Afecto y disolución en la frontera: hacia una lectura cultural de las cartas de los misioneros Marcos Donati y Moisés Álvarez (1870-1880), de María Florencia Chiaramente,

Revista TEFROS, Vol. 20, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2022:203-219.

En línea: julio de 2022. ISSN 1669-726X

 

Cita recomendada:

Chiaramonte, M. F., Afecto y disolución en la frontera: hacia una lectura cultural de las cartas de los misioneros Marcos Donati y Moisés Álvarez (1870-1880),

Revista TEFROS, Vol. 20, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2022:203-219.

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Afecto y disolución en la frontera: hacia una lectura cultural de las cartas de los misioneros Marcos Donati y Moisés Álvarez (1870-1880)

 

Affect and dissolution on the border: towards a cultural reading of the letters by missionaries Marcos Donati y Moisés Álvarez (1870-1880)

 

Afeto e dissolução na fronteira: por uma leitura cultural das cartas dos missionários Marcos Donati e Moisés Álvares (1870-1880)

 

María Florencia Chiaramonte

Brown University, Estados Unidos

 

Fecha de presentación: 3 de noviembre de 2021

Fecha de aceptación: 28 de junio de 2022

 

RESUMEN

Este artículo propone una lectura cultural de la correspondencia entre los misioneros franciscanos Moisés Álvarez y Marcos Donati en la década de 1870, durante el levantamiento de las reducciones en Villa Mercedes y Fuerte Sarmiento, al sur de Córdoba. Este epistolario fue recopilado por Marcela Tamagnini y publicado como Cartas de frontera. Documentos del conflicto interétnico en 1994. Se plantea que las mismas cartas evidencian, a través de la circulación de afectos que ponen en escena -paternalismo hacia los indígenas y desconcierto y desengaño antes las acciones del Estado Nacional-, que los sacerdotes, al igual que los líderes indígenas, fueron presas de los artilugios del Estado para “camuflar” la guerra, y hacia el final de la década se constituyeron como subjetividades “desechables” y “obsoletas” para el proceso modernizador nacional. 

Palabras clave: cartas de misioneros; afecto; década de 1870; modernización nacional.

 

ABSTRACT

This article puts forth a cultural reading of the epistles exchanged by the Franciscan missionaries Moisés Álvarez and Marcos Donati in the 1870’s decade, during the settlement of the reductions in Villa Mercedes and Fuerte Sarmiento, south of Córdoba. They were first published by Marcela Tamagnini in Cartas de frontera. Documentos del conflicto interétnico in 1994 (Letters of the Border. Documents of the Inter-ethnic Conflict). Through the circulation of affects such as paternalism toward the indigenous people and bewilderment and disappointment toward the actions of the National State, this paper proposes that these letters constitute discursive evidence to think of the priests, just like the indigenous leaders were as well, as blinded functional players to the tactics coined by the Argentine government in order to “camouflage” the war and, toward the end of the decade, as disposable and obsolete subjectivities for the raising Modernising State.

Keywords: epistles from the missionaries; affect; decade of 1870; national modernization.

 

RESUMO

Este artigo propõe uma leitura cultural da correspondência mantida pelos missionários franciscanos Moisés Álvarez e Marcos Donati na década de 1870, durante o levantamento das reduções em Villa Mercedes e Fuerte Sarmiento, ao sul de Córdoba. Este corpo epistolar foi compilado por Marcela Tamagnini e publicado como Cartas de frontera. Documentos del conflicto interétnico, em 1994. Propõe-se que as cartas mostram, através da circulação de afetos evidenciados – um paternalismo com os indígenas e uma confusão e decepção diante das ações do Estado Nacional – que os padres, como as lideranças indígenas, também foram vítimas dos artifícios do Estado para “camuflar” a guerra e, no final da década, se constituíram em subjetividades "descartáveis" e "obsoletas" para o processo de modernização nacional.

Palavras chave: cartas des missionários; afetos; década de 1870; modernização nacional.

 

INTRODUCCIÓN

En la década de 1870 tuvo lugar un intenso intercambio de correspondencia entre los líderes ranqueles Mariano Rosas, Ramón Cabral, Epumer Rosas y Manuel Baigorria, y los responsables de las reducciones de Villa Mercedes y Fuerte Sarmiento, los sacerdotes Marcos Donati y Moisés Álvarez. Este corpus de epístolas fue en su mayoría recopilado y compilado por la historiadora Marcela Tamagnini en una publicación bajo el título Cartas de frontera. Documentos del conflicto interétnico. El compilado, que tuvo una primera versión en 1994[1] y una segunda versión en 2011, está formado por 595 documentos que van desde 1868 a 1880 e incluye “Cartas indígenas”, “Cartas de los misioneros” y “Cartas de civiles”. Las cartas no sólo evidencian, en tiempo real, una década cifrada por la guerra inminente, sino que, además, son indicio y preludio de la total desarticulación de las sociedades indígenas y de las reducciones que ocurre durante la Conquista del Desierto (1878-1885). Estas páginas se aventuran, desde un enfoque literario-cultural, a la lectura de las cartas de Moisés Álvarez y Marcos Donati para proponer que, al igual que los indígenas[2], los misioneros también se constituyeron como figuras obsoletas y desechables para el Estado Nacional en pleno proceso de modernización. Es necesario aclarar que, desde este enfoque, no se busca desentrañar verdades ni hechos ni plantear una lectura única e irrefutable, sino, proporcionar otra interpretación posible a este corpus de textos del XIX, concibiéndolos como documentos culturales que pueden ayudarnos a comprender aquella época más allá de los hechos concretos y documentados. Por ello, el acercamiento será principalmente a través de los afectos que circulan en las cartas de los misioneros, con la convicción, como expresa Ana Peluffo, de que urge “incorporar la categoría de lo afectivo a la reflexión sobre un siglo que hasta ahora ha sido leído casi exclusivamente desde las ideologías de la civilización, la modernidad y el progreso” (Peluffo, 2016, p. 26), ya que la indagación en las emociones puede significar una desestabilización productiva del binomio civilización y barbarie que atravesó, también, la interpretación de todo aquel siglo[3].

