Territorialidad ngigua: centros y fronteras simbólicas en las comunidades indígenas del sur de Puebla, México. Aproximaciones etnográficas, de María del Socorro Gámez Espinosa, Revista TEFROS, Vol. 20, N° 1,
artículos originales, enero-junio 2022:148-178. En línea: enero de 2022. ISSN 1669-726X
Cita recomendada:
Gámez Espinosa, M. S, Territorialidad ngigua: centros y fronteras simbólicas en las comunidades indígenas del sur de Puebla, México. Aproximaciones etnográficas,
Revista TEFROS, Vol. 20, N° 1, artículos originales, enero-junio 2022: 148-178.
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Territorialidad ngigua: centros y fronteras simbólicas en las comunidades indígenas del sur de Puebla, México. Aproximaciones etnográficas
Ngigua Territoriality: Symbolic Centers and Borders in the Indigenous Communities of Southern Puebla, México. Ethnographic Approaches
Territorialidade ngigua: centros e fronteiras simbólicos nas comunidades indígenas do sul de Puebla, México. Abordagens etnográficas
María del Socorro Alejandra Gámez Espinosa
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
Fecha de presentación: 15 de agosto de 2021
Fecha de aceptación: 22 de diciembre de 2021
Este texto presenta un análisis etnográfico sobre la territorialidad ngigua con énfasis en la construcción de los centros y fronteras simbólicas al interior de los territorios locales indígenas, en el sureste del estado de Puebla. Se hace referencia específicamente a los territorios culturales caracterizados por la cosmovisión, la mitología y las prácticas rituales; fenómenos abordados como manifestaciones de la territorialidad que motivan la construcción de etnoterritorios. A través de esta pesquisa se pretenden aportar elementos de análisis para la etnografía de la territorialidad indígena en México.
Palabras clave: territorialidad; cosmovisión; centro; frontera simbólica; indígena.
ABSTRACT
This work presents an ethnographic analysis of the ngigua territoriality, emphasizing the construction of the centers and symbolic borders within the local indigenous territories in the southeast of the state of Puebla. Specific reference is made to cultural territories, marked by worldview, mythology and ritual practices; phenomena approached as manifestations of territoriality, which motivate the construction of ethno-territories. In this way, through this research, the aim is to contribute elements of analysis to the ethnography of indigenous territoriality in Mexico.
Keywords: territoriality; worldview; center; symbolic border; indigenous.
RESUMO
Este texto apresenta uma análise etnográfica sobre a territorialidade ngigua, enfatizando a construção dos centros e fronteiras simbólicas dentro dos territórios indígenas no sudeste do estado de Puebla. É feita referência específica a territórios culturais, marcados por cosmovisões, mitologias e práticas rituais; fenômenos abordados como manifestações de territorialidade que motivam a construção de etnoterritórios. Por meio desta pesquisa, pretende-se contribuir com elementos de análise para a etnografia da territorialidade indígena no México.
Palavras-chave: territorialidade; cosmovisão; centro; fronteira simbólica; indígena.
INTRODUCCIÓN
El fenómeno territorial reviste fundamental importancia para la compresión de la naturaleza humana, ya que toda sociedad para su existencia requiere ser ubicada tanto en un espacio como en un tiempo específicos. Las formas en que cada grupo se territorializa han variado a lo largo de la historia; para algunos el territorio se erige con sentido de zona-refugio y fuente de recursos, para otros es un espacio de control y dominación; en el caso de las sociedades indígenas, las investigaciones realizadas indican que se caracteriza por su simbolismo cultural.
Sobre el proceso territorial de los ngiguas[1] o popolocas existen pocas investigaciones. Este grupo indígena ha habitado históricamente el sureste de lo que conforma el actual estado de Puebla (México), región caracterizada por su entorno natural semidesértico, en el cual los ngiguas han subsistido durante milenios, a partir de diversas formas de interrelación (material-política-funcional y cultural) con el espacio-naturaleza.
A lo largo de este trabajo se abordarán específicamente las apropiaciones de carácter simbólico-cultural, por considerarse fundamentales para la compresión del fenómeno territorial indígena. El objetivo consiste en analizar etnográficamente −como expresiones de territorialidad− a la cosmovisión ngigua, así como a algunos de sus dispositivos, entre ellos a la ritualidad, los cuales motivan la construcción de centros y fronteras simbólicas al interior de los territorios locales.
Ante la importancia que reviste la territorialidad simbólica como el conjunto de repertorios socioculturales que genera la construcción de cierto tipo de territorios, se pretende responder el siguiente interrogante: ¿Cuáles son las cosmovisiones y prácticas rituales compartidas y distintivas de la territorialidad ngigua que permiten la construcción y caracterización de los centros y las fronteras simbólicas al interior de los etnoterritorios?
Las evidencias presentadas se obtuvieron mediante el trabajo de campo realizado entre 2003 y 2016, periodo en el que se asistió a diversas actividades festivas y rituales en tres comunidades ngiguas del sur de Puebla (San Marcos Tlacoyalco, San Luis Temalacayuca y San Juan Atzingo). En general, se entablaron relaciones a partir de la observación participante y de entrevistas etnográficas que permitieron acceder y construir los datos mostrados. Entre las personas entrevistadas sobresalió la participación de especialistas rituales (curanderos, rezanderos y mayordomos), mujeres y hombres adultos, en su mayoría campesinos, considerados por las comunidades como aquellos “que saben” y son guardianes-guías de la tradición comunitaria. Así también, se hace uso de evidencias etnográficas obtenidas y publicadas por otros investigadores.
TERRITORIALIDAD SIMBÓLICA Y COSMOVISIÓN
El territorio como concepto es polisémico e interdisciplinario; por ello existen distintos marcos teóricos e interpretativos para su análisis. Este trabajo asume un enfoque relacional e integrador, es decir, en él se concibe al territorio como un fenómeno multidimensional, multiescalar, además de: un espacio apropiado y valorizado material, instrumental y simbólicamente por los grupos humanos (Raffestin, 1980, p. 129; Giménez, 2000, p. 90). El poder constituye el elemento fundamental que define al territorio, mientras que el espacio representa un principio más amplio, una construcción concreta, tangible y activa en donde se desarrollan las relaciones sociales.
La territorialidad es una dimensión inseparable del fenómeno territorial, ya que refleja la multidimensionalidad de la vivencia territorial por parte de los miembros de la colectividad. Los seres humanos experimentamos al mismo tiempo el proceso y el producto territorial mediante un sistema de relaciones existenciales y productivas, generalmente de poder, porque en la interacción pretendemos modificar las relaciones, tanto con la naturaleza como con los otros sujetos.
Toda territorialidad implica una relación de alteridad, puesto que el otro no sólo representa al espacio modelado, sino a los grupos incluidos en tal espacio; del mismo modo, sintetiza la manera en que las sociedades satisfacen sus necesidades en un momento y en un lugar determinado. Además, cada sistema territorial produce su propia territorialidad y se manifiesta en todas las escalas espaciales y sociales consustancialmente a todas las relaciones. Por ello, todo análisis del proceso territorial debe ser ubicado en su contexto socio-histórico y espacio-temporal (Raffestin, 2011).
Es común que la categoría de territorialidad se utilice en relación con su aspecto simbólico-cultural, perspectiva esgrimida fundamentalmente por la antropología, la cual define a los territorios como fenómenos culturales o simbólicos. Esta postura ha motivado duros cuestionamientos disciplinares por parte de geógrafos o politólogos, por ejemplo, quienes argumentan que un territorio es inexistente si no cuenta con su base material y, por lo tanto, se concluye que esta última es inherente al concepto de territorio. Autores como Haesbaert (2013) consideran que el concepto de territorialidad es más amplio que el de territorio y debe utilizarse fundamentalmente para referir apropiaciones simbólico-culturales del espacio. La territorialidad, argumenta el autor, puede existir sin territorio, puesto que los agentes pueden portar consigo un campo de representaciones, valoraciones, afectos y simbolizaciones sin la necesidad de tener un territorio concreto o material; por ejemplo, los judíos y su tierra prometida, o los desplazados (Haesbaert, 2013, p. 9).
Contrario a la propuesta anterior, considero que la territorialidad es un fenómeno multidimensional que articula la relación entre espacio, naturaleza, sociedad y cultura. El territorio por tanto es un concepto inherente e indisociable de sus cargas materiales-políticas-funcionales y simbólico-culturales. Sin embargo, por tratarse de un fenómeno complejo y abarcativo, mi acercamiento a los etnoterritorios ngiguas se da, a partir del análisis de la territorialidad simbólica entendiendo siempre que, todo territorio, está también constituido por una base material y política.
