal de reconocimiento al Rey nuestro señor ofreció su canela” (ibid., 2018, pp. 92, 94, 96).

A partir de 1641 contamos con testimonios detallados del ceremonial indígena en ocasión de los parlamentos con los españoles[5]. En el de Quillín, los oradores toman la palabra con el ramo de foye en la mano y al concluir el encuentro lo entregan al gobernador, rociado con sangre de llamas, “en demostración de que con rendimiento de sus corazones habían pedido y aceptaban la dicha paz” (ibid.., 2018, p. 152). Sorprendidos por costumbres para ellos desconocidas, los cronistas -y, en particular, los sacerdotes- procuraron encontrar equivalentes culturalmente aceptables valiéndose de referencias teológicas que daban un manto de legitimidad cristiana a las solemnidades mapuches. Es así que las comparaban con prácticas tomadas de los relatos bíblicos y de la antigüedad clásica[6]. La relación de las paces de Quillín (1641) transcribe el discurso y los gestos del cacique Antegueno

 

(que como el señor de la tierra traía en la mano la rama de canelo, señal de paz entre esta gente, como lo ha sido el de oliva entre Dios y los hombres) y tomando la mano, y en nombre de todos los demás Caciques, dijo con mucha gravedad y señorío, que su usanza era antes de capitular y asentar cualesquiera conciertos de paz, matar las ovejas de la tierra.[7]

 

Sacrificados los animales, se les quitaron los corazones y se roció “con su sangre el canelo que Antegueno tenía en la mano. Ceremonia que, (aunque gentílica) parece tiene su fundamento” en el relato bíblico del Éxodo y en la epístola de San Pablo a los hebreos (ibídem). En aquella ocasión, concluidas las deliberaciones hubo un nuevo sacrificio de llamas, “repartiéronse los corazones en pequeños pedazos, enterraron en el suelo algunas armas y ejecutaron otras ceremonias con que querían dar a entender que daban por terminada la guerra”, tras lo cual se intercambiaron obsequios entre las partes[8].

Los propios caciques explicaban el sacrificio de animales con una metáfora: las paces debían ser fijas, inamovibles y definitivas como los cuerpos sin vida de esos animales, que “no se podían ya menear ni apartar de aquel lugar, así ellos no habían de moverse más, ni volver atrás de lo una vez prometido, ni faltar a la fidelidad debida, aunque para esto fuese necesario derramar la sangre de sus venas y perder la vida” (ibid., 2018, p. 129). Mientras los caciques ejecutaban los ritos propiciatorios según su tradición cultural, el Marqués de Baides procuraba incitarlos con la entrega de objetos de prestigio y grados militares propios de las jerarquías políticas y militares españolas. En ese contexto vemos aparecer los bastones de mando:

 

Y para honrarlos dio baston con casquillos de plata de gobernador y capitán general a Lincopichon, por aver sido el primero en dar la paz, y otro de Maestro de campo a Don Antonio Chicaguala, y otro de Sargento Mayor al hixo mayor de Lincopichon Cheuquenecul, para que gobernassen sus tropas contra los que no quisiessen admitir la paz. Mandolos vestir a lo Español con capas y capotillos, y hazer buen agasaxo […] (Rosales, 1877, III, p. 169).

 

Desde mediados del siglo XVII los jesuitas intentarán “propiciar una lógica de hibridación simbólica” entre el canelo mapuche y la cruz cristiana, asimilando esta última a un “árbol” que, como el canelo, podría plantarse, crecer y posicionarse en terreno conquistado (Valenzuela, 2012, p. 207). Sin embargo, por más que los ignacianos pretendieran explicarles que “aquel árbol de la Cruz era el canelo de los cristianos, donde se firmó la paz entre Dios y los hombres quando aquel arbol se vio roseado y bañado con la sangre de el cordero Jesucristo, que fue el que vino de el cielo a tratar y concluir las pazes entre Dios y los hombres” (Rosales, 1877, III, p. 313), los mapuches insistieron en plantar un árbol de canelo junto a la cruz y regarlo con sangre de llamas. “El rito final fue compartido por españoles y mapuches, ambos con ramas de canelo en sus manos para sellar la paz, tal ‘como los cristianos ponen la mano sobre los evangelios’” (ibidem). La ritualidad mapuche sigue prevaleciendo sobre el signo cristiano y los sacerdotes se refieren explícitamente a ella para ilustrar el simbolismo de la cruz, como lo hizo el padre Moscoso en 1647 en el segundo parlamento de Quillín: “Destos ritos me aproveché para predicarles los misterios de la santa cruz y […] propuse que aquel era el árbol de las verdaderas paces, que se hazen entre Dios y los hombres; y el canelo, cuias hojas son perpetuas, y dan salud a todos, y que estaba rociado con la sangre del cordero Jesús…” (cit. en Valenzuela, 2012, p. 210). Integrada a la ritualidad animista mapuche, la cruz incorpora los significados atribuidos al canelo: no los desplaza ni relega sino que los asimila y, al hacerlo, se “mapuchiza”. En palabras de Jaime Valenzuela, “más que una apropiación cristiana del foiye [canelo], estaríamos pues ante una apropiación mapuche de la cruz” (Valenzuela, 2012, p. 212).

En los ulteriores parlamentos, el símbolo religioso que se había pretendido erigir como equivalente ritual del canelo perdió terreno frente a una insignia de sentido netamente  político y militar, el bastón de mando, que podemos ver como un elemento de las nuevas tecnologías de poder desplegadas por los españoles para instaurar a través de los parlamentos un poder disciplinario y, en particular, “operar una reestructuración del espacio sociopolítico indígena” (Boccara, 1998, p. 227). “Señales tangibles de distinción”, los bastones identificaban a los líderes “o a aquellos indios que los españoles deseaban ungir como líderes” (Weber, 2005, p. 186). De ellos se esperaba que impusieran respeto y subordinación a sus hombres. A partir del parlamento general de Yumbel -al norte del río Bío-Bío- en 1692 ya no se mencionan ramas de canelo sino bastones, cuando concluyendo las deliberaciones un cacique principal de la provincia o butanmapu de la costa se puso de pie, “cogió en las manos los bastones de los caciques principales de los cuatro butanmapus” e interpeló a los caciques presentes recomendándoles la aceptación de los artículos del tratado de paz, a lo que replicó un cacique anciano que “cerró su discurso entregando al señor Capitán General los bastones de los caciques de cuatro butanmapus que tenía en las manos y quedó concluido el parlamento” (Payàs, 2018, pp. 205, 208). Estos bastones cumplían las mismas funciones simbólicas que las ramas de foye. Pero, si en 1641 el gobernador Marqués de Baides había recibido con “grandes muestras de estimación y cortesía” el ramo de canelo “jaspeado con la sangre de aquellos animales” (ibid., 2018, p. 131), la ceremonia del sacrificio de las llamas ya no era del gusto de las autoridades españolas. Las nuevas formas de poder disciplinario buscan civilizar al indígena, domesticar sus conductas juzgadas salvajes y reformar sus usos y costumbres, volviéndolos culturalmente aceptables (Boccara, 1998). En el parlamento general de 1693 en Concepción, el gobernador Tomás Marín de Poveda introdujo en los tratados una cláusula final que apuntaba contra los medios de que se valían los machis o hechiceros en sus ritos: “conviene que los brujos machis no festejen al demonio levantando canelos y ensangrentándolos con sangre de carneros negros ni hagan otra ninguna ceremonia del tambor y calabazo llamando al diablo con romances sino que sólo curen con yerbas sin hacer otra superstición” (Payàs, 2018, p. 220).