 

¿NOMBRAR LA GUERRA?

En su libro The Desertmakers (2020), en el capítulo sobre las escrituras de Perito Moreno sobre la Patagonia[4], Javier Uriarte propone que existía en los representantes del Estado argentino una tendencia a invisibilizar la guerra y cita, como ejemplo, una cita del por entonces presidente Nicolás Avellaneda: “la cuestión fronteras es la primera cuestión para todos” (Uriarte, 2020, p. 127). Esta cita de Avellaneda es, a su vez, epítome de la manera de nombrar -o no nombrar- la guerra contra las poblaciones indígenas en la prensa contemporánea al acontecimiento “la cuestión fronteras”. En contraposición, Claudia Torre, en un estudio sobre las narrativas expedicionarias en torno de la Conquista del Desierto, propone que estas narraciones intentaron conceptualizar la Conquista como una guerra, cuando en verdad, según la crítica, fue más una “cacería” y un desplazamiento progresivo ya que los indígenas huían el combate debido a la diferencia de fuerza al medirse con el ejército nacional (Torre, 2010, p. 186). Es decir, tenemos, por un lado, que la escritura en representación del Estado se proponía omitir la guerra (Uriarte), por el otro, que la guerra como nómina era preferente a las de “cacería” o usurpación (Torre). Se trata, en ambas lecturas, por más que parezcan contradictorias, de lo mismo: desnudar la existencia de un discurso oficial que buscó, de una manera u otra, con distintos recursos, ocultar las prácticas violentas del Estado.

Ahora bien, desde la etnohistoria, el cómo nombrar lo que se denominó Conquista del Desierto es parte de un debate muy actual y candente. La antropóloga Ingrid de Jong realiza un minucioso relevo de las distintas posturas adoptadas por diversos especialistas y referentes en el tema fronteras de la Pampa y la Norpatagonia. Una primera posición categoriza las campañas bélicas como un “genocidio”. Otra se ha centrado en analizar el papel “colaboracionista” de ciertos actores indígenas en la ejecución de la campaña. Una última postura, a la cual adhiere De Jong, busca recuperar el rol de los sujetos indígenas “frente a las prácticas de sometimiento y ocupación territorial”, en busca de alejarse tanto de reducirlos a la condición de “víctima” de prácticas genocidas, como al centrarse únicamente en la discusión en torno al “colaboracionismo” con el Estado Nacional (de Jong, 2018, p. 230). De Jong, no obstante, concluye en que tanto “genocidio” como “guerra” no son términos excluyentes y ambos, puestos en contexto, resultan pertinentes para nombrar aquel acontecimiento (ibid., p. 231).

En su artículo, de Jong cita el trabajo de Nicolis Richard para distinguir las acepciones posibles de la palabra “guerra” (ibid.). En ese sentido, relevada la discusión, creo pertinente hacer una aclaración conceptual respecto al uso del término guerra en el presente artículo: si bien el ejército nacional que actuó durante la década del 70 y la Conquista del Desierto era un ejército moderno, debido a su amplia profesionalización y técnica, al hablar de guerra pretendo alejarme de la idea de guerra entre estados característica del siglo XX. En su lugar, elijo remontarme a la categoría de “guerra colonial” que propone Richard, que nos permite “salir del paradigma del Estado y de la simetría como horizonte explicativo” y “dar visibilidad a formas asimétricas de guerra que fueron predominantes en la historia colonial de América”, como por ejemplo los procesos de anexión y ocupación militar de los territorios indígenas “libres” durante la segunda mitad del siglo XIX (Richard, 2015, p. 3). La guerra colonial, según Richard, es “una guerra no declarada” (ibid.); en ese sentido, y coherente con la lectura de Uriarte, propongo que el Estado moderno argentino, durante toda la década del 70, a través de una serie de métodos pacíficos -reducciones, tratados de paz[5]-, pergeñó una guerra que logró camuflar su propia esencia, es decir, disimular -o invisibilizar- tras esos recursos, su metodología bélica hasta la inminencia de los ataques iniciales, luego de que “el Poder Ejecutivo, en 1878, autorizara a Julio A. Roca a ocupar militarmente hasta la altura del Río Negro” (Torre, op. cit., p. 17). Las cartas de los misioneros, incluso -y a pesar de- la aparente legitimidad que les brindaba ser funcionarios religiosos de los gobiernos de turno, son sintomáticas del aludido “camuflaje” y evidencian esa cualidad en el desconcierto[6] que ellos comunican respecto de muchas acciones imprevistas del Estado, como invasiones militares, el repentino incumplimiento de lo convenido para el funcionamiento de las reducciones o la vigencia de los tratados de Paz.