De acuerdo con Giménez, los territorios como productos sociales, políticos (de poder) y culturales son sistemas constituidos por: “mallas”, “nudos” y “redes”. Las “mallas” son los límites o fronteras de los territorios, los “nudos” son los centros de poder o de poblamiento jerárquicamente relacionados entre sí y las “redes” son las líneas (caminos o circuitos) que conectan a los puntos o “nudos” (Giménez, op. cit., p. 91).
Las mallas, nudos y redes poseen una diferenciación funcional y están organizados jerárquicamente, de manera que contribuyen a ordenar el territorio según la importancia que los individuos o grupos le otorgan a sus diversas acciones. Esta organización jerárquica, entre muchas de sus atribuciones, permite la integración y cohesión territorial (Raffestin, 2011).
El sistema territorial es universal, sin embargo, sus cualidades pueden ser diferentes de una sociedad a otra. En las sociedades estatales, las fronteras se manifiestan como límites político-administrativos, pero entre las etnias, se trata de fronteras interactivas de carácter social y simbólico. De esta manera, los territorios indígenas son culturales y no solamente geográficos, tienen fronteras dinámicas porosas y flexibles que constituyen ámbitos de interacción que los usuarios pueden traspasar y modificar, a diferencia de las fronteras político-administrativas, las cuales suelen ser rígidas (Barabas, 2003b).
Los pueblos indígenas perciben y valorizan a la tierra y al territorio como sagrados, aunque paralelamente posean otras valoraciones seculares. Es por eso que la cosmovisión y las prácticas rituales representan categorías centrales para analizar sus procesos de territorialización. El sistema territorial de los grupos étnicos está compuesto por lugares poderosos (puntos-centros), marcados por representaciones de las gestas de personajes míticos u otros elementos (el pie o la rodilla de la entidad, de su caballo, el arrastre de la culebra, una escultura de la entidad en barro o piedra, etc.), y los rituales que los cargan de significados (ibid.).
Para referirme a los espacios habitados por las sociedades indígenas utilizaré el concepto de etnoterritorio; éste hace referencia a un constructo histórico, cultural e identitario que cada grupo −en este caso el ngigua− reconoce como propio y, por lo tanto, remite al origen y a la filiación del colectivo en el lugar. Existen distintos niveles de autorreconocimiento conjunto, entre ellos, los étnicos, regionales y comunales. En este trabajo analizo a los etnoterritorios locales, entidades de pequeño alcance que incluyen fundamentalmente a la comunidad indígena, ese espacio de identidad y reproducción cultural y material que se caracteriza por las formas de relación material y simbólica con la naturaleza, específicamente con la tierra. El territorio comunal está conformado por el poblado, las milpas y el monte-entorno, constituido por accidentes geográficos como el cerro, las barrancas, los ríos, arroyos, etc., con los cuales las personas interactúan (Barabas, 2003a).
Por su parte, a la cosmovisión podemos definirla como una expresión cultural, aunque pertenece al ámbito de la cultura interiorizada, la cual se compone de representaciones socialmente compartidas. Estas últimas son sistemas cognitivos contextualizados que responden a una doble lógica: cognitiva y social (Giménez, 2007). Las construcciones de la cosmovisión están relacionadas, sobre todo, con las formas mentales con las que una colectividad percibe, idea, representa y explica el universo, la naturaleza y al ser humano en sus mutuas interrelaciones; se trata de una guía orientadora que coadyuva a la reproducción de la vida social y la regula; también es una construcción coherente y holística que está sometida a las variables de la historia y de la cultura.
Todo espacio está tatuado y significado por la cosmovisión, lo cual se expresa en múltiples acciones y comportamientos de la vida cotidiana, de las prácticas rituales y de la mitología. Así, los medios privilegiados de trasmisión y reproducción de la cosmovisión son los mitos y los rituales; por ello, estos se han convertido en dispositivos fundamentales para analizar la respectiva visión del mundo que poseen los diferentes grupos humanos. La antropología concede un gran peso a los rituales como actos sociales que expresan formas de pensar y concebir al mundo, sin embargo, en una cosmovisión no se puede entender uno sin el otro, ya que mitos y rituales forman una dualidad indisoluble.
EL TERRITORIO DE LOS NGIGUAS
Desde épocas muy antiguas, los ngiguas y sus vecinos comparten una historia común y una importante red de relaciones económicas, políticas, sociales y culturales. El sureste de Puebla, región limítrofe con los estados de Oaxaca y Veracruz constituye un escenario pluriétnico en el que grupos indígenas como los mazatecos, ixcatecos, chochos, mixtecos, cuicatecos y nahuas han coexistido históricamente con ellos hasta la actualidad, de ahí que su presencia se pueda distinguir en la denominada “región ngigua”, área con grandes contrastes político-económicos que gira en torno a la ciudad de Tehuacán, segundo centro urbano más importante del estado poblano. Allí se concentran la mayor parte de los servicios, industrias, establecimientos comerciales especializados, medios de comunicación, instituciones educativas, etc., en oposición con las localidades y los municipios mayormente campesinos e indígenas, que se distinguen por su marginación y pobreza, como aquellos en los que habitan los ngiguas.
Hace 7000 años, de acuerdo con diferentes investigaciones lingüísticas, los otomangues −antecesores de los ngiguas− aparecieron en este territorio; por eso se identifica al sureste de este estado, así como al noreste de Oaxaca, como la región originaria de las lenguas otomangues. Al mismo tiempo, los estudios confirman la presencia de los ngiguas o popolocas y su extensión espacial (Suárez, 1983). La frontera lingüística corría paralelamente a la frontera de la región ngigua, al sur de Coixtlahuaca, hacia Huajuapan (Oaxaca), en dirección al Río Atoyac (Puebla); al oeste del Atoyac, por Tepexi de Rodríguez y Tepeaca, hacia el límite entre Puebla y Tlaxcala, mientras al noreste pasaba por Tecamachalco y Tehuacán llegando hasta Veracruz (Jäcklein, 1974, p. 30).
Por lo tanto, el sureste de Puebla posee una historia milenaria que se remonta a la época prehispánica. Se considera uno de los centros primigenios del maíz, y con ello, de la agricultura mesoamericana; de igual forma, se cree que este grupo de filiación otomangue, los ngiguas, fueron los habitantes más antiguos de la región que, desde entonces, se caracterizaba por ser punto nodal de tres de las más importantes tradiciones de Mesoamérica: la del Altiplano Central, la de la Costa del Golfo y la de Oaxaca, situación que motivó la continua movilidad de grupos, ya sea por migraciones o conquistas, y la formación de los señoríos −como unidades sociopolíticas−.
En el posclásico, los señoríos popolocas mantenían un entramado de relaciones: guerra, sujeción, política, de linaje o alianzas matrimoniales, con el afán de conservar el control y el poder, y fue así como jugaron un papel preponderante al apropiarse del territorio y empezar a construir esta región, objeto de su hábitat, acción y poder, cuna de su origen y de su desarrollo histórico y cultural, según consta en diversos documentos, lienzos, mapas o anales que registran su historia (Gámez, 2003).
LAS COMUNIDADES NGIGUAS
El sureste de Puebla es una región con gran diversidad de climas, flora y tipos de suelo que está integrada por tres estructuras morfológicas: la del Valle de Tehuacán, la Sierra mixteca-poblana, Zapotitlán-Tepexi, y la Sierra Negra. Los poblados ngiguas se ubican principalmente en las dos primeras estructuras, en donde se pueden distinguir tres subregiones alrededor de la ciudad de Tehuacán. La primera de estas zonas se sitúa al noroeste de Tehuacán, donde se localizan comunidades como San Marcos Tlacoyalco y San Luis Temalacayuca. La segunda se halla al oeste de Tehuacán y comprende los pueblos de San Felipe Otlaltepec, San Vicente Coyotepec, Santa Inés Ahuatempan, Almolonga, San Antonio Huejonapan y Nativitas Cuautempan. Al sur de Tehuacán se sitúa la tercera zona con los pueblos de San Juan Atzingo y los Reyes Metzontla (ver Fig. 1). La mayoría de las localidades se ubican en la sierra mixteca de Zapotitlán-Tepexi, de relieve abrupto y escarpado con escasa precipitación pluvial y suelos muy pobres para el trabajo agrícola; por tal razón, se practica en su mayoría la agricultura de temporal. Sólo las comunidades del Valle, San Marcos Tlacoyalco y San Luis Temalacayuca, cuentan con escasos sistemas de riego.