En los siguientes encuentros diplomáticos interétnicos, en efecto, parece haberse erradicado la ceremonia del sacrificio de llamas y en vez de ramos de canelo, los caciques se presentan con bastones que reúnen en un hato al término de las pláticas, “haciendo de todos uno para que se corroborase más la alianza” (ibid., 2018, p. 242)[9]. El objeto ha cambiado, pero el ritual perdura. Estas varas de madera de factura española con las cuales se distingue desde el siglo XVII a los “caciques de bastón”, “principales y gobernadores”, colocan a ciertos líderes por encima de sus pares en tanto interlocutores  reconocidos  por los funcionarios de la corona[10]. El bastón distingue así a los huinca-ulmen, “caciques amigos de los españoles”, de los mapu-ulmen, caciques “de la tierra”, con autoridad para organizar la resistencia contra los españoles. El casquillo de plata, “metal preferido de los mapuches”, es considerado como “un valor positivo asociado al poder benefactor y pacífico de la luna” (Zavala, 2000, p. 137). Si bien el elemento que simboliza la unión de los participantes en una misma voluntad pacífica es otro, como bien lo advirtió hace tiempo José Manuel Zavala, la función no ha variado: agrupados en un ramo o en un hato, tales “objetos de poder pacificador” manipulados por los oradores al expresarse “otorgan a las palabras pronunciadas cierta fuerza sagrada, pacificadora y benefactora” (ibid., 2000, p. 139). Esto, sin duda, desde la perspectiva indígena.

Desde la perspectiva española, sin embargo, los bastones empiezan a cumplir otras funciones: enfatizar las jerarquías políticas al interior de los grupos indígenas así como entre españoles y nativos; erigir a los caciques de bastón en mediadores entre el poder español y los indios bajo su dependencia y simbolizar el reconocimiento por los mapuche de su condición de vasallos de la corona. Se trata de una dominación simbólica que, a través del parlamento, reconoce a los mapuche como una nación libre en tanto y en cuanto “acepten ser y se comporten como vasallos del rey” (Boccara, 1998, p. 228). Atributo de poder reservado a los reyes y altos dignatarios, el bastón era en la tradición occidental uno de los emblemas de la soberanía. Tenía como remota antepasada la vara que portaban los cónsules en la Roma clásica, y ya desde la Alta Edad Media constituía -junto con el anillo- un emblema de las funciones civiles que debían asumir los reyes en materia de paz y de justicia (Duby, 1976, p. 22). Boccara señala que a partir de la gestión del gobernador López de Zúñiga, Marqués de Baides, se inició una política de asimilación que buscaba reducir la diferencia sociocultural como medio para obtener la paz, política que tendría su máxima expresión en las misiones religiosas y en la escuela para hijos de caciques (Boccara, 1998, p. 231). Y que encontraría sus límites en la pertinaz resistencia de los mapuche a abandonar sus instituciones más preciadas -en particular la poliginia y las juntas o cahuines-, así como en la impotencia de los líderes para controlar la conducta de sus subordinados (Jiménez, 2015; Villar y Jiménez, 2007).

La distribución de bastones en los parlamentos apunta a reforzar o a crear jerarquías políticas. Los mangos de plata -con dos anillos los de los simples caciques, “y tres los de los gobernadores, además del casquillo y puño todo de plata y los de estos últimos algo mayores” (Payàs, 2018, p. 523)- se convierten en signos visibles del rango del individuo que los porta. Analizando las listas de gastos relativos a cuatro parlamentos generales del siglo XVIII, Luz María Méndez Beltrán contabilizó 300 bastones “con sus casquillos de cuentas” ofrecidos a los caciques presentes en Tapihue en 1716; 130 “puños de bastón con 3 anillos cada uno” en el parlamento de Valdivia, en 1782; 114 bastones para los caciques con tres anillos o círculos en el de Lonquilmo en 1784; 4 bastones para gobernadores y 96 bastones para caciques en Negrete, en 1793 (Méndez Beltrán, 1982, pp. 164-167). La entrega de bastones es selectiva: en el parlamento de Lonquilmo, por ejemplo, había 225 caciques con 79 capitanejos y más de 4.400 indios del común (Payàs, 2018, p. 475), pero sólo 114 caciques -la mitad de los líderes presentes- recibieron un bastón. En el parlamento de Negrete, donde se había pedido a los caciques que acudieran con la menor escolta posible, se apersonaron 187 caciques para un total de 527 personas (ibid., 2018, p. 502), y sólo se repartieron 100 bastones. La entrega del bastón (tanto a los caciques reconocidos como “caciques gobernadores” como a funcionarios encargados de mediar en las relaciones hispano-indígenas, como el “comisario de naciones”- se convierte en “señal de su jurisdicción” (ibid., 2018, p. 364).

Jurisdicción de quien posee y exhibe el objeto investido de poder, pero jurisdicción delegada por quien lo ofrece, tácitamente reconocido, al menos en su propio imaginario, como fuente última de soberanía. Como en el ritual medieval del vasallaje, el bastón manifiesta en este caso “la transmisión de un poder, potestas” (Le Goff, 1999, p. 343). Símbolo de paz, marca de autoridad, señal visible de reconocimiento por el aliado español, el bastón comienza a intervenir en los mecanismos internos de sucesión política. En 1759, en Tapihue, el sucesor del difunto cacique Melita, fallecido poco antes y “entre ellos reputado por gobernador de las parcialidades de la costa” no había querido asumir el mando hasta que el Gobernador de Chile le entregara en mano propia “el bastón en nombre de Vuestra Majestad, para que este acto sirviese de mayor crédito a su fidelidad” (Payàs, 2018, p. 322). Los eclesiásticos también procuraban influir en los mecanismos de reconocimiento de la autoridad política de los caciques amigos, oponiéndose a la entrega de bastones a caciques que estimaban no del todo abiertos a su prédica. Así, el franciscano Juan Matud se permitía recomendar al presidente de Chile que “Al referido Malean, le viene segun sus costumbres el Cazicato, por muerte de su difunto hermano Pichipill, mas soi del dictamen no combiene q.e V Sª le entregue Baston” (en Jiménez, 2015).

