Entre la tribu y el Estado. Liderazgos en las reducciones mocovíes del norte santafesino en la segunda mitad del siglo XIX,  de Aldo Gastón Green,

 Revista TEFROS, Vol. 20, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2022:106-134.

 En línea: julio de 2022. ISSN 1669-726X

 

Cita recomendada:

Green, A., Entre la tribu y el Estado. Liderazgos en las reducciones mocovíes del norte santafesino en la segunda mitad del siglo XIX, Revista TEFROS, Vol. 20, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2022:106-134.

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Entre la tribu y el Estado. Liderazgos en las reducciones mocovíes del norte santafesino en la segunda mitad del siglo XIX

 

Between the Tribe and the State: Leaderships at Mocoví reductions in Northern Santa Fe during the second half of the 19th century

 

Entre a tribo e o Estado. As lideranças das reduções Mocovi no norte da província de Santa Fé, na segunda metade do século XIX

 

                                                                                                       Aldo Gastón Green

                                                                               Facultad de Humanidades y Ciencias

                                                                                 Universidad Nacional del Litoral, Argentina

 

Fecha de presentación: 12 de agosto de 2021

Fecha de aceptación: 28 de junio de 2022

 

RESUMEN

Durante la segunda mitad del siglo XIX, fue muy frecuente la movilización de lanceros provenientes de las reducciones mocovíes establecidas en la frontera norte santafesina en calidad de aliados y auxiliares de las fuerzas del Estado. Desde este, se intentó militarizar a esa población reducida, imponiéndole una organización jerárquica, con una unificada cadena de mando efectivo. En ese contexto se buscó cooptar a los caciques nativos y transformarlos en oficiales, con sus rangos, uniformes y sueldos correspondientes. En este trabajo nos interrogamos sobre el efectivo funcionamiento de esos contingentes indígenas. Analizamos particularmente la relación de los “militares” mocovíes con el Estado y con su propia gente. Más allá de la terminología castrense utilizada en los documentos producidos por la sociedad criolla, advertimos la pervivencia de la organización tribal y de las características tradicionales del liderazgo mocoví. El seguimiento de algunos casos particulares nos permite observar la precariedad y ambigüedad propia de las nuevas posiciones ocupadas por esos líderes.

Palabras clave: frontera; relaciones interétnicas; liderazgo indígena; militarización; mocovíes.

 

 

ABSTRACT

During the second half of the 19th century, lance-throwing Mocovíes from reductions on the northern frontier of Santa Fe used to mobilize as allies and armed support for the State. The authorities attempted to militarise this shrunken population by enforcing a hierarchical order and a unified chain of effective command. Thus, they coerced caciques (chiefs) into becoming commanders and assigned them ranks, uniforms, and pay. In this study, we ask how efficient the native corps were, and we focus on the relationships between these “officers,” faced with their people, and the State. Besides the military terminology applied to the manuscripts by Criollos, we notice that the Mocoví tribal organisation and their leadership traditional features have endured. While monitoring a few cases, the new positions showed us they were ambiguously unstable.

Keywords: frontier; interethnic relationships; indigenous leadership; militarisation; mocoví.

 

RESUMO

Durante a segunda metade do século XIX, era muito frequente serem deslocados lanceiros – na qualidade de aliados e servidores das forças do Estado – oriundos das reduções Mocovi, estabelecidas na fronteira norte de Santa Fé. A tentativa do Estado era de militarizar essa população, impondo-lhe uma organização hierárquica com uma unificada cadeia de comando. Nesse contexto, era preciso cooptar caciques nativos e transformá-los em oficiais do exército com grau militar, fardamento e pagamentos correspondentes. Neste artigo, colocamos a questão sobre o efetivo funcionamento daqueles contingentes indígenas. Particularmente, analisamos as interações entre os militares Mocovi e o Estado e com os próprios nativos. Além da terminologia castrense utilizada nos documentos produzidos pela sociedade criolla, nós observamos a permanência da organização tribal e das características tradicionais da liderança Mocovi. O estudo de alguns casos especiais permite-nos observar a precariedade e a ambiguidade dos novos postos adquiridos por aqueles líderes nativos.

Palavras-chave: fronteira; relações interétnicas; liderança indígena; militarização; mocoví.

 

INTRODUCCIÓN

     En la documentación decimonónica relativa a la frontera norte santafesina se encuentran abundantes referencias a compañías militares integradas por mocovíes de las reducciones y encabezadas por oficiales nativos de diversa graduación, que recibían sueldos del Estado y se encontraban aparentemente bajo sus órdenes.

     En este trabajo nos interrogamos sobre la organización de esas fuerzas y las características de sus liderazgos durante la segunda mitad del siglo. Analizamos especialmente la relación de los “militares” mocovíes con el Estado y con su propia gente. Examinamos, para ello, una extensa y variada documentación, compuesta por relatos de religiosos y viajeros que recorrieron la frontera en esa época, y por cartas, informes y partes de funcionarios civiles y militares. La producción de la misma, a través de los códigos y categorías propias de la sociedad estatal, nos alerta sobre la necesidad de una indagación cuidadosa en busca de las prácticas efectivamente desplegadas por los indígenas, tanto como de la propia perspectiva de ese “otro” cultural cuando fuera posible.