Figura 1: Mapa del estado de Puebla, ubicado en la región central de la República mexicana. En color gris se resaltan las tres áreas del sureste de esta entidad, donde se localización las comunidades ngiguas (Fuente: Elaboración propia, agosto 2008).
En términos económicos, políticos, urbanos, de infraestructura o demográficos, entre otros, las características de las localidades son muy diversas. En la mayoría, se practican variadas actividades económicas: trabajo agrícola, trabajo asalariado, comercio, recolección, cría de animales, fabricación de artesanías, entre muchas otras. Algunas comunidades poseen la categoría político-administrativa de cabecera municipal y otras de junta auxiliar. En el caso de las poblaciones grandes y más urbanizadas, el número de personas que habla ngigua es escaso, pero en los poblados pequeños y alejados, esta lengua mantiene vigencia. Sin embargo, existen algunas comunidades con un importante crecimiento urbano, entre ellas, San Marcos Tlacoyalco, donde un gran porcentaje de la población domina el ngigua.
Los bajos rendimientos de la agricultura, debido entre otras muchas razones a la escasez de agua, pobreza de los suelos, falta de apoyos, ausencia de infraestructura, etc., provocan que los miembros de las comunidades busquen mejores condiciones de vida incorporándose al trabajo asalariado. En los últimos 30 años el proceso migratorio de los ngiguas creció vertiginosamente a nivel nacional y con rumbo a Estados Unidos, ya sea para emplearse como jornaleros, obreros en las maquiladoras o industrias avícolas o en diversos oficios en ciudades como Tehuacán, Puebla, Veracruz y México. La migración laboral temporal genera que, al interior de las comunidades se intensifiquen la variedad de actividades económicas y la desigualdad social; esta última se refleja en diferentes esferas de la vida colectiva: nivel educativo, adscripción religiosa, nivel de ingresos, afiliación política, lo cual determina las actuales relaciones sociales.
Ante esto, los integrantes de las comunidades también diversifican sus visiones del mundo. Distintas creencias religiosas no son compartidas por los practicantes de la religión popular, mientras que los jóvenes son agentes de cambio que, en muchos casos, no comparten las creencias de sus padres y abuelos. Pese a ello, la cosmovisión comunitaria y la ritualidad siguen teniendo un papel estructurante en la construcción de los territorios locales y las formas de territorialidad.
La complejidad de los fenómenos sociales en las comunidades provoca la recomposición de múltiples escenarios de la realidad. Las variadas formas de territorialización se expresan en los haceres y en las relaciones cotidianas de los miembros de las comunidades a través del trabajo, la relación con la tierra, el esparcimiento, los intercambios sociales, la propiedad privada, el control de los recursos naturales, las actividades de recolección y caza, etc., pero también a partir de las valoraciones sobre el territorio: desde el apego afectivo, como legado de los antepasados, como referente de identidad o como espacio significado, simbolizado y ritualizado, es decir, el territorio como sistema de símbolos y de representaciones sociales.
En este contexto, la territorialización simbólica adquiere y demuestra su vigencia para estas sociedades, ya que no podemos soslayar su importancia en la construcción de los etnoterritorios. Omitir o aminorar la utilidad de esta dimensión reduce las posibilidades de comprender en toda su magnitud las complejas relaciones que se manifiestan entre la sociedad y el territorio.
LA TERRITORIALIDAD SIMBÓLICA Y EL ETNOTERRITORIO NGIGUA
La cosmovisión y el etnoterritorio
El acercamiento a la territorialidad simbólica ngigua, como ya se mencionó, se efectúa en este estudio a partir de la cosmovisión expresada en las narrativas, los rituales y los mitos. Las sociedades indígenas elaboran complejos sistemas de simbolización sobre el espacio que convierten al etnoterritorio en un sistema clasificatorio, ordenado y significado. Estas comunidades perciben y valorizan la tierra y, por ende, al territorio como espacio sagrado, incluso manteniendo paralelamente otro tipo de valoraciones sociales.
Es así como la cosmovisión representa una categoría central para analizar la construcción de los etnoterritorios. Los lugares emblemáticos y sus marcas son elementos geográficos que funcionan como monumentos y resúmenes metonímicos, por lo que se convierten en centros mnemónicos de cada cultura. La gente desarrolla imágenes cognitivas de los lugares y en relación con ellos traza redes y construye fronteras territoriales (Barabas, 2003b).
La cosmovisión de los pueblos influye en la configuración del espacio, el cual no responde necesariamente a consideraciones de carácter económico, político, ecológico o urbanístico. La disposición del etnoterritorio, por lo general, expresa correspondencia con la cosmovisión de la comunidad, que organiza el espacio de acuerdo con sus percepciones sobre el orden del universo. De esta manera, el territorio se convierte en un ámbito constituido por signos en donde un cerro o montaña, una barranca, un jagüey, un cruce de caminos o una capilla constituyen el significante de un conjunto de significados. Los ngiguas, como muchos grupos étnicos de México, poseen una cosmovisión dual sobre el espacio, en donde se observa esa correspondencia entre la composición del universo y el cuerpo humano. Este último, funciona como modelo del etnoterritorio; una casa, por ejemplo, comparte la misma estructura que el cuerpo humano y se refieren a ella como constituida por una cabeza, piernas, boca, etcétera.
Las escalas simbólicas de los etnoterritorios ngiguas
Los ngiguas poseen una cosmovisión dual del espacio e identifican y clasifican dos escalas del territorio local mutuamente interrelacionadas: a) “el pueblo”, donde habitan los humanos, constituido por el caserío, la iglesia del santo patrón y demás edificios políticos, económicos y administrativos y, b) el territorio “del monte” o circundante, constituido por el entorno natural (los cerros, las barrancas, los pastizales, las cuevas, los bosques, etc.), escenario donde habitan las entidades sagradas de la naturaleza.
a) El territorio del pueblo
El pueblo es el hábitat de los seres humanos y del santo patrón, padre, protector y fundador de este. Aquí se ubican las casas donde las personas residen, duermen, socializan, se relacionan, se reproducen y, por otro lado, desarrollan algunas de sus principales actividades económicas, políticas, sociales y culturales. Es también el escenario por excelencia del dominio del santo patrón y, por ende, el centro aglutinador simbólico es la iglesia o “la casa del santo”, hacia el cual se trazan redes: calles, caminos y circuitos procesionales que conectan al pueblo con el territorio-monte; sin embargo, coexisten otros centros simbólicos como la casa solar, el panteón y los jagüeyes, entre los más importantes.
b) El territorio del monte
“El monte” es dominado por entidades de la naturaleza como los “Dueños de los cerros”, barrancas, manantiales, animales, el rayo, los vientos, etc. Los “Dueños”, a su vez, cuentan con una serie de ayudantes (seres infantiles, denominados duendes, “ruendes” o “chaneques”) que los apoyan en sus múltiples tareas; un grupo de servidores tanto masculinos como femeninos, quienes coadyuvan para otorgar a los hombres los bienes necesarios para su sustento, principalmente el agua y el maíz.
Sin embargo, estos servidores comparten atributos con los Dueños y son ambivalentes, es decir, buenos y malos; otorgan bienes indispensables para la vida de las comunidades, pero también envían carencias, desgracias, enfermedades y muerte. Una de las funciones del Dueño del cerro y sus ayudantes es cerrar y cuidar las fronteras comunales o étnicas, a fin de evitar la entrada de fuerzas negativas de otros pueblos o grupos vecinos (Barabas, 2003b).
Para el acceso de los humanos al ámbito del monte se deben cumplir determinadas prescripciones y comportamientos. El centro aglutinador simbólico de este tipo de territorio es el cerro o casa de los Dueños del lugar; sin embargo, coexisten otros centros como la cueva, las barrancas y las milpas entre los más importantes. Aquí se abordan el caso del cerro, la cueva y la milpa, por constituir los más significativos para comprender la territorialidad simbólica de los ngiguas.
c) Los centros-umbrales
Los centros-umbrales son espacios de negociación e interacción entre ambos tipos de territorios: el pueblo y el monte, independientemente de que pertenezcan a uno u otro tipo de espacio, como es el caso del jagüey y la milpa. Los grupos humanos se han apropiado de estos lugares, tanto material como culturalmente; en ellos se realizan labores de carácter económico, fundamentalmente agrícolas, razón por la que están profundamente simbolizados y ritualizados. Por lo general, se trata de sitios intermedios entre el pueblo y el monte y funcionan como fronteras y umbrales entre ambos tipos de territorios comunales. En lo particular, existen dos centros-umbrales en las comunidades ngiguas: el jagüey y la milpa.