Con el tiempo, la tradición se fue modificando insensiblemente: a partir del parlamento general de Tapihue (1746), no sólo se reúnen según la usanza previa los bastones de los caciques, sino también los de las principales autoridades españolas. Luego del parlamento de Negrete, de 1771, se añadió un detalle significativo: el cacique encargado de recoger los bastones de los asistentes “formando con todos ellos una especie de hacecillo” introdujo la ceremonia adicional de hacer sobresalir el bastón del Gobernador y Capitán General, tras lo cual aconsejó a los indios “a fin de que permaneciesen fieles vasallos del Rey nuestro señor y que obedeciesen a todos sus ministros” (Payàs, 2018, p. 356). Cada vez más, la aceptación de un bastón -que incluso puede estar marcado con un busto del rey, como el que se entregó en diciembre de 1797 al cacique gobernador de Angol- supone a ojos de los españoles la promesa de “fidelidad al soberano”[11].

Hay un aspecto ritual que las actas de los parlamentos tendieron a silenciar: los “ritos y ceremonias” con que los indios recogían los bastones en un solo haz al comenzar las parlas se asociaban infaltablemente, como en la asamblea presenciada por Gerónimo de Vivar en 1552, con el consumo de alcohol. En 1774, sin embargo, el Gobernador y Capitán General Agustín de Jáuregui, una vez reunidos los bastones “mandó guardar silencio y se negó a la pretensión de los caciques de que, conforme a lo acostumbrado en parlamentos, se pusiese junto a dicho hacecillo provisión de vinos para que bebiesen durante la parla”. En un acto de tanta formalidad -argumentó el gobernador- “era preciso que todos se mantuviesen en entera razón y juicio para que libremente pudiesen discurrir y proponer lo que les pareciese conveniente”. Los presentes “convinieron así que quedase abolido este abuso” (Payàs, 2018, p. 391).

El vino se seguiría repartiendo en abundancia, pero sólo una vez concluido el parlamento. Así en Negrete, en 1793, al describir el ceremonial observado durante las parlas, el escribano traza una imagen singularmente detallada de los últimos momentos de estos encuentros:

 

Al final se pone en medio de la ramada un toro o novillo entero asado con sus pies, uñas, cabeza y astas, del que el señor Capitán General corta primero un bocado y después los circundantes españoles e indios, acudiendo a comer todos en un plato, en demostración de su unión y amistad, y se reparte igualmente una vasija de vino para velar a cada uno de los cuatro butalmapus.

Se devuelven a sus dueños los bastones que estos días han estado recogidos y se distribuyen nuevos a los caciques que les faltan, por haberlos perdido o por ser descendientes y sucesores de otros que han muerto, a quienes se da a reconocer entregándoles esta insignia en presencia de los gobernadores o caciques principales y capitanes de amigos de las respectivas reducciones, acreditando estos que son los pretendientes acreedores y que por derecho les pertenece (ibid., 2018, p. 523).

 

Toro asado en lugar de corazón sangrante de llama, vino en vez de chicha, bastones con mango de plata en vez de ramas de canelo: abiertos a la novedad, los mapuche -como señala José Manuel Zavala- parecen integrar los sustitutos europeos sin dificultad en su universo simbólico, mientras estos “elementos extranjeros” cumplan funciones rituales análogas a las de sus objetos culturales tradicionales (Zavala, 2000, p. 140). Una apertura y flexibilidad de la que también harán gala sus parientes al este de la cordillera.

 

Caciques gobernadores pehuenches en la frontera mendocina: el bastón como símbolo de alianza

En la frontera sur de Mendoza, la tradición de los tratados de paz con los indios se inicia en 1780 con una reducida agrupación de pehuenches. Estos indios de cultura mapuche que habitaban la región de Malargüe, a relativa distancia de los bosques de araucarias (araucaria araucana o pehuén, árbol del que derivaban parte de su subsistencia y su propio nombre), vivían del pastoreo de ovejas, del comercio de sal, textiles y objetos de madera y de los asaltos periódicos a establecimientos y transeúntes españoles en las fronteras mendocina, puntana, cordobesa y bonaerense (Villalobos, 1989; León Solís, 2001). En marzo de 1780, una expedición comandada por el Maestre de Campo José Francisco de Amigorena había asaltado las tolderías pehuenches situadas al pie del cerro Campanario, matando a los varones mayores de once años y cautivando a una nutrida “chusma” de mujeres y niños que fueron retenidos prisioneros en Mendoza y utilizados como señuelo para inducir a los pehuenches a negociar paces, con la esperanza de obtener la restitución de sus parientes (Roulet, 1999-2001 y 2002).

Un acuerdo preliminar celebrado en la sala capitular de Mendoza en diciembre de 1780 tuvo lugar con un puñado de cacicas y caciques quienes, “puestos en círculo según costumbre de parlamento […] expusieron que los expresados caciques venían a ofrecer una paz segura con esta ciudad conforme a la que se había siempre observado en el Reino de Chile”[12]. Aparte de la disposición en círculo, no aparece en los registros ninguna evidencia de los elementos rituales que eran de rigor en Chile: ni ramas de canelo, ni llamas sacarificadas, ni bastones, ni vino[13]. Los pehuenches están en territorio ajeno y se acercan a implorar la devolución de sus familiares. Tampoco se menciona ningún objeto ritual en los sucesivos acuerdos con otros caciques pehuenches que en los dos años siguientes acudieron a Mendoza a tratar paces. En cambio, cuando se presentó en 1783 el cacique principal de los pehuenches de Malargüe, Ancán Amún, de quien se exigió el juramento de fidelidad al rey, el tratado se cerró obsequiándole “en nombre del Rey nuestro señor una insignia, como a gobernador de su nación pehuenche, que recibió con la mayor veneración”[14]. La fuente no precisa si la tal insignia era un bastón. Sabemos en cambio que, al culminar su visita a Mendoza, Ancán Amún recibió una decena de frascos de aguardiente[15]. Es de sospechar que los mendocinos, si bien eran conscientes de la obligación de generosidad que tenían en tanto anfitriones, no percibían aún la importancia ritual que tenía para los indios el consumo de alcohol en esas solemnes ocasiones.