 

LAS MISIONES Y LOS MISIONEROS: UN BREVE DESTELLO EN LA DÉCADA DE 1870

James Scott señala en The Art of Not Being Governed que el asentamiento de reducciones religiosas era la práctica más usual de la colonia española para “crear estado” (Scott, 2009, p. X). Esta práctica colonial revivió con vigor a principios de los 70 en el territorio de la frontera interna del sur argentino. A comienzos de esta década se lleva a cabo el asentamiento de las reducciones en las cercanías de los fuertes Villa Mercedes y Sarmiento, al sur de Córdoba y San Luis, -norte de los asentamientos ranqueles- (Tamagnini y Pérez Zavala, 2007, p. 4). Los misioneros a cargo de las reducciones eran los Padres Marcos Donati y Moisés Álvarez. Según explican Tamagnini y Pérez Zavala, las reducciones respondían, por un lado, a un objetivo punitivista: albergar a los indígenas apresados durante campañas militares; por otro, también cumplían una agenda integradora: atraerlos a la civilización, a través de la entrega de tierras, la integración educativa y laboral (ibid., p. 3). Podría decirse que, si la intervención militar fue el mecanismo violento y exterminador del Estado, las misiones franciscanas se invistieron como el ala diplomática y “pacífica” de administración de las sociedades indígenas. Así, fuerte y reducción constituyeron dos instituciones complementarias en la frontera.

No obstante, incluso cuando las misiones no resultan a simple vista métodos combativos, una lectura de aquella década a distancia indica que fueron pasos útiles y necesarios que permitieron preparar el terreno y ganar tiempo para el ataque militar que dio fin a los últimos asentamientos indígenas autónomos. Tamagnini y Pérez Zavala dedican gran parte de su investigación a estudiar el rol de las reducciones y la firma de tratados de paz de los 70 (años 70, 72, 78) en la desarticulación de las relaciones ranqueles intra-étnicas: los vínculos entre los distintos grupos indígenas que convivían en las tolderías, bajo distintos cacicazgos. Ellas explican, por ejemplo, que la gestión de los caciques para hacer cumplir los tratados de paz, que imponían condiciones difíciles de acatar, llevó a la reducción voluntaria de grupos de indígenas[7], lo que debilitó la capacidad de resistencia bélica de los distintos focos poblacionales, volviéndolos vulnerables a los ataques del Estado (Tamagnini y Pérez Zavala, 2010, p. 76). El ejemplo más emblemático que desnuda el objetivo profundo de la existencia de las reducciones es el destino que sufrieron muchos de los indígenas reducidos, que tenían la obligación de prestar servicios militares. Tamagnini y Pérez Zavala relevan que “sobre el final de la guerra de fronteras, casi el 10% del total de las fuerzas eran indígenas” (Tamagnini y Pérez Zavala, 2007, p. 10). De manera que los mismos ranqueles reducidos estaban ahora a cargo de invadir su antiguo territorio y comunidad a favor de la expansión del Estado

Por lo tanto, en nombre de la diplomacia, la paz y la integración, las misiones franciscanas fueron instrumentos del Estado para la guerra. Su asentamiento en la década del 70 podría ser interpretado como un acto de puro camuflaje. En esta lectura propongo que los misioneros Álvarez y Donati son elementos involuntarios de la intervención militar y desarticulación de las sociedades indígenas de frontera. Las cartas de los misioneros evidencian que, más cerca de los indígenas que del gobierno nacional, los padres, -y su función como promotores de la reducción y del repliegue indígena a la vida cristiana y “civilizada”-, también son víctimas del descarte y la obsolescencia a los que los arroja el Estado Moderno. Son, en definitiva, subjetividades cuya función en la frontera se desvanece en paralelo con la disolución de las sociedades indígenas.

El misionero a cargo del fuerte de Villa de Mercedes, Fray Marcos Donati, era oriundo de Bologna, Italia, donde había nacido en 1831. Ordenado sacerdote en 1854, dos años después se embarcó hacia América con otros misioneros de la Propaganda FIDE y formó parte de la fundación de la comunidad franciscana en la Villa de la Concepción de Río Cuarto (Levaggi, 2000, p. 391). En 1867, los gobiernos nacional y provincial lo nombraron comisionado oficial para aumentar la presencia misionera en la región. Las Cartas de frontera recopiladas por Tamagnini revelan que Donati cumplió un papel clave en el inicio y el desarrollo de las relaciones del Estado con los líderes ranqueles: promulgó la firma y el cumplimiento de los tratados de paz, acompañó comisiones de indígenas a Buenos Aires, comisiones de representantes del estado a Tierra Adentro e intermedió en las negociaciones de recuperación de cautivos/as. Falleció luego de una larga enfermedad en 1895, en Buenos Aires.