     Sobre las diversas problemáticas vinculadas a los ámbitos fronterizos, pensados como espacios de interacción fluida y compleja entre indígenas y criollos (Nacuzzi, Lucaioli y Nesis, 2008; Nacuzzi, 2014), existen numerosos abordajes cuya mención excedería los objetivos del presente. En Argentina, las relaciones entre los “indios amigos” y la sociedad estatal, particularmente lo atinente a la colaboración militar y al papel de los caciques, han sido ampliamente investigadas para el ámbito pampeano (Bechis, 1998; Tamagnini, Pérez Zavala y Olmedo, 2010; Ratto, 2011; de Jong, 2011; Gambetti, 2014; entre otros) y en menor medida para el chaqueño (Fradkin y Ratto, 2012; Ratto, 2013; Rosan, 2014, 2016; Mora, 2019; Green, 2005, 2011); con estudios comparativos para el siglo XVIII (Nacuzzi, et al., 2008; Nacuzzi, 2011) y el siglo XIX (Ratto, 2011). 

     Entre los trabajos referidos a los pueblos chaqueños, contamos con algunos dedicados específicamente a los mocovíes para el siglo XVIII (Nesis, 2005, 2008; Font, 2006; Perusset y Rosso, 2009; Citro, 2006a, 2006b; Scala, 2019), para el siglo XIX (Citro, 2006a, 2006b, 2006c, 2008; Rosan, 2014, 2016; Green, 2011), o para una más larga duración (Citro, 2006a; López, 2009) cuya consulta resultó indispensable.

     En primer lugar, nos aproximamos aquí a la problemática de la organización sociopolítica y de las bases y atributos del liderazgo entre los mocovíes. Percibimos, a partir de la documentación analizada y de la bibliografía especializada, elementos de continuidad en estos aspectos entre los siglos XVIII y XIX. Luego observamos la situación de los grupos asentados en reducciones y “aliados” de la sociedad criolla en la segunda mitad del siglo XIX. Advertimos el propósito estatal de militarizar a esas poblaciones, en el sentido de imponerles una organización jerárquica, con una unificada cadena de mando efectivo.

     Problematizamos el funcionamiento de esas tropas como auténticos regimientos militares y de sus jefes como verdaderos oficiales empleados al servicio del Estado. La idea de la simple subordinación de los mocovíes reducidos a la autoridad estatal ya ha sido cuestionada por Rosan (2016). Por otro lado, confrontando la clasificación binaria de montaraces/reducidos o amigos/enemigos utilizada en los documentos, con las prácticas de alternancia de negociación y confrontación implementadas por los indígenas, Mora ha mostrado la facilidad con que algunos atravesaban ese ordenamiento propio del discurso estatal (Mora, 2019). Aquí sostenemos que, tras la estructura militar, que en la documentación se atribuye a las fuerzas de las reducciones, pervive la organización tribal con las características propias de sus liderazgos.

 

LOS MOCOVÍES DEL CHACO MERIDIONAL A MEDIADOS DEL SIGLO XIX

 

Bandas y tribus

     El término mocoví designa a un pueblo indígena de la región chaqueña perteneciente a la familia lingüística guaycurú (Fabre, 2006) cuyo autónimo es moqoit. Los orígenes del proceso de etnogénesis del mismo exceden el objetivo de este trabajo y quizás debieran buscarse en la época precolombina, ya que el registro más temprano del gentilicio aparece en un documento de 1595 vinculado a la ciudad de Concepción del Bermejo (Maeder, 1985) donde se produjeron los primeros contactos con los europeos. En este se consignan las grafías mohoy y mogoyes, cuya pronunciación en castellano las acerca al sonido nativo. Ubicados entre el alto Bermejo y el Salado en esa época, migraron hacia el Este-Sudeste en el siglo XVIII (Rosan, 2016).