El etnoterritorio dual local: relaciones y características comunes
Pese a estas clasificaciones y oposiciones, ambos territorios locales se concatenan y comparten ciertas características comunes: son lugares de actividad social, en ellos se realizan rituales agrícolas, ritos terapéuticos, se trabaja, etc. Además, los seres humanos y entidades pasan las fronteras simbólicas accediendo a uno y otro espacio, interactuando y generando relaciones sociales de reciprocidad. En este territorio dual: “pueblo y monte” existen centros y se construyen fronteras simbólicas que son flexibles, porosas, y que responden a la cosmovisión que sobre el espacio-tiempo poseen las sociedades indígenas.
Así, el espacio se configura a partir de dos orientaciones generales: las dimensiones horizontal y vertical, que se reflejan tanto en las cosmovisiones como en la configuración del espacio humano. La dimensión vertical genera una concepción del espacio tridimensional dividido en tres planos: arriba, medio y abajo, muchas veces intercomunicada a partir del centro. A su vez, la dimensión horizontal suele representarse por un cuadrado o rectángulo que organiza las orientaciones centro y frontera. La concepción “centro” enlaza el espacio de arriba con el de abajo, y desde ahí se determinan las fronteras, así se suele construir un lugar sagrado –una montaña o templo–, y a partir de él se establecen otras direcciones. Las dimisiones espaciales, se convierten en puntos cardinales: norte, sur, este, oeste y centro (Barabas, 2003b). Este modelo de representación del espacio en dimensiones verticales y horizontales permite entender la construcción de los territorios próximos y vastos, y el modelo dual del territorio comunitario, el “pueblo” (humano) y el “monte” (Dueños), tal como perdura esta concepción entre los ngiguas de Puebla.
El territorio socialmente construido no es un espacio homogéneo, ya que no todos los lugares que lo integran poseen las mismas cualidades; cada espacio, de acuerdo con las prácticas que en ellos se realizan y con sus características, son dotados de simbolismos y significados. Representan puntos medulares dentro del territorio, donde los seres humanos establecen contacto con las divinidades y las entidades no humanas. Al interior de la comunidad existen lugares sagrados como la iglesia, las capillas o los altares que destacan, dadas las evocaciones y los rituales que en ellos se realizan. El territorio del monte, al igual que el anterior, también ha sido significado y no es homogéneo; asimismo, posee puntos centrales donde los seres humanos establecen relaciones con las entidades de la naturaleza, como pueden ser las cuevas, los cerros, las barrancas u otros accidentes geográficos.
LOS CENTROS DEL PUEBLO Y SUS FRONTERAS
La casa-solar
El territorio de la casa-solar es habitado por una unidad co-residencial patrilocal, la cual constituye un grupo extendido (Bartolomé, 2003, citado en Barabas, 2003b, p. 64), también llamado familia extensa. La casa es el nivel elemental del territorio y es una representación de la estructura del universo y del cuerpo humano.
Entre las ngiguas existen diversos tipos de casas; antiguamente predominaba la “casa tradicional”, que se construía con materiales locales (troncos de quiote, astas de huilote, carrizos, palma, madera de zotolín e ixtle). Actualmente este tipo de casa ha sido desplazado por construcciones elaboradas con materiales como el ladrillo, blocks, cemento, lámina de asbesto, entre otros. La diferencia de construcciones provoca una gran discontinuidad y variabilidad en la arquitectura local, mas no así en la cosmovisión.
La casa tradicional estaba constituida por una sola habitación de forma rectangular; el tamaño variaba. El techo era de dos aguas, con paredes de carrizo o madera de zotolín y piso de tierra apisonada (ver Fig. 2). Este tipo de casa, por sus características físicas, representaba la estructura del universo con sus cuatro esquinas y el centro. Actualmente, las casas poseen más habitaciones, las cuales se construyen alrededor del solar: dormitorios, baño, estancia, cocina, tecuil, troje o “troja” y los corrales de los animales. El fogón y el altar familiar constituyen los centros más importantes del territorio de la casa y poseen una gran relevancia simbólica.
Figura 2: Casa tradicional ngigua. Comunidad de San Martín Esperillas, Puebla, México
(Fotografía: Alejandra Gámez Espinosa, 12 de febrero 2014).
El fogón, también denominado “cocina de humo”, es un espacio fundamentalmente femenino en el que se preparan los alimentos; allí, el fuego simboliza el bienestar del grupo familiar. Al lado de éste se ubica, por lo general, “la casa del maíz” o “la troje”. En algunas comunidades, esta bodega donde se almacena el maíz es construida al estilo de la antigua casa tradicional ngigua simbolizando el vínculo con las deidades de la naturaleza, ya que está hecha con materiales obtenidos del monte, como el zotolín, la palma o el quiote, proporcionados por deidades de la tierra y el agua.
El solar es el lugar donde las familias suelen tener pequeños huertos, ya sea en las esquinas o a los costados, y en donde existen corrales para los animales domésticos, así como otros cuartos para guardar los utensilios de trabajo. En el solar se entierran los ombligos de los recién nacidos del grupo; se cree que así, para el caso de los hombres, permanecerán unidos al grupo familiar y a su territorio, mientras que en el caso de las mujeres, su ombligo se entierra bajo el fogón, a fin de que ellas siempre conserven el calor de la familia y preparen los alimentos del grupo, pues con ello garantizan su bienestar y reproducción: “Cuando un niño nace, su placenta y el cordón umbilical son enterrados, algunos en el solar o junto al tlecuil (fogón), para que tenga amor a su tierra y nunca se vaya de aquí”[2].
Al altar familiar, por su parte, suele ubicársele en alguna de las habitaciones principales, como el lugar en el que se consumen los alimentos. Generalmente está compuesto por una mesa pegada a la pared, en la cual se colocan imágenes de los santos protectores, velas, incensarios, floreros u otros objetos considerados sagrados, como puede ser una canasta con semillas que se bendice el día 2 de febrero (día de la Virgen de la Candelaria). Al respecto, una ama de casa expresa: “Se pone en el altar de la casa, porque son cosas benditas y no deben colocarse en el piso o junto a cosas sucias, ni se puede jugar con ellas, deben ser guardadas con respeto”[3]. Frente al altar familiar se realizan ritos de importancia para el grupo, como velar a los difuntos, y en él se colocan las ofrendas en su honor el día de los muertos.
El altar familiar suele ser un espacio-umbral, de relación y entrada al ámbito de las entidades sagradas como los santos, las vírgenes y los muertos o ancestros familiares. Este es el espacio-centro de la casa, donde enlazan el espacio de arriba y el de abajo; desde aquí se marcan fronteras y dimensiones espaciales que se convierten en puntos cardinales: norte, sur, este, oeste y centro de la casa-solar.
Todas las casas poseen fronteras simbólicas que se marcan mediante objetos y actos sagrados como los ramos de palma, las cruces o el agua bendita. Las palmas se bendicen en Semana Santa y se colocan en las puertas y ventanas; las cruces se bendicen el 3 de mayo (día de la Santa Cruz) y se ponen en el techo o en la entrada de las casas. En la troje se suele colocar una cruz hecha con zacate y se rocía agua bendita en las esquinas para la protección del maíz. Todos estos objetos protegen la casa y simbolizan una barrera que impide la entrada de agentes dañinos.
Construir una casa implica el intercambio con los Dueños de la tierra y una forma de pago o retribución a estos. En algunas comunidades como en San Juan Atzingo, se realizan rituales de pedimento al Señor del Monte, para que otorgue consentimiento para su construcción y para que la familia pueda vivir bien, en armonía, sin padecimientos y la construcción no se derrumbe; por tal razón, se entierran ofrendas en cada una de las esquinas y otra en el centro. En ciertas comunidades, cuando se inicia o se termina la construcción, se lleva a un rezandero, curandero o sacerdote para que sahúme, limpie o bendiga la casa; también es común que se rocíe agua bendita para la protección del grupo familiar; de esta manera, se sacraliza al territorio de la casa-solar.
En la casa-solar se construyen fronteras físicas (bardas, linderos, muros, etc.) que la delimitan de otras e impiden el acceso de agentes distintos al grupo familiar de residencia; así también se construyen los accesos permitidos (la puerta, el pasillo, la vereda, etc.) para el grupo co-residencial. Por otro lado, existen fronteras simbólicas porosas y permeables que permiten o no, el acceso de las entidades que habitan en el monte. Estas fronteras se delimitan con cruces, palmas o ramos de ruda o romero ya benditos, que impiden la entrada de entidades consideradas nocivas o no deseadas para el grupo co-residencial patrilocal.