Fray Moisés Álvarez nació en Córdoba en 1838, se ordenó sacerdote en 1861 y en 1868 se incorporó al convento de San Francisco Solano en Río Cuarto; en 1874 fue elegido prefecto de misiones y se instaló en el Fuerte Sarmiento (Tyrrell, 2009). En apariencia, Álvarez murió de manera súbita en 1882 mientras predicaba un sermón durante la misa. Así pues, la documentación disponible indica que los franciscanos Marcos Donati y Moisés Álvarez compartieron misiones, aventuras y destino: ambos sacerdotes emularon su papel no sólo en la historia, sino también en la literatura nacional por haber sido los dos representantes religiosos que acompañaron a Lucio V. Mansilla en su famosa Excursión a los indios ranqueles, obra epistolar que se publicó por entregas en el periódico La Tribuna en 1870. Los restos de ambos curas, a su vez, reposan en la cripta del antiguo templo de la Iglesia del Convento San Francisco Solano de la ciudad de Río Cuarto. En honor a ambos religiosos, el pueblo de Río de Cuarto designó con sus nombres calles y lagunas.

El compilado “Cartas de los misioneros” que forma parte de Cartas de frontera consiste en la correspondencia que mantienen los padres Donati y Álvarez entre ellos mismos durante aquella década mientras cumplían sus funciones en las misiones de frontera. Allí conversan sobre diversidad de temas relacionados con su trabajo. Hay en las primeras cartas una noción de estar realizando una tarea divina, “un fin tan santo”, “una obligación sagrada”, cumpliendo “la voluntad de Dios al ordenar el establecimiento de esta casa”, al proponerse “atraer a los indios al Cristianismo”; al mismo tiempo, eso deviene en una idea del propio sacrificio en el proceso de intentar algo que caracterizan como muy dificultoso, que los invade de “temores” en el camino (Tamagnini, 2003, pp. 6 -7)[8]. De hecho, esta dificultad se presenta como la prueba del trabajo divino que realizan: “Que se encuentren mil y mil dificultades es una prueba que nuestra obra es de Dios” (ibid., p. 7)[9]. En esta temprana correspondencia permea el entusiasmo de realizar “la tarea divina” junto con una conciencia de la dificultad que proviene de la propia esencia de esa tarea y no tanto de factores exteriores y materiales que la provocan.

Conforme pasa el tiempo, las cartas vuelven sobre cuestiones más pragmáticas y cotidianas. Los temas que conversan son variados: pedido de dinero para misas, pedido de elementos de trabajo, comida, vino, granos, azúcar, etc. Aparentemente el Padre Donati estaba a cargo de la distribución de todo ello y la mayoría de las cartas de Álvarez entonces incluyen algún pedido de cosas que necesita. Las cartas son registro de los recursos materiales disponibles o faltantes de ese momento histórico. También se centran en gestiones de intercambio de cautivos/as y en sus avances respecto de la cristianización de los indígenas. Álvarez demuestra también mucho interés en la educación de las “chinas” -mujeres indígenas- y logra que se instale una escuelita para ellas liderada por una mujer[10] (ibid., p. 20)[11]. Además, ambos padres se quejan del abandono por parte del gobierno en sus misiones, haciéndose eco en muchos casos de las mismas quejas de los caciques en sus cartas respecto del envío de sueldos o el cumplimiento de las raciones acordadas.

En cuanto al sistema de reducciones, el tono predominante es el de desengaño sobre sus funciones: “pues el gobierno promete y no cumple” (ibid., p. 42)[12], ni las tierras para reubicar a los indios, ni los instrumentos de trabajo para construir edificaciones: “Y vayan a tener indios contentos. Después que les deben 25 meses les dan dos meses, es decir, 12 patacones. Cada día sufro un desengaño que me confirma la inutilidad de ocuparse de los indios” (ibid., p. 31)[13]. A eso se suma la denuncia del maltrato que sufren algunos indígenas reducidos y la desaprobación de que los obliguen a cumplir con tareas militares: “Hay una cosa que no me gusta ni me ha gustado, y es que á los indios les hacen hacer servicio militar, de suerte que es muy fácil que algunos se deserten, y lo más sensible seria que no han de venir los que estaban por venir, no pueden los Gefes hacer una cosa acertada” (ibid., p. 22)[14]. Esta confesión saca a la luz una intuición del padre sobre la discrepancia entre el propio trabajo misionero y los métodos y objetivos del gobierno nacional respecto de los indígenas. Álvarez comenta, por ejemplo, que cuando Linconao -hermano menor del cacique Ramón Cabral- hace presencia en el Fuerte para hablar de su reducción voluntaria, el propio sacerdote no sabe qué decirle, y se avergüenza, porque la propuesta del gobierno es muy informal e indeterminada, no sabe si se les dará tierras, o cuáles serán las condiciones de su reducción: “me avergüenzo de hablar con los indios, no sé que decirles, no sé que aconsejarles por temor que nada realizen de todo lo que dicen ó prometen” (ibid., p. 8)[15]. Desengaño sobre la acción del gobierno y vergüenza sobre las limitaciones del propio rol ante los indígenas son dos afectos que transitan insistentemente en esta correspondencia y van definiendo, cada vez más, la subjetividad de los misioneros. En ese sentido, de igual manera que los caciques eran “sujetos en crisis”, como señala Julio Vezub, por su rol de mediadores entre su gente y el gobierno nacional (Vezub, 2011, p. 9), los padres franciscanos en su función de líderes de las reducciones ven contrariada su identidad a partir de la tensión de dos fuerzas opuestas, de dos lealtades en conflicto: su deber de trabajar para los indígenas siguiendo sus principios cristianos, y su deber hacia el Estado Nacional.