     Aunque reconocían entre ellos diversas parcialidades, se percibe un sentido de pertenencia a la entidad mayor englobante. Al informar sobre los mocovíes ante la expedición de Peredo en 1672, uno de sus caciques dijo: “que sus parcialidades con la de los Palomas eran ocho” (Cabrera, 1910, p. 24). Aludía así a secciones con ciertas particularidades culturales, pero comprendidas dentro del gentilicio abarcador. Divisiones de este tipo fueron observadas aun en el siglo XX, aunque sus rótulos iban quedando en desuso. Mientras en el sur de la actual provincia de Chaco se distinguía a los xonaxaic “nadadores” (López, 2009; Buckwalter, 1995) y gongayk “pecaríes” (López, op. cit.) –estos últimos ya registrados por Paucke en el siglo XVIII (Paucke, 1942-44)–, en el actual territorio santafesino, a mediados del siglo XIX, el misionero Tavolini consignaba a partir de sus informantes indígenas a los ischipileek “espineros” y noenagacec “montaraces” (Tavolini, 1893). No’ueenaxa, sin embargo, refiere a las zonas herbosas, diferenciándolas de las áreas de monte (López, op. cit.), y Terán anota en sus cuadernos de campo que los noenagacec eran “mocoví del llano”; mientras a los gongayk les gustaba andar en el monte, a ellos “les gusta andar en la limpiada” (Terán, s/f). Si bien la población de las reducciones formadas en los siglos XVIII y XIX fue bastante inestable, la permanencia prolongada de un sector en ellas pudo dar lugar a su identificación como xoÿaxaic “mansos” (Buckwalter, op. cit.) por los demás mocovíes.

     En todos los casos mencionados se trataba de categorías de adscripción, que referían a secciones territorializadas, con particularidades culturales y dialectales, según surge de diversos autores (Hutchinson, 1865; Terán, s/f; López, op. cit.) e informes personales de hablantes mocovíes. En general no constituían unidades políticas, aunque como veremos podían representar alguna influencia en la política mocoví. Las denominaciones y los contornos sociales y territoriales de estas divisiones fueron cambiando a través de los mecanismos de fisión-fusión, y de las migraciones e interacciones resultantes del contacto con los hispano-criollos, entre los siglos XVI y XX. No obstante su carácter dinámico, algunas como la de los gongayk pudieron alcanzar cierta estabilidad (siglos XVIII-XX).

     Aun considerando los matices que respecto de la organización social de los mocovíes pudieran advertirse en esa larga temporalidad (Rosan, 2016), siguiendo a diversos autores señalaremos a la “banda” como la unidad sociopolítica básica (Citro, 2006a, 2006c; Rosan, 2016; López, op. cit.) que se mantuvo durante el extenso periodo.

     Se trataba de grupos exogámicos (Citro, 2006a, 2006c), conformados por familias generalmente emparentadas entre sí (Perusset y Rosso, 2009; Rosan, 2016; López, op. cit.) que cohabitaban en una “toldería”, con residencia frecuentemente matrilocal (Citro, 2006a; Rosan, 2016) y adherían a algún tipo de liderazgo. Las unidades familiares que las integraban, a su vez, tenían la posibilidad de desplazarse entre distintas agrupaciones (Nesis, 2005). Se ha calculado que estas sumaban entre 6 y 8 familias, de 9 miembros o más reducidas (ibid.), o entre 10 y 70 personas según las circunstancias (López, op. cit.). En diversos documentos de los siglos XVIII y XIX pueden hallarse cifras referidas a bastantes casos concretos que, aunque variables, se corresponden con las estimadas normalmente para la llamada “banda mínima” de cazadores recolectores (Mann, 1984, p. 71).

     Las bandas eran autónomas, pero varias de ellas vinculadas por el parentesco podían constituir alianzas más o menos estables, reuniéndose incluso en ciertos periodos del año (Nesis, 2005; Citro, 2006a, 2008; Perusset y Rosso, 2009; López, op. cit.) y compartiendo tolderías o asentamientos de mayor tamaño. Las unidades sociopolíticas mayores así resultantes, o tribus (Citro, 2006a, 2006b, 2006c) contaban con un cacique principal, que no era otro que el más influyente de los respectivos cabecillas de los grupos aliados.

     Debido a que el termino tribu ha sido utilizado con múltiples y diversos significados, creemos conveniente consignar algunos datos sobre la estructura y tamaño de las unidades, que así denominaremos, entre los mocovíes.

     En un padrón de 293 habitantes de la reducción de San Javier realizado a 6 años (1749) de su fundación, solo figuran como caciques principales, en igual posición, Aletin y Chitalin (Minniti Morgan, 2016). Cada uno de ellos lideraba una alianza de bandas encabezadas por sus propios caciques, como puede verse en el caso del segundo, registrado tiempo después por el jesuita Paucke: Chitalin, seguido por tres familias; Etepeglotin, por 8; Quebachin, por 9; Tomas Capiacain, por 8; Nitiacaiquin, por 6; y Etemgaiquin, por 5 familias (Paucke, op. cit.). Este modelo se encuentra a veces oculto en testimonios del siglo XIX, donde se hace referencia a agrupaciones mocovíes mencionándose a un cacique principal, seguido de un número variable de caciques o “capitanejos”. En la segunda mitad de ese siglo, el franciscano Caloni decía que “Cada toldería tiene un cacique, el cual á su vez debe estar sujeto al cacique principal de la tribu” (Caloni, 1884, p. 82). Otro misionero, Constancio Ferrero, agregaba que: “la toldería del cacique principal no es siempre la que cuenta con mayor numero de guerreros” (Beck Bernard, 1991, p. 81), como se ve en el caso de Chitalin un siglo antes.