LA IGLESIA
La iglesia es uno de los recintos más importantes de los pueblos ngiguas, por ser el lugar que alberga a los padres o madres de las comunidades, es decir, a los santos patronos; de ahí que se le denomine “la casa del santo”. Las iglesias se ubican en el corazón de los poblados y en gran porcentaje se construyeron durante el periodo colonial por los evangelizadores españoles.
La “casa del santo” es el centro del territorio del pueblo, en donde se condensan y expresan una serie de creencias, mitos, multiplicidad de símbolos y actos rituales. Sobre el templo se construyen leyendas que relatan la aparición del santo, su poder, hazañas, cualidades, atributos, etc.; también se realizan rituales con los cuales se busca el intercambio con la deidad. Para los ngiguas, tanto estos lugares como el territorio del pueblo son sagrados, porque en ellos habitan los santos, los fundadores, antecesores, dadores, dueños del territorio y de todo cuanto hay en él. Las entidades territoriales se revelan en estos sitios e interactúan con los humanos, por lo que se convierten en espacios de acción ritual, de interacción y de reciprocidad (Barabas, 2003b).
Los santos patronos son un eje central al interior de los poblados indígenas, sus antecedentes históricos se remontan a la época prehispánica, ya que estos operan de alguna manera como sustitutos de las deidades patronales de las comunidades, consideradas “el corazón del pueblo” (López, 1984, p. 423). Actualmente funcionan como elemento cohesionador a nivel sociocultural; de esta manera son aglutinadores simbólicos y ejes estructurantes de la identidad comunitaria. En la mayor parte de los pueblos indígenas de México, los santos aparecidos se convirtieron en santos patronos y retomaron el papel fundador y protector del territorio de las comunidades que eligieron y que antiguamente desempeñaban las deidades tutelares prehispánicas (Giménez, 1978).
Los santos son considerados dentro de las jerarquías indígenas-campesinas como los más importantes, pues se les concibe como seres vivos, con comportamientos humanos (se enojan, están contentos, comen, descansan, trabajan, etc.). Poseen relaciones de parentesco con otras entidades –santos, cristos o vírgenes–, y son ambivalentes, es decir, son protectores y benevolentes, pero también caprichosos, castigan y hacen daño. Son los dadores del sustento, la salud y el trabajo, ya que controlan el clima, propician la fertilidad de la tierra y con ello, el buen desarrollo de la agricultura. Por otro lado, son símbolos fundamentales de los territorios y referentes centrales de la construcción y reproducción de la identidad colectiva. Su culto y las actividades relacionadas con el mismo, como las procesiones y peregrinaciones, constituyen dispositivos privilegiados para la apropiación simbólica del territorio.
En la mayoría de los poblados ngiguas, la iglesia es una proyección del universo que representa las cuatro esquinas y el centro. Por ejemplo, en San Marcos Tlacoyalco existe un espacio circundante a la iglesia donde se ubican cinco capillas, cada una de las cuales se ubica en una esquina representando los cuatro puntos cardinales, y otra más, el centro; además, representan los cinco barrios en que está dividido el poblado. Así, la iglesia es también un centro de intersección entre las dimensiones verticales y horizontales y punto de relación entre los humanos y su santo patrón.
Al igual que en el territorio de la casa-solar, en la iglesia se construyen fronteras físicas (bardas, linderos, muros, etc.) que la delimitan e impiden el acceso de agentes o personas no deseadas; pero también se construyen los accesos y umbrales permitidos (la puerta, el pasillo, la vereda, la arcada, etc.) para los miembros de la comunidad. Asimismo, existen fronteras simbólicas que no permiten el acceso de las entidades que habitan en el monte, consideradas opuestas al santo. Estas fronteras se delimitan con cruces y capillas que impiden la entrada de entidades nocivas o no deseadas para la comunidad. Los santos son entidades poderosas que casi nunca salen del templo, a excepción de cuando se presentan crisis sociales (epidemias, guerras, sequías, etc.) y, sobre todo, cuando una entidad maligna entra a sus dominios a causar daño a sus hijos, los humanos.
En la mayoría de los pueblos ngiguas se narran las hazañas que los santos patronos realizaron para proteger sus dominios y los límites de las comunidades, de la “maldad” de las entidades que habitan el territorio circundante del monte:
Dicen que el santo se va por todo el terreno del pueblo, ya que tiene sus dominios, unos dicen que sale para ver que todo esté bien en su dominio; pero se dice que sale a recorrer esos lugares, ya que se encuentran tierra, piedritas, espinillas o hierba seca, que es de esos lugares que le gusta recorrer. Eso no es siempre, sólo cuando él quiere, y no le gusta que lo vean.[4]
Por ejemplo, en la comunidad de San Luis Temalacayuca se dice que su santo patrón, San Luis, llegó a defenderlos de los excesos y maldades de Shisuanshe (Señor del Monte) y que trasladó el poblado hacia la zona baja, en el valle, lugar donde actualmente se encuentra (Rodríguez y Tecuapetla, 2011). Los pobladores de esta comunidad expresan que hubo varios intentos de fundación del pueblo:
A la gente no le gustaba que la trataran tan mal y que la explotaran. Así fue como se realizaron muchos pedimentos de ayuda, hasta que un buen día llegó San Luis, disponiéndose a enfrentar al Dueño del cerro reclamándole que no era un buen cuidador; pelearon quedando como vencedor San Luis y, en segundo lugar, el “Señor del Monte”. Entonces el santo sacó al malo del pueblo y le dijo a la gente que edificara una iglesia donde estaba el lugar de culto del Dueño, siendo esa la primera iglesia ubicada en el cerro de Malacatepec.[5]
Estos mismos relatos aparecen en distintas comunidades. En San Marcos Tlacoyalco, se tiene la certeza, que el santo patrono fundó el pueblo y acabó con los males que dañaban a las personas:
Cuando llega San Marcos, viene a mejorar la vida de este pueblo, con el tiempo ya no hubo enfermos y ni tantas peleas; él nos protege en el pueblo, pero hay que tener cuidado cuando salimos al cerro o a lo solitario, allá se esconde el mal, y aunque nos persignemos o nos colguemos una medalla, éste siempre busca tentarnos. San Marcos venció a Chinentle, pero no ha logrado que se vaya de aquí, todavía vive, algunos dicen que lo tiene dominado, pero no lo ha matado, lo domina con la cruz.[6]
LOS CENTROS-UMBRALES Y SUS FRONTERAS
Los jagüeyes
Los jagüeyes son centros del territorio del pueblo y son característicos de las comunidades ngiguas; estos funcionan como fronteras-umbrales con relación al territorio del monte y con las entidades que allí habitan.
En los territorios comunales existen técnicas de captación de agua de lluvia como es el caso de los jagüeyes (ver Fig. 3) Se trata de oquedades artificiales de gran tamaño, cavadas para captar agua; constituyen también una forma espacializada de la cosmovisión. Hay registros de su existencia desde la época Colonial; en San Marcos Tlacoyalco, se sabe de un mapa del siglo XVIII (Van Doesburg, 2010, citado por Martínez, 2011, p. 96), que registra los cinco jagüeyes aún presentes en la comunidad (de la Iglesia, Piedra, Blanco, San Pedro y San Miguel). Estos han proveído a la comunidad de agua a lo largo del tiempo. En la mayoría de los casos, los jagüeyes se localizan en las afueras o límites de los pueblos –cerca de las laderas, de los cerros, montañas y barrancas, etc., para captar el agua de los escurrimientos–. Sólo existe un caso en San Marcos Tlacoyalco, en el que se localiza un jagüey atrás de la iglesia, en el corazón del poblado.
Figura 3: Jagüey Blanco, San Marcos Tlacoyalco, Puebla, México
(Fotografía: Alejandra Gámez Espinosa, 14 de febrero 2014).
Los jagüeyes son lugares fundamentales para las comunidades ngiguas, no sólo porque los proveen del vital líquido, sino porque responden a su cosmovisión y, por consiguiente, son escenarios de ritualidad. Se les considera (al igual que a los cerros) los “corazones de los pueblos”, pero también lugares pesados y encantados donde suceden eventos extraños y aparecen seres sobrenaturales. Es común que estén relacionados con los Dueños de los cerros, vínculo que se establece a través de las barrancas que descienden de estos.
En Tlacoyalco se cree que durante la época de lluvias (mayo-septiembre) baja por los cauces de las barrancas, hacia los jagüeyes, una gran víbora o serpiente de agua a la que denominan Kun Che Chri; por tal razón las personas que se dirigen a estos pasan con respeto para no molestarla ya que, de lo contrario, se cree, les puede encantar, devorar o llevarse su espíritu. Por su parte, en el jagüey Blanco (ubicado al poniente del poblado), se cree que habita una sirena o “animal de lluvia” con la fisonomía de una mujer joven y hermosa, de cabello largo, vestida de blanco, nombrada en idioma ngigua como Xiun Chri Jinda, quien durante las grandes tempestades suele subir al cielo, al tiempo en el que en éste se originan grandes truenos (Martínez, 2011, p. 116).