Los padres Donati y Álvarez, si bien funcionarios del gobierno de turno -primero de Domingo F. Sarmiento (1868-1874), luego de Nicolás Avellaneda (1874-1880)- desde las misiones que encabezaban, navegaban una cotidianeidad de frontera y, por lo tanto, convivían día a día con la diversidad poblacional que caracterizaba a la frontera sur argentina: gauchos, indígenas, oficiales de frontera, cautivos y cautivas recuperadas, lenguaraces, escribientes, cristianos refugiados, comerciantes nómades, etc.[16]; la mayoría de ellos, de paso, algunos asentados de manera permanente en las cercanías de sus precarias edificaciones. Su contacto con autoridades nacionales de peso político se reduce principalmente a la correspondencia, y algunos viajes esporádicos, sobretodo de Donati, a Buenos Aires. El intercambio con las autoridades de frontera, comandantes y coroneles, es más fluido pero también, según cuentan en sus cartas, menospreciado por estas mismas autoridades, que mucho prometen, nada cumplen y suelen desentenderse de los problemas relevantes para los sacerdotes. De manera que no llama la atención la emergencia de vínculos afectivos entre los padres y los indígenas, principalmente con aquellos indígenas con los cuales los padres intercambiaban con frecuencia porque se habían plegado a las reducciones o planificaban hacerlo.

Desde el comienzo de la correspondencia hay una noción de tener sus destinos enlazados; por ello, en una carta de septiembre de 1874, Donati expresa incertidumbre respecto del nuevo presidente (Sarmiento se va, llega Avellaneda): “Me buscan para que vaya a hablar con ellos porque gracias a Dios me creen; pero yo no tengo datos seguros que el futuro Presidente quiera favorecer á nosotros y á los indios” (Tamagnini, op. cit., p. 57)[17]. Si bien dos entidades separadas, las presencias de “nosotros [los padres]” y “los indios”, aparecen ligadas, interdependientes en este testimonio. Es clara la relación que hace Donati, en este fragmento, entre la existencia y persistencia de los indígenas y la existencia de las misiones en aquella frontera, envolviéndolos en una suerte de retroalimentación identitaria. Ante el desconocimiento de la postura presidencial respecto de las reducciones, Donati agrega: “Es de dura necesidad mostrarse indiferente con ellos [los indígenas], que hagan espontáneamente lo que les parezca mejor” (Tamagnini, op. cit., p. 57)[18], es decir, Donati sugiere a Álvarez que deje la total responsabilidad de decidir reducirse a los propios indios, y que no les insista ni intente convencerlos de hacerlo. Frente al cambio de gobierno nacional, ellos se ven con la necesidad de contener sus funciones de promoción y consejo, de esperar y ser cautos, y esto aparece ante ellos como una tarea “dura” y “dolorosa”: “Me es doloroso usar estos términos. Me parece prudente mi consejo, salvo meliori juicio” (ibid., p. 57)[19]. Donati demuestra en esta intervención un intento por eludir el engaño, la mentira o las falsas promesas en su tarea de promoción de las reducciones. Produce, así, un testimonio poderoso sobre la creciente paradoja de a quién representar: acelerar los objetivos del Estado a través de hacer falsas promesas a los indígenas para que elijan plegarse a las reducciones, o atraerlos a través de una tarea paciente que apunte a ganarse su confianza. Es prudente pensar que, al comienzo del proyecto de reducciones, los sacerdotes no veían esas dos obligaciones como excluyentes, pero a medida que avanza el tiempo -y la correspondencia-, debido al incumplimiento del gobierno, la desidia y corrupción de sus oficiales y el maltrato a los indígenas, los sacerdotes se van desengañando. Este desengaño de a qué intereses responde la propia tarea y en qué deriva la reclusión de los indígenas que ellos promueven, según lo presentan las cartas, ocurre de manera gradual y sirve para sustentar el argumento de que la funcionalidad de los sacerdotes a la intervención militar era involuntaria.