     El número de bandas aliadas y por lo tanto el tamaño de la tribu resultaba variable. Aunque no tenemos sumas exactas, notamos el aumento de integrantes de la de Chitalin entre los empadronamientos citados, pudiendo estimarse entre 150 y 300 personas. La segunda cifra fue dada también para la tribu de Queyabiri censada por la expedición de Arias de 1780 (Arias, 1837). Si bien el registro de esta última presenta una estructura vertical, al confrontarlo con la de Chitalin podemos descubrir las bandas ocultas en el mismo. En ambos casos las cantidades se corresponden con las calculadas para la llamada “banda máxima” o “tribu” desde la antropología (Mann, op. cit., p. 72).

     Estos conjuntos de contornos cambiantes, como fluctuantes eran las alianzas de bandas emparentadas que los conformaban, constituían unidades sociopolíticas que se contraían o ensanchaban en torno a las 300 personas y que no coincidían en general con las unidades socioculturales y dialectales que llamamos parcialidades. Un parte de la década de 1870 comunicaba que el cacique Mariano Salteño había enviado un parlamento: “á entenderse con las dos tribus de indios Espineros, que moran en las costas del Paraná, al norte del Rey…” (citado en Rosan, 2016, p. 128). La utilización del término tribu en los documentos puede ser muy ambigua, pero entre los mocovíes que se autoreconocían como gongayk, López ha observado, por otro lado, la coexistencia de dos “unidades sociales”, en gran medida endogámicas (a diferencia de las bandas), que no coincidían con los “límites” de dicha división dialectal (López, op. cit., p. 166).

     Los grupos asociados que conformaban la tribu podían pertenecer, además, a parcialidades o incluso a etnias diferentes. En un informe de 1858, un cautivo afirmaba que: “lo há tenido el cacique Javier de los bonifacios, hijo de José María tuerto, que se haya en la reducion del Sauce” (AGPSF. A. de G. T 17, f. 87). Esta era habitada principalmente por abipones y podemos sospechar que al menos una de las bandas que integraban la alianza liderada por Bonifacio pudo haber tenido ese origen.

     Desde la sociedad criolla se solía denominar a las tribus, como en este caso “los bonifacios”, a partir del nombre de sus caciques principales, pero entre las etnias del Chaco también había designaciones particulares para estas unidades. Los nombres nativos no aludían necesariamente a caciques, sino a características particulares de los grupos, como el caso de los salcharonoyk (mocovíes de La Tigra en Chaco) registrados por Terán, que se consideraban vinculados al héroe mítico Salcharó (López, op. cit.).

     Pese a la existencia de un sentido de pertenencia a una entidad cultural y lingüísticamente contrastante, los distintos grupos mocovíes no actuaron a lo largo del siglo XIX de manera uniforme frente al Estado ni frente a otros pueblos indígenas vecinos. Eran las bandas las que definían de manera autónoma su política interna y externa.

 

Los liderazgos           

     En general, quienes abordaron el tema del liderazgo entre los mocovíes atendieron a la necesidad de estudiarlo en relación a los cambiantes contextos históricos y a los efectos que las relaciones con los hispanocriollos pudieron tener sobre sus bases y atributos (Nesis, 2005; Citro, 2008; Rosan, 2016; López, op. cit.; Scala, op. cit.). Se han identificado así variaciones vinculadas a diferentes etapas, en una larga duración que abarca desde el período precolombino hasta el siglo XX (López, op. cit.). No obstante, más allá de su incidencia relativa según las épocas, los rasgos centrales se mantuvieron (López, op. cit.; Nesis, 2005; Rosan, 2016; Citro, 2008) hasta que esos indígenas perdieron su independencia a fines del siglo XIX.

     Como entre otros pueblos guaycurúes (Herreros Cleret, 2016), el liderazgo podía ser heredado, por pertenencia a linajes de prestigio, siempre que se reunieran ciertas cualidades personales (Nesis, 2005; Rosan, 2013-14; López, op. cit.; Scala, op. cit.). A mediados del siglo XIX, Constancio Ferrero escribía que: “A veces ocurre que el hijo, sucesor del padre, no responde a las esperanzas cifradas en él entonces los indios lo destituyen y se ponen a las órdenes de otro que les parece más valiente, eligiéndolo por unanimidad” (Beck-Bernard, op. cit., p. 81).

     El coraje, precisamente, aparece como una de las virtudes exigidas en esa época, pero también antes (Citro, 2006a; Rosan, 2014; López, op. cit.). Los cabecillas debían además mostrar generosidad (Nesis, 2005; Citro, 2006a; Rosan, 2014; López, op. cit.), otro valor central en la cultura mocoví, donde el término “mezquino” era usado como insulto (Paucke, op. cit.). Una base importante para ejercer el liderazgo era por lo tanto la capacidad redistributiva (Nesis, 2005; Perusset y Rosso, op. cit.), desplegada sobre todo en la organización de las celebraciones colectivas (Citro, 2006b; López, op. cit.). Otras aptitudes requeridas, como elementos de larga duración, eran las habilidades oratorias (Nesis, 2005; Citro, 2006a; Rosan, 2014), y shamánicas (Citro, 2006a, 2008; López, op. cit.; Rosan, 2016). Según Rosan (2016), la tendencia a la matrilocalidad, aun en el siglo XIX, condicionaría en cierta medida la elección del cacique entre el grupo de yernos.