Hace como siete años aún se escuchaba que por el jagüey Blanco vivía una sirena o algo parecido a una mujer que aparecía en el centro del jagüey. Se le apareció primero a una señora, pero pensó que eran visiones, le comentó a su esposo que en el jagüey se aparecía una mujer, su marido no le creyó, pasaron los dos y la vieron, se acercaron y le preguntaron qué era lo que quería, la sirena les pidió huevos y flores para alimentarse, se empezó a correr la voz y las personas iban por las tardes a llevarle lo que pedía. Hasta que unos extranjeros llegaron, vinieron a hacer estudios, y después de un tiempo se la llevaron, porque no volvió a aparecer.[7]
Xiun Chri Jinda es una entidad de la naturaleza; se trata de una deidad dual, hombre-mujer. Cuando aparece en forma masculina, posee una gran estatura y se muestra vestido de blanco; el espacio que domina son las barrancas y los jagüeyes. Esta entidad suele entrar al pueblo a través de las barrancas y los cauces de agua, que son su camino y conectan con los jagüeyes. Se cree que protege el agua de estos depósitos; por eso, para que el agua se conserve y no se seque o evapore, se deben realizar ritos en las barrancas y los jagüeyes, para de esta forma “limpiar” o purificar, ya que estos lugares “poseen secretos” (Martínez, op. cit., p. 116).
Las entidades del monte presentan comportamientos ambivalentes en los jagüeyes cuando no se les respeta o no se cumplen las reglas (la costumbre) al relacionarse con ellas; provocan enfermedades y, en ocasiones, la muerte de los humanos. Por tal razón, a los niños no se les permite jugar en las barrancas y los jagüeyes, ya que estos son “débiles de espíritu” y no conocen las prescripciones de comportamiento ante estas entidades (ibid., p. 117).
Además, en los jagüeyes también habitan espíritus positivos y negativos. Los primeros se encuentran en los árboles cercanos a la orilla del agua; se trata de las almas de personas que murieron en estos lugares, ahogadas, en muchos de los casos. Ellos también cuidan el lugar y se molestan si las personas no lo respetan y cuidan. Los segundos habitan en los árboles que están afuera del polígono de los jagüeyes y son espíritus relacionados con “el diablo, el cual posee la fisonomía de un señor montado a caballo que habita en el cerro”[8] (ibid., p. 118).
Por tratarse de un centro-umbral entre dos territorios, pueblo y monte, en los jagüeyes suceden cosas extrañas, se observan sombras, se escuchan sonidos, voces, lamentos, etc.; son lugares vivos, “tienen vida”. Por ello, allí se realizan rituales importantes para las comunidades, como la petición de lluvia y protección de agua, el día 3 de mayo, cuando se sahúman los jagüeyes y se colocan cruces en uno de sus árboles[9]. También es el lugar donde se bendice a los animales (es el caso de Tlacoyalco), que tienen una conexión directa con estos lugares, puesto que aquí beben el agua que les permite sobrevivir.
Los jagüeyes son centros-frontera, pero también umbrales entre el territorio del pueblo y del monte; son escenarios que conectan y permiten las relaciones entre las entidades y los seres que radican y dominan en uno u otro lado del territorio comunal. Las entidades del monte acceden al pueblo a través de las barrancas y cauces de agua que se forman en las grandes tempestades y se conectan a los jagüeyes. Estas protegen y otorgan el vital líquido a los seres humanos y una vez que cumplen su cometido regresan a los cerros. También son escenarios de disputa y negociación donde se libran batallas entre las entidades de ambos dominios, es decir, entre el Señor del Monte y el Santo Patrón. Diversos testimonios en Tlacoyalco narran cómo han visto en el jagüey de la iglesia, a un rinoceronte que, según se dice, es el señor del cerro. Localmente es conocido como Chinentle. Cuando esta entidad ingresa al poblado provoca la ira del santo patrón, San Marcos, quien entabla una batalla, lo somete y expulsa de sus dominios:
Antes de que él llegara, este pueblo sufría mucho porque había un monstruo, así como un rinoceronte [Dueño del cerro]. Creo que le dicen así a ese animal; se aparecía en medio del agua [el jagüey] y devoraba principalmente a los niños, aunque también a los adultos; todos espantados ya no querían ir a ese jagüey por agua, pues temían al monstruo. Pero, antes, sólo se tomaba agua de jagüey, no había de otra, y sólo había agua en los jagüeyes del pueblo, pero siempre se acababa más rápido en los del centro, y donde había agua, pues era un jagüey que está por allá, por la vía del tren. Cuando todo se supo, se determinó que el santo iba a ese sitio para acabar con el mal. Todos se quedaron tranquilos, porque, en realidad, San Marcos no se quería ir, al contrario, llegó y ayudó al pueblo, por eso con fe se le hizo su iglesia y cada año se le festeja, porque nos salvó.[10]
La lucha entre ambos tipos de entidades se expresa en la iconografía de la imagen consagrada del santo patrón que se encuentra en la iglesia, en la cual aparece aplastando con el pie a un animal o monstruo, que se cree es Chinentle.
La milpa
Para las comunidades ngiguas una de las actividades económicas básicas consiste en el trabajo agrícola; el producto que más se cultiva es el maíz, y al campo de cultivo donde se siembra éste se le denomina “milpa”. En la cosmovisión mesoamericana, la milpa es concebida como la reproducción del cosmos, es decir, cuadrada y sostenida en las cuatro esquinas y el centro. Generalmente se ubica en un espacio que pertenece al monte y a los Dueños(as). Sin embargo, es un territorio de uso humano; por ello, se trata de un lugar de transición, un centro-frontera-umbral entre lo humano (el pueblo) y las entidades de la naturaleza (el monte) (Barabas, 2003b). Por tal motivo, la milpa debe protegerse con cruces bendecidas el día 3 de mayo (día de la Santa Cruz). Además, debe realizarse otra serie de prácticas rituales, desde el inicio de la siembra hasta su conclusión, y antes de sembrar hay que pedir permiso a la tierra.
Las milpas son uno de los lugares más importantes de los etnoterritorios ngiguas, por ser el escenario donde nace y crece el maíz, alimento sagrado, proporcionado por los dioses a los seres humanos. En la cosmovisión ngigua se expresan los estrechos lazos que existen entre los seres humanos y el maíz, sus mutuas interdependencias. Así también como las relaciones y vínculos que se establecen entre los distintos seres que habitan el etnoterritorio: los humanos y las deidades del monte. Por eso es por lo que el hombre ofrece el maíz –producto de su trabajo– a las deidades y entidades que se lo otorgaron y que coadyuvan al buen desarrollo de su cultivo.
Para los ngiguas, el maíz es un ser vivo y sagrado; por ello, las milpas son protegidas colocando una cruz bendecida en medio o en las esquinas de éstas. Este acto representa no sólo una forma de proteger a los cultivos, sino también de alimentar a las plantas espiritualmente y de propiciar que el agua de lluvia llegue a los campos, ya que ésta es el alimento o el jugo indispensable por medio del cual la tierra y las plantas se nutren. Pero también simbolizan fronteras en ambos ámbitos del territorio comunal (el humano y el monte). Es frecuente que, a lo largo del ciclo anual, se desarrollen además otros rituales en las milpas para proteger al maíz.
Durante los distintos ciclos del crecimiento del maíz, las familias acostumbran a visitar sus milpas, “acompañarlas” y comer con ellas; encienden pequeñas fogatas en las que cuecen o calientan la comida. Asimismo, inspeccionan las plantas de maíz, les hablan, las tocan, las limpian y examinan. Al terminar, la familia vierte parte de la comida sobre la tierra, para darle de comer a ésta y a su producto o hijo: el maíz. Esta actividad es como una forma de pago a la tierra y a las entidades del territorio del monte.
El acceso y la manipulación de la milpa implican una serie de prescripciones que los humanos deben cumplir; por ello entre los ngiguas se tiene la convicción de que, durante su cultivo, la planta del maíz debe ser manipulada sólo por el varón. Se dice que: “es una ‘matita’ que requiere de cuidados y que la mano del hombre le provee de fuerza para que resista su crecimiento”[11]. Así también se cree que las personas que acceden a las milpas tienen que ser respetuosas, no acudir en estado de embriaguez o de mal humor, porque el maíz y las entidades de la naturaleza se pueden molestar.