En 1787, en un parlamento celebrado con las agrupaciones pehuenches de Malargüe y de Neuquén junto al río Salado (en pleno territorio indígena), los pehuenches pidieron al comandante Amigorena que hiciera reconocer como legítimo sucesor del cacique gobernador Ancán Amún -muerto de viruela poco antes- a su hermano mayor, Pichintur, “como lo verifiqué dándole la insignia que le corresponde y lo puse en posesión de su gobierno”, tras lo cual se repartieron reses, algunos barriles de vino y aguardiente para que los indios celebrasen en sus propios toldos[16]. Tampoco en este caso nos dice la fuente qué clase de insignia recibió Pichintur, pero un documento posterior aclara que el comandante Amigorena le había entregado su propio bastón[17]. La jurisdicción de Mendoza, mucho más pobre que la capitanía general de Chile, no podía solventar regalos caros y solía agasajar a los indios con “sombreros, chupas, calzones, espuelas, estribos, yeguas” y un poco de vino[18], por lo que el comandante debió ofrecer a Pichintur, al distinguirlo como cacique gobernador, un objeto de su uso personal[19].

En 1796, cuando los pehuenches pidieron a Amigorena que refrendara la elección de Millanguir (hijo de Ancán Amún) como sucesor de su tío Pichintur, el comandante lo dio “a reconocer por su Gobernador del partido de Malargüe en nombre del Rey […] entregándole el bastón que de propósito llevaba, y abrazándole con los otros caciques y capitanejos se le hizo en el acto una salva con ocho tiros de cañón” y se agasajó a los presentes con una gran comida[20]. A diferencia de Chile, que contaba con los abundantes fondos del Real Situado, en Mendoza los regalos eran modestos, los aspectos rituales más que someros y los bastones -o, en su defecto, una medalla hecha con un peso fuerte sujeto con una cinta[21]- sólo se obsequiaban a los líderes reconocidos con la designación colonial de “caciques gobernadores”, a fin de hacer visible su rango de primus inter pares y su condición de interlocutores reconocidos y leales a los españoles. La entrega de estas insignias de poder, a través de las cuales se instala la ficción legal de una delegación de soberanía del monarca hacia los “caciques gobernadores”, materializa una efectiva intención de las autoridades españolas de incidir en los mecanismos pehuenches de sucesión del liderazgo a efectos de instalar en posición dominante a caciques dóciles y afines a la alianza.

 

El bastón en la frontera bonaerense: disputado símbolo de poder

La frontera bonaerense parece haber elaborado su propia tradición de diplomacia hispano-indígena al margen del modelo chileno de parlamentos, aunque con el tiempo y a medida que más y más indios de Chile se acercaban a la frontera como simples visitantes o como residentes permanentes en las pampas, los propios indígenas invocarían las prácticas de negociación trasandinas. El carácter multiétnico de esta extensa y abierta frontera explica en parte lo que Leonardo León Solís ha caracterizado como un “estado de constante inestabilidad”, cruzado por las más variadas tensiones: “disputas domésticas causadas por robos de mujeres, ganados, propiedades, por acusaciones de adulterio y simples asesinatos” que podían derivar en ciclos de venganza oponiendo a varios linajes (León Solís, 1995-1996, p. 187)[22].

No contamos con ninguna descripción del acuerdo concretado con los caciques pampeanos Mayupilqui y Yatí, designados Guardas Mayores de las campañas por el Cabildo de Buenos Aires en 1717 “para celar estas campañas de toda extracción de ganado vacuno y sus matanzas de [entiéndase: “por”] las ciudades circunvecinas” (Archivo General de la Nación, 1926, p. 379; Levaggi, 2000, p. 104). Los primeros tratados de paz acordados con los grupos indígenas que ocupaban el territorio al sur de las ciudades de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba son los que negoció en octubre de 1741 el Maestre de Campo Cristóbal Cabral en su expedición a las sierras de Casuhatí, Tandil y Cayrú donde, para incitar al cacique Nicolás Bravo a aceptar sus propuestas de paz, dice haberle enviado como obsequio palanganas, yerba, tabaco, cuchillos y bovinos, pero no indica ninguna insignia de prestigio[23]. Tampoco se mencionan ceremonias propiciatorias ni entrega de algún objeto simbólico en las fragmentarias descripciones de las paces celebradas en 1742 en la sierra de Casuhatí con los caciques Bravo, Calelián y varios aucas, que luego bajaron a Buenos Aires a ratificarlas ante el gobernador. Sin embargo, a la muerte de Nicolás Bravo en 1757, se acercó a uno de los fuertes de la frontera bonaerense su hermano Gelquen (o Gualquem) solicitando que se tomaran disposiciones para “dar el bastón de dicho su hermano don Nicolás, porque su hijo del difunto no lo quiere dar, porque lo tiene él”[24]. Es decir que, en algún momento que las fuentes no precisan, el cacique Bravo había sido distinguido por el gobernador de Buenos Aires con la entrega de un bastón.

Por lo visto, la cuestión de la sucesión de Bravo no se resolvió enseguida, los conflictos entre su hermano Gualquem y su hijo Huibar se transformaron en asaltos recíprocos y, más de un año y medio después, Gualquem enviaba a decir que había tratado de paces en las sierras con un vecino de Buenos Aires “y quiere […] que se le dé el bastón”[25]. En un contexto infinitamente menos solemne y protocolar que el que se había instalado progresivamente en Chile, el bastón aparece despojado de sus aspectos rituales, reducido a mero emblema de un poder legitimado por los españoles, quienes eventualmente juegan un papel de árbitro en los conflictos sucesorios intraindígenas y en las rivalidades interindígenas.