     En cualquier caso, era el consenso de las familias que componían la banda el que lo colocaba en esa posición y eran las bandas aliadas las que seleccionaban entre sus respectivos cabecillas a quien lideraría la tribu. Según Caloni, el cacique principal era “…casi siempre electo por la tribu entera, en ocasión de una reunión general y después de un hecho de armas gloriosamente consumado…” (Caloni, op. cit., p. 83). El cónsul ingles Hutchinson, que recorrió la frontera santafesina en la misma época, decía que: “Las tribus mocovíes del Chaco también tienen una especie de gobierno republicano en cuanto a la forma de elegir a su jefe principal en tiempos de guerra, y subjefes” (Hutchinson, op. cit., p. 326).

     La posición de liderazgo entre los mocovíes, al igual que entre otros guaycurúes (Herreros Cleret, op. cit.), no era vitalicia. Por el contrario, el prestigio del cacique y su capacidad de influir en la política del grupo estaban continuamente a prueba. Si no respondía a las expectativas de sus adherentes, éstos podían abandonarlo. No era raro que individuos o incluso unidades familiares pasaran de una banda a otra, pero el jefe también podía ser relegado dentro de su propio grupo.

     La carencia del poder de mando por parte de los cabecillas indígenas (Rosan, 2016; Herreros Cleret, op. cit.; Nesis, 2008; entre otros) fue advertida ya por los jesuitas en las reducciones del siglo XVIII (Galhegos, 2013). Aquellos podían desplegar gran influencia y capacidad de persuasión, pero no dar órdenes; “…la obediencia que los subalternos tributan a los superiores es puramente nominal si es en tiempos de paz…” escribía el misionero Caloni un siglo después. Debían velar por mantener la armonía en la toldería, pero no contaban para ello más que con su prestigio y palabra:

 

En efecto, si el cacique que gobierna la toldería quiere reprender a un súbdito por faltas cometidas, escucha este la reprensión con mucha atención; pero inmediatamente se manda mudar a otra toldería y se pone bajo la obediencia de otro cacique. (…) El único medio que adopta el cacique principal por tales faltas es privarse de tratar con ellos, mostrándose enojado por un tiempo mas o menos largo. (Caloni, op. cit., p. 83)

 

     El cacique principal de la tribu tampoco poseía un agregado de autoridad sobre los cabecillas de las bandas aliadas, que respondían a sus propios grupos. Hutchinson señala que: “cuando el jefe principal desea hacer la guerra, no puede solicitar la ayuda de sus jefes subordinados antes de que consulten y obtengan el consentimiento de los cuerpos de los que son capitanes.” (Hutchinson, op. cit., p. 326). El poder de decisión pertenecía al colectivo y se ejercía principalmente en asambleas (Rosan, 2016; Perusset y Rosso, op. cit.; Citro, 2008). La habilidad oratoria por lo tanto resultaba indispensable. No solo para el ejercicio de las funciones de mediadores y consejeros en una sociedad regida por el consenso (Perusset y Rosso, op. cit.; Nesis, 2005; López, op. cit.), sino también para representarla hacia afuera. Aunque en los documentos producidos por la sociedad criolla los que aparecen haciendo la guerra o acordando la paz son los caciques, estos en realidad no hacían otra cosa que expresar la política de sus grupos. En toda empresa importante, dice Caloni: “…es preciso el consentimiento de su aristocracia, es decir: de aquellos que han manifestado poseer mejores y buenos consejos en sus empresas…” (Caloni, op. cit., p. 83). Testimonios de los siglos XVIII y XIX evidencian también la participación de las mujeres, especialmente de las ancianas, en la toma de decisiones respecto de la política exterior (Paucke, op. cit.; Caloni, op. cit.). Los líderes representativos de los mocovíes, actuaban en realidad como mandatarios, con muy poco margen para la negociación.

     Se ha señalado, por otro lado, su facultad para la toma de decisiones en el marco de la guerra (Perusset y Rosso, op. cit.; López, op. cit.; Rosan, 2013-14; Herreros Cleret, op. cit.), lo que remite a la idea de Clastres, del poder considerable, incluso absoluto, de los jefes en esa situación (Clastres, 1996). Si bien Caloni sostiene que en el campo de batalla los obedecían de manera “ciega y absoluta” (Caloni, op. cit., p. 83) y Hutchinson, que: “El cacique principal puede demandar obediencia solo mientras están en guerra” (Hutchinson, op. cit., p. 326); el relato del cacique Pedro José sobre uno de los enfrentamientos que librara en su juventud (Alemán, 1997, p. 223) muestra que aun en medio de la campaña bélica había necesidad de discutir y consensuar las decisiones.