Asimismo, otro indicio de que los sacerdotes no procuraban la intervención y rendición militar de los indígenas por parte del Estado es el carácter del vínculo que cultivaron con ellos. Entre los padres y los indígenas se desarrolla, valga la redundancia, un vínculo primado por el paternalismo. Se percibe una genuina preocupación de los sacerdotes por el bienestar de los indígenas, que ellos entienden se lograría con la sumisión a la religión cristiana, el asentamiento, la educación y el trabajo. Su tarea como misioneros es enseñarles los valores de la religión y el idioma español y proveerlos de los recursos necesarios como tierra, herramientas de trabajo, materia prima para la siembra y la cría de ganado. Esta última parte del “trato” es siempre perjudicada por el incumplimiento del Estado de su rol proveedor. Álvarez y Donati se cuentan en sus intercambios su satisfacción en relación al progreso de los reducidos, como es el caso del hermano menor de Ramón: “Linconao cada vez se porta mejor, continuamente se acuerda de los consejos que le ha dado V. P. ya va siendo proverbial su delicadeza, honorabilidad y demás virtudes que hacen á un hombre amable”; y también sus fastidios respecto de los que no colman sus expectativas, como por ejemplo Juan Villarreal, a quien acusan de robarles su parte de ración a sus propios indios (Tamagnini, op. cit., p. 19)[20]. Álvarez, sobretodo, se muestra en numerosas ocasiones preocupado por el bienestar de los indígenas que habitan su misión en Fuerte Sarmiento. No sólo se muestra en contra de la medida de militarización (ibid., p. 22)[21] sino que también denuncia el maltrato de algunos oficiales de frontera: “He sabido que ese oficial Vieira los castiga con las riendas, eso es imposible que sufran los indios, tenga por cierto que todos han de fugar”( ibid., p. 28)[22], califican el robo como un mal necesario, e incluso previene a los indígenas de los riesgos de bancarizar sus pertenencias: “no quiero precipitar á estos pobres en empresas que no conocen ellos, ni yó tampoco” (ibid., p. 22)[23]. En esta cita se da una fuerte identificación del indígena y el sacerdote en su desconocimiento de una herramienta -la bancarización- clave para el Estado moderno. Además, ambos misioneros demuestran un insistente interés en aprender el araucano, ya que en sus intercambios hablan de esfuerzos por conseguir una gramática de la lengua, por copiarla y estudiarla (ibid., p. 14)[24].

El vínculo paternalista, además de sedimentarse sobre un sentimiento de protección y responsabilidad por los indígenas, deviene en una tendencia a la infantilización que es evidente en expresiones como “se porta mejor” (ibid., p. 19)[25], hablar de los indios como “una punta de pícaros astutos” (ibid., p. 29)[26], jactarse de que “mis muchachos son algo traviesos” (ibid., p. 62)[27] o calificar de “travesuras” a alguna pequeña invasión o algún giro oportunista en el trato entre ellos (ibid., p. 60)[28].

Algo distinto es el vínculo que se gesta entre los padres y los líderes indígenas no reducidos con los que se desarrolla una relación epistolar. La relación a distancia hace que los padres tengan que leer a los caciques, interpretarlos a través de sus palabras y las versiones de los otros (más allá de las contadas visitas que realizan a Tierra Adentro), de una manera más mediada que a los indígenas de las reducciones con los cuales interactúan a diario, en persona. Asimismo, no se les pasa por alto a los sacerdotes que los indígenas que firman las cartas son la representación máxima de poder de estas poblaciones e, inevitablemente, los vuelven responsables de todo lo que dificulta realizar su misión. Así, a ojos de los sacerdotes, todos los caciques, Mariano y luego Epumer, Ramón y Baigorrita, hacen grandes pantomimas para esquivar acusaciones y responsabilidad sobre las invasiones que realiza su gente, como en enero de 1875, cuando Donati escribe: “Mariano en sus cartas protestaba y se enojaba tremendamente contra los gauchos hasta el punto de decir que mandase los cristianos…; acto continuo, según declaran los indios prisioneros; Mariano mandó chasque a los mismos gauchos para que se retirasen anunciándole que iba un malon de cristianos” (ibid., p. 60)[29]. Al respecto, Álvarez se queja: “O son zonzos o picaros los Gefes de esta Frontera ó no entiendo yó nada” (ibid., p. 29)[30]. Más allá de esta imagen generalizada, cada líder imprime una huella singular en el imaginario de los curas. Mariano Rosas es desde el comienzo, y a pesar de sus esfuerzos por no hacerse cargo de los malones, un líder con carácter moderado y buena predisposición al trabajo de los misioneros y la paz, como deja asentado Donati en una carta que forma parte de la sección “Cartas de civiles I”, que escribe en 1868 a Nicolás Avellaneda, por entonces Ministro de Culto (ibid., p. 6). Baigorrita y su gente son, según Álvarez, “mañosos” y “poco caballeros” (ibid., p. 21)[31]. Según este último también, Ramón, el más presente en las cartas de los misioneros debido a los asuntos que tratan alrededor de su reducción, es el “factótum de los indios” (ibid., p. 45)[32], es decir, el que podía hacer y resolver más que ninguno.