El complejo panorama étnico de una frontera hacia la que confluían grupos que los textos coloniales designan como “pampas”, “serranos” o “puelches”, “teguelchús”, “aucas” o “peguenches” y “rancacheles” o “ranquecheles”, a menudo enfrentados entre sí, sumaba desconcierto y desconfianza en las autoridades de la frontera. Con frecuencia se acercaban caciques de una parcialidad acusando a otra de estar planeando un ataque a la frontera, a lo que algunos funcionarios respondían proponiendo medidas drásticas, como la de pasar a cuchillo a cuantos indios se encontraran en el campo, ya fueran estos fingidos amigos o potenciales enemigos[26]. En ese contexto, la entrega del bastón cumplía la doble función de reconocer la primacía de un determinado cacique sobre los demás en tanto aliado y de fomentar las discordias entre líderes rivales y sus parcialidades:

 

Doy parte a V.E. el haber venido el cacique Lepín con la pretensión de pasar a esa [ciudad de Buenos Aires] a ver a V.E. y que le dé un bastón y que lo reconozcan por Cacique Principal los demás indios. Esta demostración me parece es muy conveniente en esta estación, pues los otros viendo que se ha venido a amparar de V. Exa. continuarán entre ellos sus guerras intestinas y evitarán la reunión de las naciones que moran en la falda de la cordillera del lado del poniente, cuya desunión nos es tan favorable [..][27]

 

El pedido del cacique auca Lepín sería atendido: tras acordar paces en la Laguna de los Huesos en mayo de ese mismo año (Levaggi, 2000, p. 114), viajó a Buenos Aires a quejarse porque, incumpliendo los tratados, una partida española le había matado varios indios que potreaban en paz (Nacuzzi, 2015). En la capital se entrevistó con el gobernador, quien le entregó el bastón que solicitaba “para persuadirles a que se les trata de buena fe, y como correspondan a ella y avisen los movimientos de los otros indios sus enemigos y aseguren la proporción de castigarlos, serán atendidos y auxiliados en lo que posible fuese…”[28].

El objetivo de “solicitar la discordia” entre los indios es explícito:

 

Esta se puede fomentar, ya insistiendo a Naval Pan, hijo de Lincon, enemigo de Yatti y parciales, para que en lugar de sentar alianza traben la guerra, y si el dicho Naval Pan tuviere algún embarazo en ello, porque algunos caciques no asienten, se puede solicitar alguno de estos diez caciques de mayor fama para que reciba el bastón de Cacique Principal, con cuyo hecho introduciremos la envidia en los indios vecinos, y por consiguiente la discordia en unos y otros […]. No debemos temer sus insultos, antes sí que unos a otros se acaben, que será todo lo que podemos apetecer[29].

 

El Sargento Mayor Manuel Pinazo conocía bien las rivalidades que oponían entre sí a los indígenas que se acercaban a Buenos Aires buscando una apertura comercial y una eventual alianza militar en sus conflictos con otros grupos. Pocos meses después, el cacique Caullaman, un auca subordinado a Yaty (el mismo Yatti de la cita precedente), mandó un emisario a la guardia de Luján pidiendo licencia para instalar sus toldos en la Laguna de los Huesos, a escasas dieciséis leguas de esa guardia. El comandante del fuerte entró en sospechas:

 

Los motivos que da para esta separación de Yaty y aproximarse tanto son tan frívolos que no me aseguran su fidelidad. El primer punto es pedir el bastón y querer que seamos medianeros para que se hagan las paces con Naguelpan hijo de Lincon. Es mucha porción de indios para tanta inmediación, y como no tengo de dichos indios la menor satisfacción, les dije que por lo que respecta al bastón, era preciso que fuese elegido por todos ellos […][30].

 

En las fronteras de Chile y Mendoza, el nombramiento de “cacique gobernador” sancionaba con un cargo colonial la posición preeminente de un cacique de sobresaliente prestigio entre los indios de su mando, en un universo constelado de jefaturas paralelas mutuamente reconocidas. En el ámbito bonaerense, en cambio, la estrategia de identificar a un determinado líder como “cacique principal” en desmedro de otros pretendientes con similares aspiraciones buscaba romper solidaridades y acentuar diferencias. Mientras en Chile y Mendoza un “gobernador” debía velar por la buena conducta de sus sujetos, aconsejarlos y portarse garante de sus actos, en Buenos Aires un “principal” debía ante todo avisar sobre movimientos de indios enemigos y tomar la iniciativa de combatirlos.

En este turbulento panorama, la exhibición del bastón por un cacique seguía teniendo la doble función de señalar intenciones pacíficas y de evidenciar un trato previo con autoridades españolas. Cuando la comunicación intercultural está plagada de suspicacias y equívocos, los símbolos valen a veces más que las palabras, que pueden ser malinterpretadas. Un ejemplo de este uso de elementos simbólicos para darse a conocer nos lo brinda la mise en scène preparada por el cacique Casuel, desconocido en la frontera bonaerense, cuando fue abordado en los campos por una partida exploradora.

 

Acaban de llegar los corredores de campo con la noticia de haber hallado entre las Lagunas de Rojas y manantiales de Piñero una porción de Indios que serían algunos ciento poco más o menos, que se adelantó el Baqueano con tres hombres para reconocerlos y salieron de ellos el cacique llamado según dijo Casuel, con la Cazica, y dos más desarmados, y el Cazique trahia vn Baston colorado, les digieron que ellos no venían â hacer daño â los Christianos, sino a Potrear[31].

 

Antes incluso de tomar la palabra para presentarse y enunciar sus intenciones, Casuel y su escolta avanzaron desarmados. La presencia de su esposa -claro indicio de intención pacífica en los códigos de la diplomacia indígena (Roulet, 2021)- y la exhibición del bastón eran para los contemporáneos señales ostensibles de la actitud amistosa del cacique y así parecen haber sido comprendidas por el autor del texto.

Un último uso del bastón como distintivo honorífico fue propuesto en 1779 por el abogado fiscal Pacheco para los caciques que, “para la mayor seguridad y firmeza de las paces”, aceptaran constituirse en rehenes y vivir en la capital durante dos o tres años, a imitación de lo que se practicó en Chile con los “caciques embajadores” residentes en Santiago, entre 1772 y 1784. Estos rehenes recibirían “vestidos decentes y las insignias de bastón y a todos sus hijos colegio, para dedicarse a los estudios siempre que reciban el agua del bautismo”[32]. El ejercicio de cooptación pacífica que proponía el fiscal Pacheco no se concretaría, porque el virrey Vértiz resolvió denegar las paces al cacique Lincopagni, apresarlo y desnaturalizarlo a las islas Malvinas, acto que desencadenó una serie de asaltos indígenas contra la población de las campañas (Crivelli Montero, 1991).

Si los españoles de Buenos Aires esperaban proteger su frontera con la estrategia de dividir para reinar, la experiencia de las conflictivas décadas de 1770 y 1780 los convenció de que pagarían un costo menor, en términos de vidas y de recursos, apostando por la paz con sus vecinos indígenas y accediendo a sus insistentes pedidos de apertura comercial y agasajos. Así, cuando el cacique Negro -tehuelchú- se presentó en Buenos Aires en 1786 solicitando las paces para sí y para el cacique Lorenzo Calfilqui -auca-, el primer elemento de la larga lista de agasajos que reclamó fue un bastón con puño de plata, que le fue concedido[33]. Idéntico pedido realizaron poco tiempo después el cacique Toro y el hermano del cacique Negro, en quien había recaído el cacicazgo por muerte de aquél.