LOS CENTROS DEL TERRITORIO DEL MONTE Y SUS FRONTERAS
El cerro
El cerro es una de las elevaciones más sobresalientes de los territorios indígenas e históricamente ha sido un lugar privilegiado para la construcción de múltiples significados. Generalmente es considerado un lugar sagrado y corazón del territorio comunal. La importancia del cerro como un lugar cargado de múltiples significados se debe al hecho de que en estos espacios se efectúan actividades fundamentales y características de la cultura indígena.
Entendemos, coincidiendo con Giménez, que el cerro es un “espacio social”, es decir, un espacio “apropiado y significado” (2000, pp. 90-91), en el que se inscriben actividades económico-sociales como la agricultura, la caza y la recolección, formas de organización social. Se establecen fronteras, redes, tradiciones y costumbres; por tanto, es un “lugar”, un punto geográfico-simbólico, nombrado, valorizado, en donde se entrelazan una serie de actividades, un tejido de representaciones, concepciones y creencias. Es un símbolo de pertenencia, objeto de representación y apego afectivo, un espacio natural antropizado, considerado como una deidad –masculina o femenina–, un lugar sagrado donde reside un Dueño o fundador de las comunidades. En la cosmovisión indígena, los cerros-cueva son la matriz de la humanidad, el inicio de todo cuanto hay, es decir, el origen del territorio.
Los pueblos ngiguas definen los cerros como grandes “trojes o graneros, bodegas u oficinas”, que contienen en sus entrañas agua y maíz, mismos que le pertenecen y son custodiados por una entidad que allí radica, a la que denominan el Dueño o Señor del Monte. En algunas comunidades, como en San Marcos Tlacoyalco, se dice que en las profundidades del cerro vive una gran víbora emplumada y multicolor.
De igual forma, se cree que en la profundidad de los cerros hay animales de uso doméstico y otras riquezas como oro, tesoros y dinero que son custodiados por seres sobrenaturales, como pequeños niños traviesos y hombres que se convierten en animales y que engañan a la gente. Los cerros contienen los mantenimientos de los pueblos, en ellos aparecen y desaparecen tiendas de abarrotes, tianguis, mercados y cantinas, que significan alimentos y bebidas indispensables para la vida de las personas:
Se dice que en los cerros hay unas cantinas con bebidas y hay mujeres que invitan a los hombres para que entren. Invitan a los hombres, ya que son los únicos que pueden entrar y ver la cantina. Se sabe que un señor iba pasando y lo invitaron a entrar, le dijeron que podía beber todo lo que quisiera y que no tenía que pagar y que podía estar todo el tiempo que quisiera. El señor entró y dejó sus burros amarrados afuera, dice que el lugar tenía muchas bebidas, había mucha luz y que no era el único, sino que se encontraban otras personas.[12]
Los cerros son considerados lugares sagrados porque en ellos habitan o se manifiestan entidades de la naturaleza como los llamados Dueños o Señores del Monte; estos son seres poderosos que tienen distintos atributos y fisonomías:
El señor del cerro se trasforma en serpiente, pero no chica, grande, como de unos siete metros, grandotas, unas serpientes que no existen acá, o sea, una serpiente arriba de cinco metros que aquí no existen, de cinco metros es normal, aquí…[13]
Por tal razón, estos lugares son catalogados como pesados, de respeto, delicados, misteriosos, maravillosos y encantados. Categorías con las cuales el pensamiento indígena hace referencia a los lugares que considera sagrados, en donde se efectúa el intercambio con las deidades a través del ritual. Son espacios particulares cargados de significación, en donde se entrelazan una serie de creencias, tradición oral, multiplicidad de símbolos y actos rituales (Barabas, 2003b). En estos lugares no sólo el espacio es distinto al de los humanos o al territorio del pueblo –son encantados, misteriosos–, sino que el tiempo es otro, trascurre de manera diferente.
Los Dueños del lugar o de los montes son entidades multisignificativas y ambivalentes, un Dueño se puede desdoblar para cumplir diversas tareas y puede ser una entidad que represente a la tierra, al agua, a los antepasados, o pueden ser los fundadores de los pueblos (Barabas, 2003b). En las comunidades ngiguas manifiestan que unos son “buenos” y otros “malos”[14].
Los Dueños pueden ser hombres o mujeres, son entidades territoriales que delimitan lugares, los protegen, moran en ellos, en muchos casos son los lugares mismos. Entre los ngiguas, los Dueños son entidades que representan al agua, a los antepasados y también son fundadores de los pueblos. En cada comunidad, el Dueño tiene distinto nombre. En San Juan Atzingo se le conoce como Intche-intá y radica en la serranía. Aquí se relata que un día este Dios le pidió a los habitantes que sacrificaran a un niño y a una niña en un lugar llamado “La piedra” o Ifoo-cagie, para que él les enviara agua para los campos de cultivo. Pero los habitantes se negaron a sacrificar a los pequeños y trataron de engañar al Dios, ofrendando perros en lugar de los niños, pero su intento fracasó e Intche-intá los descubrió y castigó al pueblo quitándoles el agua que tenían:
…el pueblo no tiene agua porque el señor del agua se la llevó. Después de fundar el pueblo, los montes tenían bastante agua y las lluvias eran constantes en ese tiempo. Un día, llegó un señor en caballo al pueblo y les preguntó que, si querían agua para beber, entonces explicó que para dejarla tendrían que darle a dos niños pequeños para llevárselos con él, como nadie quiso entregar a sus hijos, a cambio le dieron dos cachorros, mismos que amarró y se llevó. Después de este suceso los ríos se secaron, los manantiales dejaron de tener corriente de agua y las lluvias fueron cada vez más escasas.[15]
En San Marcos Tlacoyalco al Dueño-cerro se le conoce con el nombre de Chinentle. Este habita en la serranía que rodea al pueblo y es considerado un ser “maligno” y, se refieren a él como el “malo”, es muy poderoso y como los nahuales, adquiere diversas formas y representaciones; a veces se aparece como una persona y otras tantas como un animal. Puede ser un hombre alto, fornido, vestido de negro con caballo del mismo color, como un charro rico, con dientes de oro, sombrero con hilo de oro y su traje dorado con botones muy brillantes que deslumbran al que lo mira. Esta deidad otorga riquezas y agua a quien se lo solicita mediante ritos y se dice que es el Dueño del territorio circundante al pueblo.
Entre los ngiguas de San Luis Temalacayuca, a la entidad que mora en el cerro lo llaman Señor del Monte y es considerado por los sanluiseños más católicos como un ser “malo”; localmente los ancianos lo nombran Shisuanshe, palabra ngigua que puede traducirse como: “el que otorga”. El Señor del Monte es el dueño del territorio circundante al poblado y se dice que es un hombre fornido vestido de negro, con botones de oro que brillan con la luz del sol; porta un sombrero muy amplio con el que trata de cubrir los enormes cuernos que salen de su frente (Rodríguez y Tecuapetla, 2011, pp. 4-5).
Los Dueños producen “encantos” (alucinaciones) para seducir y engañar a sus víctimas (personas que acceden a los cerros) y para evitar que los seres humanos tomen las riquezas, bienes y mantenimientos de su propiedad, los cuales se encuentran guardados en las profundidades de los cerros. Es común que el “encanto” de estos lugares esconda lo que los Dueños no quieren que sea visto, por ejemplo, oro, dinero u otros tesoros.
Estos territorios poseen una serie de fronteras simbólicas impuestas por los Dueños; por ello, para que los humanos puedan cruzar y acceder a estos lugares es necesario tomar ciertas precauciones, prescripciones y los debidos permisos, ya que de lo contrario pueden ser castigados por estas entidades, las cuales ocasionan enfermedades, producen alucinaciones, quitan el alma o provocan la muerte. Cuando las personas acuden a esos sitios es recomendable no dormir en los cerros y, si se hace, se debe poner una vara seca en forma de cruz en el sitio donde se va a descansar o, de preferencia, llevar siempre una palma bendita. En caso de sufrir una caída o un espanto es necesario “llamar” de inmediato a la entidad anímica (el alma) que salió del cuerpo, puesto que es común que ésta salga al momento de sufrir un susto o un accidente y se quede con el Dueño, lo que puede provocar enfermedad o incluso la muerte:
Estaba en el cerro cuidando a sus animales y se quedó dormido, y no puso ni llevó su protección de palma; el muchacho despertó, reunió a los animales y los llevó a su casa metiéndolos al corral. Todo parecía normal, pero mientras pasaban los días, el joven dejó de comer y le daba mucha sed y todo el tiempo quería estar durmiendo, y cuando dormía se podían notar sus ojos abiertos y brincaba repentinamente.[16]
En las cosmovisiones locales de los ngiguas, a los Dueños-cerro se les identifica también como los fundadores y antepasados de los pueblos, los dueños y dadores del territorio.