El vínculo paternal no aparece tan claramente, quizás debido a que caciques y curas ocupan una posición de poder más simétrica: unos son cabeza de misión y otros, cabeza de tribu. La exaltación del vínculo afectivo entre ellos, por otro lado, se materializa bastante en la voz de los caciques, pero no tanto en la correspondencia de los misioneros. Esto último es difícil de ver debido a que no hay ejemplares en los compilados de Cartas de frontera de las cartas que los misioneros enviaban a los caciques, por lo que sólo podemos acceder a los comentarios que los padres hacían de los caciques entre ellos, en una correspondencia que buscaba ser privada, y que por lo tanto daba lugar a desahogar quejas y preocupaciones. Algo que queda contundentemente claro en la correspondencia entre Álvarez y Donati, afectados por la obligación de encontrar un equilibrio en gestionar los intereses de dos polos opuestos -los indígenas, el Estado Nacional-, además de sus propios intereses evangelizadores, es que el motivo principal de su frustración no recae en las “picardías” de los “gefes de frontera”, o de los indígenas reducidos, sino en la capacidad del gobierno de evadir sus promesas, como deja asentado Marcos Donati en febrero de 1876, “Nada se hizo porque las cosas del gobierno se convierten todas en puras conversaciones…No tengo terreno, todo se reduce á barullo, se me vá escitando la gana de ir al Convento y dejarme de indios y de misiones y de atender a mí mismo” (ibid., p. 67)[33].

Hacia finales de década, a la frustración señalada producto de los obstáculos que el propio Estado impone a la función misionera, se suma una agravante incertidumbre respecto del futuro de las misiones y el destino de los indígenas reducidos, en el marco repentino de la fuerte intervención militar de las tolderías de la cual los curas son testigos. En agosto de 1878, Álvarez escribe: “Roca dice que quiere sacar la Frontera Sur muy lejos; si nada hubiera siempre seria prudente esperar hasta ver en que queda ese proyecto, pues unos dicen que se llevara a cabo y otros que es imposible de todos modos el tiempo lo declarara” (ibid., p. 35)[34]. Este comentario revela que los sacerdotes no contaban con información privilegiada ni anticipada de la actividad militar del Estado en la frontera y que, posiblemente, su acceso a la información fuera de segunda mano. En octubre de 1878, el mismo cura pide a Donati información sobre “la matanza de los indios; siendo esto una cosa sumamente grave…matar unos pobres barbaros indefensos” (ibid., p. 38)[35]. En enero de 1879, aparece una alusión más clara al estado de guerra que transitan, del cual los padres se van enterando en tiempo diferido: “Lo que por aca se sabe de esa gente…: se espera al Coronel de un momento para otro, dicen que trae trescientos tres entre prisioneros y presentados que han capturado a Epugner que estaba recogiendo trigo; que Baigorria a su gente les ha peleado, matando cuatro indios de esta parte y cinco soldados del 4 de Caballería” (ibid., p. 42)[36]. En la misma carta plantea más claramente su desconcierto respecto del destino de los indios y la misión: “Y digo yó ó pregunto (á quien) si los indios marcharan como pobladores de Rio Negro tambien deberia ir el Prefecto á fundar nuevamente su mision en dicho lugar?” (ibid.). En febrero de 1879, Álvarez vuelve a demostrar desconcierto y frustración sobre los acontecimientos y el desconocimiento del futuro próximo: se pregunta qué pasará con el “rancho oratorio” que viene construyendo ese último tiempo si los indios marchan para Río Negro, alude a su resistencia a consultar con el Ministro de Guerra, porque supone que “no ha querer rebajarse a contestarme a mi” y confiesa “Lo que observo amigo mio es que el Coronel yá no se interesa en una Frontera” (ibid., p. 44)[37]. La correspondencia de Álvarez se extiende hasta febrero de 1880, mes en el que escribe su última carta registrada en “Cartas de los misioneros”, desde Río Cuarto. Según cuentan Tamagnini y Pérez Zavala, inmediatamente después de las campañas bélicas de 1879, cuando se apresó al cacique Epumer y se dio muerte a Baigorrita, las reducciones fueron disueltas y los indígenas que allí vivían fueron divididos y distribuidos a otros destinos en todo el territorio argentino (Tamagnini y Pérez Zavala, 2007, p. 5).

Los `70 fueron la última década de soberanía territorial de las sociedades ranqueles de la frontera sur argentina. Se trató de una década en la cual el sometimiento de los indígenas al Estado Nacional ocurrió por la fuerza, luego de una larga y rica historia de intercambio, convivencia y contienda entre los indígenas y la sociedad blanca que se remontaba a los inicios de la era colonial, cuando se establecieron los primeros asentamientos de europeos en América. Las misiones de Sarmiento y Villa Mercedes aparecen, así, como un breve destello en la historia de las relaciones interétnicas, ya que tuvieron poco menos de una década de existencia: su fundación y disolución se corresponde con esa década final de soberanía indígena. En una intervención en la Cámara de Diputados de 1891 (diez años después del éxito de la Conquista del desierto), Lucio V. Mansilla daba la clave para entender esta disolución coordinada de las sociedades indígenas y las misiones: “Yo sé bien, como lo dice Macaulay en el famoso juicio de Warren Hastings, que no hay peor mal que la civilización sin clemencia; pero yo sé también que no hay necesidad de fomentar estas misiones, para civilizar las tribus del desierto…. ¿Está lleno de indios el Chaco? Y entonces ¿para qué sirven las tropas nacionales?” (Mansilla, 1891, p. 611). Mansilla, como lo define Susana Rotker: sujeto bisagra que representa el ingreso de la Argentina en la modernidad (Rotker, 1999, p. 210), en este discurso señala, al mismo tiempo, la inutilidad de intentar civilizar a los indios y la obsolescencia de las misiones y enaltece la tarea del ejército como brazo transformador del Estado. La lectura detenida del compilado de “Cartas de los misioneros” da cuenta de que efectivamente, durante aquella década -luego de aprovechar a manera de interludio el trabajo de los misioneros-, el Estado moderno convirtió las misiones, al igual que a los indígenas, en reliquias del pasado.