A partir de 1790, la opción de entablar unas “paces generales” con los indígenas de la frontera sur bonaerense y el respeto de los tratados acordados redundaría en treinta años de calma ininterrumpida, durante los cuales se incrementaron los tratos comerciales, las visitas protocolares de los caciques a la ciudad y la prosperidad económica de la campaña, en tanto se expandía fuertemente la población rural bonaerense, desbordando hacia el sur el límite que los tratados y la costumbre habían establecido en el río Salado[34]. En ese lapso, innumerables partidas de indios residentes en las pampas o procedentes de allende los Andes se acercaron a los fuertes de la frontera pidiendo autorización para pasar a la capital “a la venta de sus acostumbrados efectos” (ponchos, mantas, pieles curtidas, cueros, lazos, riendas, cargas de sal). Muchos de ellos aprovechaban la ocasión para entrevistarse con el virrey, dándose a conocer -cuando se presentaban por primera vez- o ratificando previas promesas de paz. Solía suceder entonces que algún oficial de frontera se permitiera sugerir al virrey continuar con la práctica establecida de agasajar a los visitantes, como cuando el comandante de la guardia de Luján escribió al virrey Arredondo que le parecía “sería conveniente que Vuestra Excelencia le distinguiese [al cacique Quencepi, hermano y sucesor del difunto Catrué] mandando darle un bastón, se le vistiese y regalase, como se efectuó con su difunto hermano y se ha acostumbrado con otros caciques principales”[35].

Aunque no llegó a verse en Buenos Aires la pompa y el boato de los parlamentos de Chile, observamos que, una vez distinguido el cacique con bastón y vestuario, se presentaba con esas prendas en la frontera, donde se lo reconocía como cacique amigo. Es así como, antes de morir en el fuerte de Chascomús de resultas de una herida, el cacique Antequene dispuso que “las prendas con que vino a esta frontera se le entregaren a un hermano menor que tiene, para cuyo fin las tengo todas recogidas, como son recado, pellones, estribos de plata, espuelas de lo mismo, bastón, chupa y chupetín azul, sombrero todo guarnecido con franja de plata, con un mandil bordado”[36]. También el ranquel Canipayún dejó al morir de viruela en la guardia de Luján el bastón, el sable y unas espuelas de plata, obsequios del virrey, pidiendo que fueran entregados al indio Leincoanti que debía sucederlo en el mando[37].

Se trataba de “regalos establecidos sólo para caciques que vienen en cada mando por primera vez a presentarse y ofrecer su amistad”[38]. Entre estos presentes, los bastones mantienen su función de símbolo de poder y marca de prestigio que permite distinguir a los caciques principales de los indios del común. Ni lerdos ni perezosos, los caciques rogaban a los comandantes de frontera que acreditaran su condición de tales para asegurarse que su rango fuera reconocido por los flamantes virreyes. Así, a pedido del cacique Catemillán, el comandante de la guardia de Monte solicitaba al virrey Joaquín del Pino que se dignara “hacerle los obsequios acostumbrados a los legítimos de su clase, para lo cual me ha suplicado ponga en el superior conocimiento de V.E. que es cacique en la realidad, y no he tenido inconveniente en hacerlo respecto de que por tal es conocido”[39].

En la primera década del siglo XIX -última de la etapa colonial en el Río de la Plata-, además de los pampas, aucas, tehuelchús y rancacheles cuya presencia era ya habitual en la frontera bonaerense, se hacen cada vez más frecuentes las visitas de caciques “de la nación Chilena”, que piden bajar a la capital declarando su buena fe y sus deseos de ratificarse en la conservación de la paz. Todos ellos regresan a sus tierras “regalados y satisfechos”. Aunque los parcos escritos conservados en los legajos de la Comandancia de Fronteras no dan más precisiones, es probable que los bastones formaran parte de los agasajos con que se honraban las visitas de caciques venidos de tan lejos.

 

Los sentidos múltiples del bastón

En el espacio pan-araucano que se extendía del Pacífico al Atlántico, la paz se propiciaba con ceremonias que suponían compartir grandes cantidades de comida y bebida al tiempo que se manifestaban las intenciones pacíficas de las partes mediante el uso ritual de objetos asociados a un poder generador de armonía, de colaboración y de buena fe. En la Araucanía, ese valor simbólico era atribuido a las ramas de foye regadas con sangre de llama, una costumbre nativa que se impuso en los primeros parlamentos hispano-indígenas pero que fue gradualmente suprimida, cuando los nuevos dispositivos de poder disciplinario se propusieron erradicar prácticas culturales que los cristianos consideraban bárbaras. En su lugar -y cumpliendo funciones análogas en lo simbólico- se generalizó la entrega de bastones de mando a los caciques, mientras el sacrificio ritual de las llamas se transformó en el banquete y la distribución generosa de bebidas que clausuraban los parlamentos. La rama de canelo y el bastón compartían algunos significados, lo que facilitó el proceso de sustitución. Pero, mientras el ritual del canelo evocaba el cese de las hostilidades, la amistad y la unión indisoluble, el bastón de mando hablaba un lenguaje de poder y de jerarquía, en cuya cúspide se situaba el monarca español.

Al este de los Andes, la planta drimys winteri no se encontraba fuera de la zona cordillerana y no tenemos constancia documental de su uso en la diplomacia intraétnica. Si el símbolo del canelo parece haber estado ausente en la diplomacia hispano-indígena -que se desarrolló más tardíamente que en Chile, donde ya había sido desterrado-, el bastón de mando sirvió desde un primer momento para distinguir a los caciques reconocidos o designados como interlocutores. Se lo usó con distintos objetivos. Su entrega suponía una cesión de poder que instalaba una ficción legal de vasallaje a la corona, incidiendo en los mecanismos sucesorios de los grupos indígenas -caso mendocino- y dando lugar a manipulaciones que fomentaban rivalidades, celos y disputas internas, como se verificó en el ámbito bonaerense. En un caso como en otro, el uso que se daba al bastón de mando constituía un indicador elocuente del tipo de política fronteriza que se privilegiaba en cada región. Mientras los mendocinos cuidaban una alianza que les resultaba crucial para defender eficazmente la frontera y reforzaban el prestigio de los caciques mediante la entrega de bastones, los funcionarios bonaerenses tendían a ver a todos los indios como potencialmente hostiles y procuraban debilitarlos fomentando los conflictos entre ellos.