     El cuadro de la organización social y política de los mocovíes que, para mediados del siglo XIX pintan los religiosos Ferrero y Caloni y el viajero Hutchinson, es similar al que puede reconstruirse a partir de los relatos de otros misioneros, como Florián Paucke para el siglo anterior. Remitiendo ciertos términos comunes en esos escritos, como: “república”, “aristocracia”, “subalternos”, “superiores”, “súbditos”, etc., a los esquemas culturales de sus autores, sus descripciones nos acercan, a su vez, al modelo planteado por Clastres sobre la organización y el liderazgo en este tipo de sociedades (Clastres, op. cit.).

 

LOS MOCOVÍES EN LAS REDUCCIONES

     Durante la segunda mitad del siglo XVIII los mocovíes se fueron instalando en reducciones con la presencia de religiosos; tres de ellas: San Javier, San Pedro y Jesús Nazareno de Inspin, en la frontera norte santafesina. Estas poblaciones resultaron de la implementación de estrategias alternativas a la confrontación por parte tanto de la sociedad hispano criolla, como de los indígenas (Scala, op. cit.). En ellas, los últimos se aprovisionaban de bienes occidentales (Nesis, 2008; Fradkin y Ratto, op. cit., Scala, op. cit.), continuando al mismo tiempo con sus prácticas sociales tradicionales (Suarez, 2004) y sus actividades de caza y recolección (Scala, op. cit.). Algunos siguieron, incluso, realizando ataques sobre otras jurisdicciones (Font, op. cit.; Fradkin y Ratto, op. cit.; Scala, op. cit.).

     Tras la revolución de 1810, la relativa paz alcanzada en la frontera santafesina también se vio interrumpida. Mientras las reducciones de Jesús Nazareno y San Pedro fueron abandonadas como reacción por el accionar del capitán López, delegado por la Junta revolucionaria, quien había asesinado a unos indígenas (Alemán, 1994), la de San Javier perdió parte de su población. Durante la década de 1830 algunos grupos se reasentaron en San Pedro, mientras San Javier fue trasladada al sitio de Santa Rosa de Calchines.

     En la segunda mitad del siglo XIX, el viejo objetivo de ocupar el territorio indígena recibió un nuevo y definitivo impulso con la consolidación de un Estado central, que contó con medios cada vez más eficaces para sostener la política de expansión territorial ligada a las posibilidades que ofrecía la vinculación de Argentina con el mercado internacional.

     Como una forma de eludir a las expediciones militares que avanzaban sobre el Chaco, los mocovíes fueron originando nuevas reducciones o agregándose a las ya existentes, tras negociaciones y tratados. En estas podían contar, además, con las raciones del Estado y rehacer sus fuerzas, conservando cierta autonomía. Aunque constituían asentamientos de población más densos y estables que las tolderías, se mantuvo en ellas la organización tribal. En una reducción, podían convivir no sólo diversas bandas, sino también miembros de distintas tribus, como lo indica a veces la presencia de más de un cacique principal. Esto dificultó su control por parte del Estado que tenía que tratar con diversidad de grupos que no respondían a una autoridad común. La permanencia de la frontera, por otro lado, brindaba la posibilidad, a los reducidos, de retornar al norte si consideraban que las condiciones de vida en la misión empeoraban.

     Las medidas tomadas desde el Estado para disciplinar a los habitantes de las reducciones del norte santafesino en la segunda mitad del siglo XIX han sido vinculadas al interés de incorporarlos a un mercado de trabajo rural, cuyas demandas crecían al compás de la articulación con Europa (Bonaudo y Sonsogni, 2000). Sin embargo, aunque en la zona de la costa del Paraná se recurrió ocasionalmente a su fuerza de trabajo, su establecimiento en la frontera fue tolerado con dificultad por estancieros y colonos que reclamaban constantemente su remoción, interesados sobre todo en las tierras que ocupaban (Green, 2018, 2020). Más que aumentar el número de brazos disponibles para el trabajo, el objetivo era vigilar y controlar a esos indígenas que mantenían cierta hostilidad, conservando su potencial bélico.

 

El intento de militarización

     Una de las políticas implementadas para retener a los mocovíes en sus asentamientos fue su racionamiento, aunque de manera irregular, como se aprecia en numerosos documentos de Contaduría de la provincia de Santa Fe. En la segunda mitad del siglo, por otro lado, los gobiernos centrales sumaron sus aportes para el mismo objetivo (Ratto, 2011).