 

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NOTAS



[1] Esta versión se volvió a editar en formato digital en 2003 bajo el nombre de Soberanía. Territorialidad indígena. Dicha versión digital es la citada en este artículo.

[2] Un análisis interesante sobre el carácter “obsoleto” que se les adjudica a los indígenas en el período de la modernización de los estados nacionales en Latinoamérica ofrece Rebecca Earle (2008).

[3] Sobre la relación entre la disciplina histórica y el estudio de los afectos, ver María Bjerg (2019).

[4] Allí, Uriarte sugiere que Moreno mira el espacio pensando en la Guerra contra los indígenas como la forma de reconfigurar el espacio y volverlo nacional (Uriarte, 2020, p. 131).

[5] Ingrid de Jong (2016) investiga el caso del líder salinero Juan Calfucurá sobre la funcionalidad de los tratados de paz en la desarticulación de las sociedades indígenas.

[6] Uriarte señala que Roca adoptó el malón -método indígena de ataque montado (veloz y sorpresivo) a las poblaciones cristianas- como estrategia de ataque del ejército (Uriarte, 2020, p. 136). Fermín Rodríguez en Un desierto para la nación (2010), sirviéndose de la teoría del espacio de Deleuze y Guattari (2005), lo describe como “nomadología” del estado, como un “volverse nómade” (Rodríguez, 2010, pp. 385-386). Esto es coherente con la idea de guerra no declarada a la que adhiero como manera de concebir la Conquista del Desierto; por un lado, la idea de ataque sorpresivo y, por otro, la idea de inevitabilidad: la violencia como inevitable, como el método que indicaba el sentido común.

[7] En las cartas de los misioneros se discute el caso de los capitanejos Linconao Cabral y Juan Villarreal (Tamagnini, 2003, p. 72), que decidieron reducirse después del tratado de 1872.

[8] Moisés Álvarez a Marcos Donati, sin fecha, sin Nro. de Doc.

[9] Moisés Álvarez a Marcos Donati, sin fecha, sin Nro. de Doc.

[10] Esto es significativo, porque el rol de las mujeres en las relaciones interétnicas no aparece como relevante en Cartas de frontera: tanto en las cartas indígenas como en la de los misioneros, las mujeres aparecen como referidas -sólo una breve carta de mayo de 1874, desde Poitagüe, tiene a una “india” -anónima- de emisora (“india”, 2003, p. 37)- y siempre en el rol de cautivas o chinas, por lo que contadas veces aparecen con nombre y apellido. Con respecto a la participación femenina en los procesos circundantes a los tratados de paz, Florencia Roulet (2009) aborda la temática.

[11] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 15/11/1875, Doc 578.

[12] Moisés Álvarez a Marcos Donati 11/1/1879, Doc 981.

[13] Moisés Álvarez a Marcos Donati 30/10/1877, Doc 788.

[14] Moisés Álvarez a Marcos Donati 21/1/1876, Doc 597.

[15] Moisés Álvarez a Marcos Donati 28/8/1874, Doc 450b.

[16] Esta diversidad poblaciones aparece bien retratada en Una excursión a los indios ranqueles (1870), de Lucio V. Mansilla.

[17] Marcos Donati a Moisés Álvarez, 1/9/1874, Doc 451.

[18] Marcos Donati a Moisés Álvarez, 1/9/1874, Doc 451.

[19] Marcos Donati a Moisés Álvarez, 1/9/1874, Doc 451.

[20] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 15/11/1875, Doc 578.

[21] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 21/1/1876, Doc 597.

[22] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 29/12/1876, Doc 707.

[23] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 21/1/1876, Doc 597.

[24] Moisés Álvarez a Marcos Donati 8/7/1875, Doc 537.

[25] Moisés Álvarez a Marcos Donati 15/11/1875, Doc 578.

[26] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 6/6/1877, Doc 739.

[27] Marcos Donati a Moisés Álvarez, 30/4/1875, Doc 524.

[28] Marcos Donati a Moisés Álvarez 21/1/1875, Doc 496.

[29] Marcos Donati a Moisés Álvarez 21/1/1875, Doc 496.

[30] Moisés Álvarez a Marcos Donati 6/6/1877, Doc 739.

[31] Moisés Álvarez a Marcos Donati 2/12/1875, Doc 586.

[32] Moisés Álvarez a Marcos Donati 12/3/1879, Doc 996.

[33] Marcos Donati a Moisés Álvarez 1/2/1876, Doc 602.

[34] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 22/8/1878, Doc 914.

[35] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 31/10/1878, Doc 951.

[36] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 11/1/1879, Doc 981.

[37] Moisés Álvarez a Marcos Donati, 22/2/1879, Doc 993.

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