Objeto sagrado, insignia de fidelidad y sumisión a la autoridad real, prenda de paz, marca de jerarquía, emblema de autoridad, elemento de discordia, el bastón que recibían los caciques de las fronteras meridionales de América en un contexto colonial era un condensado de símbolos pasible de las más variadas lecturas e interpretaciones. En la frontera chilena materializaba el reconocimiento de las formas de gobierno indígenas, pero aparecía también (o pretendía ser usado) como signo de aceptación de un poder delegado por el monarca, que los españoles procuraban erigir como fuente eminente de soberanía. Signo visible de alianza y de estatus en manos de los caciques de las fronteras mendocina, cordobesa y bonaerense, que se disputaban el honor de obtenerlo, era a la vez el instrumento mediante el cual la sociedad colonial intentaba inmiscuirse en las formas de asegurar la sucesión de los cacicazgos y sembrar cizaña y disensiones entre los grupos que poblaban las pampas.

En un espacio fronterizo fundamentalmente iletrado, este símbolo polisémico hablaba simultáneamente el lenguaje de la guerra y la paz, el del poder y la sumisión, el del prestigio y el deshonor, el de la alianza y la división. Ambiguos significados que heredarían, promediando ya el siglo XIX, los uniformes y cargos militares discernidos por el Estado nacional y las provincias a los “indios amigos”.

 

 

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Zavala, J. M. (2012). Los parlamentos hispano-mapuches como espacios de mediación. En G. Payàs y J. M. Zavala (eds.), La mediación lingüístico-cultural en tiempos de guerra : cruce de miradas desde España y América (pp. 151-162). Temuco, Chile: Ediciones Universidad Católica de Temuco.

 

Notas



[1] Gertrudis Payàs destaca que mientras que los españoles adoptan el término «parlamento» como equivalente de la noción mapuche de coyagtun (asambleas formalizadas en las que se trataban asuntos importantes), «la inteligibilidad mutua del concepto y la traducción lingüística de un concepto por el otro no pasó por forjar un término equidistante, ni por adoptar el término ajeno». Durante todo el período colonial, cada colectivo siguió usando su propia designación y «mantuvo una representación propia de la institución, hasta cierto punto distinta de la de la contraparte, que le permitió no ceder terreno político y que robusteció las jerarquías de ambas partes ante sus respectivos representados o autoridades» (Payàs, 2015, p. 23).

[2] Barros Arana, op. cit. en Bengoa, 2007, p. 56.

[3] Villar y Jiménez subrayan la distinción que hace el jesuita Rosales entre tres tipos de canelo, que se diferencian por la forma y coloración de sus hojas y tienen distintos usos: el de tinte verde en la cara dorsal y cenicienta en la ventral es el que sirve de salvoconducto en los parlamentos; el de hoja más ancha, verde oscura de un lado y blanquecina del otro, lo usan los machis y hechiceros en sus curaciones y el de hoja encrespada es usado «para sus engaños y traiciones» (Villar y Jiménez, 2007, p. 243).

[5] Otros análisis de los aspectos rituales de los parlamentos o coyagtunes en Gascón, 2013 y Jaque Hidalgo, 2020.

[6] Un procedimiento al que también recurrirían los sacerdotes jesuitas que misionaron en el Chaco. Según Beatriz Vitar (2022, p. 58), «era una herramienta de los misioneros para resolver el conflicto de alteridad […] apelando a sus propios códigos de referencia para referenciar (o traducir) las nuevas realidades a las que se enfrentaban».

[7] s/a. (1879). Varias relaciones del Perú y Chile y conquista de la isla de Santa Catalina. 1533 a 1658 (p. 265). Madrid: Imprenta de Miguel Ginesta, cit. por Zavala, 2012, p.154 y Bengoa, 2007, p. 48.

[8] Barros Arana, D. (2000). Historia general de Chile, tomo 111, pp. 266 y sigs. Santiago, Chile: Centro de Investigación Barros Arana (cit. por Bengoa, 2007, p. 54). Según el padre Rosales, «todos estos ritos y ceremonias eran lenguas mudas, que significaban la unión y la paz, y las esplicaban ellos con elegancia de palabras y demostraciones de sus afectos ; que aunque los tenemos por bárbaros, explican con eminencia sus conceptos» (cit. por  Bengoa, 2007, p. 58).

[9] Las actas de los parlamentos no vuelven a mencionar la ceremonia del canelo, lo que sugiere que los bastones sustituyeron eficazmente a las ramas de foye. Pero esto no implica que no siguieran usándose ritualmente en los coyagtunes entre parcialidades indígenas.

[10] En 1643, sospechando que los caciques que habían firmado las paces en Quillín pudieran estar tramando una rebelión, el Marqués de Baides los mandó apresar y a continuación «quitaron el bastón a Cheuqueneucul hijo de Loncopichón», gesto que lo despojaba simbólicamente de la autoridad política que le había sido reconocida durante el parlamento (en Bengoa, 2007, p. 109).

[11] Oficio de Luis de Alava al Capitán General, marqués de Avilés, 2.01.1798, en Archivo Histórico de la Provincia de Mendoza (AHM), Etapa Colonial, carpeta 41 documento 139.

[12] Acuerdo capitular del 12.12.1780, en Archivo General de la Nación (AGN), sala IX, legajo 24-1-1.

[13] Si bien la distribución espacial del Drimys winteri no se limita a la Araucanía chilena y se menciona su existencia en la falda oriental de la cordillera desde el sur de la provincia de Mendoza hasta Tierra del Fuego (https://es.wikipedia.org/wiki/Drimys_winteri), no he encontrado referencia alguna al uso ritual del canelo en la diplomacia hispano-indígena al este de los Andes. En cambio, contamos con una breve descripción de la «ceremonia que acostumbraban en sus parlamentos para capitular y asentar la maloca» que conjuntamente proyectaban realizar puelches morcoyanes y pehuenches en 1658, ceremonia que consistió en matar un caballo y repartirlo entre todos para comer, escaramucear sobre sus caballos y distribuir «pagas» entre los participantes (en Cabrera, 1928, p. 48).

[14] En AGN IX, 24-1-1. Este mismo legajo contiene el Diario de don Pedro Joseph Núñez de Guzmán, Comisario de Colchagua (Chile) acerca de la expedición que realizó hacia las tolderías pehuenches de Malargüe en el otoño de 1779,  ocasión en la que visitó la toldería de Ancán Amún,  a quien obsequió vino, una casaca de paño fina y un bastón. Más allá de que el cacique seguramente apreció los obsequios del comisario Núñez, el contexto en el que fue entregado este bastón no era el de un parlamento.