     Al mismo tiempo se pretendió militarizar a los grupos reducidos. Los gobiernos buscaron su auxilio, tanto en las luchas civiles, como en contiendas interestatales y en las campañas en contra de otros indígenas. La movilización de los mocovíes como “indios de pelea” en esas acciones, sin embargo, más que una imposición del Estado, ante la necesidad de brazos para la guerra, fue resultado de sus propias orientaciones culturales. Ellos no fueron reclutados mediante la coerción por los gobiernos, que más bien intentaron, cuando les fue posible –ya desde la primera mitad del siglo XIX– aprovechar en su beneficio el ethos belicoso de esas fuerzas.

     Al señalar el intento de militarización no nos referimos al reclutamiento y movilización de los mocovíes para la guerra, sino a los esfuerzos del Estado por modificar su organización tradicional y disolver la urdiembre de solidaridades y lealtades horizontales que la caracterizaban. Se trató de imponer a esas fuerzas una organización de tipo militar que permitiera su control, transformando a la tribu en un cuerpo jerárquico fácilmente manejable, a los líderes representativos en oficiales con poder de mando y a los guerreros indígenas en subordinados soldados.

     Ya durante la primera mitad del siglo XIX aparecen con frecuencia entre los documentos oficiales, listas de revista de lanceros, confeccionadas por los gobiernos a los efectos de entregar las “gratificaciones” y organizadas a la manera de compañías militares, con su escala de mando unificado y efectivo. Las listas, que presentan una estructura muy diferente a la de la tribu, son encabezadas por oficiales indígenas con diversos grados jerárquicos, seguidos de sus soldados. Se trataba, sin embargo, de una fachada tras la cual seguían operando las bandas y las obligaciones del parentesco (Green, 2005, 2011).

     La paridad de fuerzas existente en la segunda mitad del siglo XIX y la persistencia de la organización tribal entre los mocovíes reducidos marcaban límites a los intentos de disciplinamiento y control estatal.

     En primer lugar, resultaba imposible la imposición de mandos externos a la sociedad indígena. Aun en las reducciones, los mocovíes se mantuvieron en gran medida fuera del alcance de cualquier autoridad civil o militar. Desde el Estado, por lo tanto, no se podía eludir a los influyentes nativos en su intento por controlarlos.

     En diciembre de 1864, José M. Avalos informó al gobierno sobre lo actuado tras su envío a la reducción de Calchines, a raíz de una disputa surgida entre mocovíes y criollos:

 

…hasta llegar á entrar en contienda á pedradas los vecinos con los indios hasta que el Teniente Patricio Fernandez con todos sus esfuerzos pudo apaciguar á los indios y hacerlos retirar á su toldería, saliendo tres vecinos heridos levemente de pedradas y uno con un pequeño tajo en la cara con un acha. (AGPSF. A. d G. T. 25, 1864, f. 1108)

 

     La impotencia del funcionario para resolver el conflicto aplicando simplemente la autoridad estatal se expresó en el sigilo de su accionar:

 

Creo Señor Ministro haber cumplido con un deber de justicia obrando del modo que he manifestado, atendiendo las circunstancias actuales de la naciente Villa de Santa Rosa, y creo que el S. S. y el Señor Gobdor se dignaran aprobar mi sigilosa conducta en un asunto de tanta transcendencia.

 

     Solo la colaboración de los cabecillas indígenas permitió detener la pelea y calmar los ánimos. A ello contribuyeron el “Teniente Coronel” Cipriano Valdez, cacique principal de Cayastá, el “Corregidor” José Rojas, cacique principal de Calchines, y otros “oficiales”:

 

…les habló largamente él Valdez, haciéndoles conocer el error que habian cometido y aconsejandoles la conducta que debian observar en lo susecivo para evitar se repitan sucesos tan desagradables como el que se lamentaba. En el mismo sentido les habló el Corregidor.

 

     Aunque se los menciona con sus rótulos militares, el accionar de estos jefes no fue el correspondiente a sus cargos. No sancionaron a quienes habían provocado las lesiones y se valieron solo del uso de la palabra para hacer cesar la pelea, convencer a los involucrados y apaciguarlos mediante consejos. El comisionado se encargó de recomendar especialmente al “Teniente” Patricio Fernández:

 

Seria una notable falta sino recomendase á la atencion del Exmo Gobno la muy noble conducta del Teniente de los lanceros Patricio Fernandez en el incidente habido y la buena disposicion en que se halla de ayudar siempre á las autoridades del Departamento; él es la garantia de los indios y de todos los habitantes de la Villa Santa Rosa…No hay uno solo que no tenga fuertes simpatías con el dho Teniente, sin mas recomendación que la de sus virtudes Civiles. (AGPSF. A. d G. T. 25, 1864, f. 1108-1109)

 

     Si la cooperación de los líderes nativos le resultaba indispensable, el Estado tampoco podía seleccionar a quienes ocuparían esas posiciones, como se reveló al poco tiempo tras la muerte del propio Cipriano Valdez, el 31 de mayo de 1865. Ante la noticia, el militar José Iturraspe escribió al “capitán” José Rojas:

                                                                                             