La cueva
La cueva en la cosmovisión indígena mesoamericana ha tenido un papel central; figura como uno de los lugares sagrados por excelencia, al ser considerada como el escenario de la creación, morada de los ancestros, lugar mítico en donde se originan los pueblos, acceso al inframundo o mundo de los muertos, espacios sacralizados donde se realizan ritos de transición, fuente de recursos naturales, sitio donde se hallan las divinidades, frontera y umbral a lugares sagrados donde se encuentran los alimentos de los hombres, en donde habitan las deidades de agua y los mantenimientos. La cueva, por tanto, históricamente ha sido el vínculo entre dos ámbitos opuestos e interdependientes como son el territorio humano y el de las divinidades.
Entre los ngiguas, las cuevas simbolizan el umbral a las profundidades de la tierra y la casa del Dueño del cerro. En ellas se realizan ritos de pedimento de agua y otros mantenimientos; tal es el caso del ritual de limpia que se realiza en San Marcos Tlacoyalco en una cueva ubicada en el cerro Tepoztla, lugar donde según su cosmovisión, radica una entidad Dueña del agua que tiene la forma de una víbora emplumada y multicolor. El ritual no tiene fecha fija y generalmente se realiza a finales de marzo o abril; sin embargo, cuando las lluvias se retrasan, se ejecuta nuevamente. Los curanderos encargados de “pedir agua” a la víbora se eligen entre los habitantes del pueblo y son adiestrados por los sabios. Entre los atributos indispensables para ser elegido curandero debe sobresalir la fortaleza, tanto espiritual como física.
La ejecución del ritual se divide en dos partes: la primera se denomina: “el encuentro”, aquí, el especialista consulta a la entidad sobre el tipo de alimentos y objetos que ella desea para conceder la lluvia. La segunda se conoce como: “el pedimento de lluvia”, y consiste en un acto de intercambio con la entidad. Se le ofrendan los objetos que solicitó. En ambas partes del ritual, el curandero junto con uno o dos especialistas se introducen a la cueva, lugar que describen como húmedo, obscuro, con laberintos, donde sopla un fuerte viento y se escuchan truenos; en el fondo, donde concluye la cavidad, habita la Gran Víbora de agua.
Las sociedades llamadas tradicionales poseen formas de territorializarse distintas a las de las sociedades urbanas, globales u occidentales. En particular, se caracterizan por el profundo vínculo que mantienen con la tierra, en sentido material y simbólico, y en especial con las manifestaciones naturales que le son inherentes a ésta, como los cerros, barrancas, ríos, manantiales, cuevas, lluvia, viento, etc., las cuales son profundamente simbolizadas y humanizadas. De modo que, en la cosmovisión de los ngiguas, los sujetos que se apropian del espacio son distintos; unos son seres humanos y otros son entidades de la naturaleza o númenes como los santos, y poseen muchos atributos, fuerza y poder, con quienes los humanos interaccionan, comparten el territorio y mantienen relaciones de reciprocidad, pero también de sujeción.
Estas y otras manifestaciones caracterizan a la territorialidad indígena y motivan la producción de cierto tipo de territorios, es decir, los llamados etnoterritorios, que se construyen y se ordenan a partir de la implementación de centros, fronteras y redes, y con ello tejen signos en el espacio, lo cual significa que el territorio es un sistema de signos, una telaraña de significados.
Las sociedades indígenas cuentan con un modelo de centralidad y de fronteras múltiple y multidimensional, los centros (la casa-solar, la iglesia, la milpa, el jagüey, el cerro, etc.), que poseen límites y pueden funcionar como fronteras y umbrales de interacción y comunicación con otros seres y territorios. Y las fronteras, que tienen diferentes funciones e intencionalidades, y a su vez son porosas, discontinuas, permeables e invisibles. A través de ellas se construyen umbrales por donde los seres humanos y los entes transitan de un lado a otro. Todo ello, se debe a que los centros son espacios no sólo de referencia o concentración de los actores, sino de densidad significativa y lugares de intersección de las dos orientaciones generales con las que conciben al espacio, según su cosmovisión, como es la dimensión horizontal (representada por un cuadrado o rectángulo, desde el cual se marcan fronteras) y la vertical (tridimensional: arriba, medio y abajo, que también delimita fronteras). La concepción de centro confluye con ambas dimensiones constituyendo un lugar sagrado −un templo o una montaña−, por ejemplo, a partir del cual se marcan otras direcciones. Este modelo de representación del espacio en dimensiones verticales y horizontales permite comprender la construcción del sistema territorial indígena centro-red-frontera y la organización del territorio desde una perspectiva dual: el pueblo (humano) y el monte (Dueños), como se manifiesta entre los ngiguas que habitan en Puebla.
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Suárez, J. (1983). The Mesoamerican Indian languages. Cambridge University Press.
[1] Término reivindicativo con el que actualmente se autodenominan estos grupos y que se opone al vocablo “popoloca”, que les fue impuesto por los mexicas en la época precolombina y cuyo significado es peyorativo. En cada comunidad el vocablo de autodenominación se pronuncia y se escribe diferente; por ello, en este trabajo utilizo la versión de la comunidad de San Marcos Tlacoyalco.
[2] Entrevista, Sra. Mireya, 43 años, ama de casa, San Luis Temalacayuca, otoño, 2012.
[3] Entrevista, Sra. Candelaria, 75 años, campesina, San Marcos Tlacoyalco, mayo, 2009.
[4] Entrevista, Sr. Martín, 63 años, campesino, San Marcos Tlacoyalco, julio, 2003.
[5] Entrevista, Sr. Juan, campesino, 65 años, San Luis Temalacayuca, verano, 2010.
[6] Entrevista, Sr. Rafael Pérez, 60 años, rezandero, San Marcos Tlacoyalco, verano, 2005.
[7] Entrevista, Sra. Aurora Mora, 45 años, campesina, San Marcos Tlacoyalco, abril, 2013.
[8] Testimonio, Sr. Rafael, 60 años, rezandero, San Marcos Tlacoyalco, verano, 2005.
[9] En San Marcos Tlacoyalco, a la Santa Cruz se le nombra nuestro señor Dure dué. Las cruces bendecidas el 3 de mayo se colocan en los árboles ubicados en los jagüeyes porque estos simbolizan la cruz, que al igual que el árbol que da soporte a la tierra, la cruz juega el mismo papel con los seres humanos y, además, los protege de las entidades malignas. En muchos pueblos indígenas mesoamericanos suele asociarse a la cruz con el árbol sagrado, que no sólo representa el Axis mundi, sino la fuerza, la fertilidad, la abundancia. El árbol suele representar las cuatro columnas que sostienen las esquinas del mundo y el centro; en muchas ocasiones se siembra cerca de las lagunas, manantiales y cerros. La cruz también suele representar el cosmos con sus cuatro orientaciones cardinales y el centro (Barabas, 2003b).
[10] Entrevista, Sra. Catalina, miembro del sistema de cargos, San Marcos Tlacoyalco, verano, 2006.
[11] Testimonio, Sra. Josefina, ama de casa y campesina, 54 años, San Marcos Tlacoyalco, verano, 2010.
[12] Entrevista, Sr. Panchito, mayordomo, 59 años, San Marcos Tlacoyalco, abril, 2008.
[13] Entrevista, Sr. Macario, curandero, San Marcos Tlacoyalco, verano, 2008.
[14] En las comunidades indígenas se suelen identificar Dueños buenos y malos. Los primeros son los que otorgan agua o maíz para beneficio colectivo; los segundos conceden riquezas como oro y dinero a nivel individual por medio de un pacto, y son relacionados con el Diablo. El proceso de reelaboración simbólica, donde a los Dueños de los cerros se les adjudicaron concepciones negativas, desacreditadoras y demoníacas inició durante la evangelización española en el siglo XVI, al introducirse nociones duales del bien y del mal entre los entes y deidades prehispánicas. Con ello dio inicio el proceso de demonización de las divinidades mesoamericanas, las cuales fueron consideradas por el catolicismo como las malas (Báez-Jorge, 2002).
[15] Entrevista, Sr. Tiburcio, campesino, 56 años, San Juan Atzingo, otoño, 2009.
[16] Entrevista, Sra. Juana, campesina, 60 años, San Luis Temalacayuca, otoño, 2009.
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