[15] Oficio de Esquivel Aldao a Amigorena, 16.11.1782, en AHM carpeta 65, documento 26.

[16] Acta del parlamento celebrado el 17.10.1787, en AHM carpeta 29, documento 35.

[17] Testimonio sobre los méritos y servicios de José Francisco de Amigorena, 7.05.1793, en AGN IX, 5-10-3.

[18] Oficio de Amigorena a los oficiales de real hacienda, 2.05.1789, en AHM carpeta 55, documento 21.

[19] En un memorial redactado en 1800, luego de la muerte de Amigorena, su viuda María Prudencia Escalante diría que su marido «supo hacerse amar y estimar de ellos, cuidándolos y considerándolos tanto que […] su bastón, su sombrero y sus propios vestidos eran de continuo voluntarios despojos en favor de sus leales y obedientes aliados» (en Torre Revelo, 1958, pp. 27-28).

[20] Oficio al gobernador intendente de Córdoba, 10.06.1796, en AHM carpeta 56, documento 1.

[21] Como fue el caso con el cacique principal de los ranqueles, Carripilum, cuando parlamentó con mendocinos y pehuenches en la frontera de Mendoza en marzo de 1799 (AGN IX, 34-1-7).

[22] Para un panorama sucinto de la política hispano-indígena en la frontera bonaerense durante el siglo XVIII, véanse Crivelli Montero, 2013 y Weber, 2005. El complejo panorama étnico en Nacuzzi, 2014.

[23] Carta de Cristóbal Cabral al gobernador Miguel de Salcedo, 2.11.1741, en Archivo General de Indias (AGI), Buenos Aires, 302.

[24] Carta de Pedro Silva al gobernador Alonso de la Vega, 22.02.1757, en AGN IX, 1-5-3.

[25] Oficio de Joseph Ignacio de Zavala al teniente de Rey, 18.11.1758, en AGN IX, 1-5-3.

[26] Así, un funcionario fronterizo informaba algo perplejo al gobernador Bucarelli en 1767, que “el sargento mayor don Manuel Pinazo, que lo es del partido de Luján, me dice en carta de ayer que el capitán de frontera de Conchas, don Joseph Miguel de Salazar, le da parte que el cacique Lepín avisa de una venida furiosa de indios Rangencheles al Pergamino, asegurando le comunicó esta noticia por muy cierta el cacique Guenchuye, indio Auca, y que los indios del cacique Guediguanchu, Pampa Serrano, vienen de camino con intención de robar las haciendas”. El oficial proponía “resistir cualquier tentativa y castigarlos pasando a cuchillo todos los que puedan aprehender” (carta de Juan Marín a Bucarelli, 2.02.1767, en AGN IX, 1-6-1). La propuesta no escandalizó al gobernador Bucarelli, quien ordenó no permitir que ningún indio se acercara a la frontera y que “a los que encuentre en las recorridas que haga o se presenten con el pretexto de solicitar mi protección o vivir en paz, los haga Vuestra Merced pasar a cuchillo dándome aviso después de haberlo practicado” (oficio de Bucarelli a Joseph Vague, 1.08.1767, en  AGN IX, 1-6-1).

[27] Carta de Joseph Vague al gobernador Bucarelli, 12.02.1770, en AGN IX, 1-6-1.

[28] Carta de Bucarelli a Vague, 27.07.1770, en AGN IX, 1-6-1.

[29] Dictamen de Manuel Pinazo sobre los indios infieles que se acercan a la frontera, 13.04.1774, en AGN IX, 1-6-1.

[30] Parte de Joseph Vague al gobernador Juan José de Vértiz, 13.08.1774, en AGN IX, 1-6-1.

[31] Oficio del comandante del fuerte de Pergamino Francisco Faijô y Noguera al gobernador Juan José de Vértiz, 10.06.1774, en AGN IX, 1-5-6. Casuel se presentaría unos días más tarde como primo de Toroñam y pariente de Nabal Pan y de Canupí (AGN IX, 1-5-2).

[32] Dictamen del fiscal Pacheco sobre las paces pedidas por el cacique auca Lincopagni, 31.08.1779, en AGI Buenos Aires, legajo 60.

[33] La lista incluía: “un bastón con puño de plata; un pellón encarnado; un par de espuelas amarillas de pigüela; un freno con copas, cabezadas y pasadores amarillos; dos mantas, una encarnada y otra azul; un lomillo grande con carona de suela; ocho barrilitos de aguardiente; una chupa y sombrero para su hermano; un freno con copas para el dicho; una chupa y sombrero para su hijo; dos camisas para su uso; dos tercios de yerba; veinte mazos de tabaco; ocho mazos de cuentas coloradas, blancas y azules; un par de medias coloradas; un par de polainas; cuatro libras de azúcar”, obsequios que le fueron concedidos porque “los regalos de que trata este expediente se han dado siempre en esta capital a los caciques o indios con varios motivos, especialmente cuando han venido a tratar de paces, a conferenciar sobre rescates o para conducir algún pliego” desde el fuerte de Carmen de Patagones (Expediente de la intendencia general de Ejército y Real Hacienda obrado sobre los regalos que solicita para sí el cacique Negro y el cacique Lorenzo, 1.01.1786, en AGN IX, 30-3-6).

[34] Según el primer padrón de la población bonaerense, en 1744 la población rural (apenas un poco más de 6.000 habitantes) representaba el 34 % de la población total. En 1778, con más del doble de la población, los habitantes de la campaña eran el 35 % de la población total. Pero al iniciarse la etapa revolucionaria, en 1810, la población rural era de algo menos que 36.000 habitantes, que representaban el 46 % de la población total y hacia 1820 las proporciones entre la demografía urbana y la rural se habían igualado (Gelman, 2012, p. 91).

[35] Oficio de Francisco Balcarce al virrey, 21.01.1790, en AGN IX, 1-6-4.

[36] Oficio de Manuel Fernández al virrey Nicolás de Arredondo, 7.09.1791, en AGN IX, 1-4-3.

[37] Oficio de Nicolás de la Quintana al virrey Arredondo, 4.04.1794, en AGN IX, 1-6-5.

[38] Oficio del virrey dirigido al comandante de la frontera del Monte, 25.05.1798, en AGN IX, 1-4-6.

[39] Oficio de Marcos González Balcarce al virrey del Pino, 4.08.1802, en AGN IX, 1-4-6.

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