Tengo en consideración su apreciable nota, en q. me comunica q. a las 11 de la noche de haller 31 del ppdo ha muerto el Sor Comandte Dn Sipriano Baldes; y en su consecuencia; autoriso á V. pa q. lo haga reconoser al Capitan Francisco (2° q. ya lo era) como Jefe Interino de ese punto hasta q. acuerde yo con el Exmo Sor Gobernador el q. en propiedad deba nombrarse (…) Al becino D. Carmelo Aguiar lo he encargado pa q. lo sirba de escribano. (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1299)

 

     El 4 de junio, Placido Mendoza, enviado por Iturraspe, le notificó que la reducción estaba en orden: “con el nombramiento de interino al Capitan Franco” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1261). Un día antes, el gobierno había informado a Iturraspe que el nombramiento definitivo de “Comandante de la Colonia de Indigenas de Callasta” debía recaer en el “Sargento Mayor” Tomas Valdez, y aquel avisó que se ocuparía de hacerlo “reconocer bajo tal carácter y ponerlo en posesión del cargo” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1262).

     Todo aparentaba discurrir por los carriles utilizados normalmente para el remplazo de personal de un cuerpo del Estado. El gobierno decidió el nombramiento, lo comunicó a las autoridades militares, y con la intervención de oficiales criollos e indígenas y hasta de un escribano, se cumplieron las disposiciones. Pero el cargo de Comandante no podía ser para otro que no fuera el cacique principal de la tribu, y a este, como a los demás caciques, lo elegían los mocovíes. El 6 de junio, la autoridad civil de Santa Rosa de Calchines, comunicó al gobierno:

 

“…que en la tarde de ayer, han traido preso de Cayasta, á un Felix Sanchez (á) Peruano, yerno del difunto Coronel Dn Cipriano Valdes: por conatos de promover algún movimimto respecto á no querer reconocer al Capitan Franco, como Jefe de Cayastá, y colocar á Rufino Valdes, hermano del difunto Coronl Valdez.” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 533).

 

     Era el cacique José Rojas el que había llevado preso a Felix Sanches, a quien se refería como “el cristiano”, “pr que há aconsejado influido con los principales indijenas de Cayasta, pa qe no hasetasen al Capitan Francisco” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 532), pero el problema no se reducía al yerno del difunto cacique.

     El 8 de junio, Iturraspe informó sobre la llegada a Calchines, desde Cayastá, del “Capitán” Rojas y de Placido Mendoza:

 

Como les había escrito, qe con todo interés, recabasen de los Indigenas, el qe fuera mejor recibido pr Jefe, me dan cuenta, haber echo el mas prolijo estudio, y qe el qe en su opinión es el mas competente es Rufino Baldes, Ho del finado Comandte, que es el qe merese mas respeto, y tiene mas cimpatia; qe también es el qe mas tiene qe esto es una garantía; que allí se espera sea este nombrado, que este puede desempeñar las ordenes, pr qe este puede disponer de caballos llegado el caso; y qe Tomas Baldes, es muy pobre y también de poco animo; qe el Capitan F.co no es tan querido pr ser espinero, y q amas es muy pobre, no puede desempeñar ninguna comicion qe solo tiene el caballo en qe monta (…) Me dice el Capitan Rojas qe es presiso hacer el nombramiento pronto, pr q corre peligro se desparramen. (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1270)

 

     Para el gobierno aparecían tres candidatos al cargo de comandante: Rufino, Tomas y Francisco. Los tres ya poseían cargos militares y eran jefes de sus propias bandas, que si bien cohabitaban como aliadas en la reducción, lo hacían por separado. Esto puede observarse a partir de un suceso previo ocurrido cuando Cipriano Valdez aún vivía. El 5 de julio de 1857 figura en los libros de defunciones de Calchines el fallecimiento de Lorenzo Monzón, que ciertos indicios nos llevan a sospechar pertenecería a la gente de Tomas, “muerto de una puñalada recibida el dia tres de Julio en la Tolderia de Rufino Valdes” (L. Defunciones de Calchines. 1856-1889, pág. 15). El cura que escribe el acta identifica esta “toldería” en particular y, por lo tanto, separada de la gente de Cipriano, Tomas y Francisco.

     Este último fue postulado en primer lugar por las autoridades militares, siguiendo lógicamente una línea de sucesión imaginaria; quien era el 2° debía suceder al comandante, pero no había 2° en la estructura tribal. Por otro lado, aunque la documentación producida por la sociedad criolla no refleja en general las categorías indígenas y simplifica en la dicotomía montarás/reducido, en este caso puede observarse que la adscripción de Francisco a la parcialidad espinera, y tal vez la de todo su grupo, influyó en su rechazo como cacique general de Cayastá.

     Esto no contradice necesariamente lo señalado por Rosan (2016) a partir del caso de otro cacique Francisco, de origen cautivo. Cualquier individuo que reuniera cualidades valoradas por el grupo podía, en teoría, ser elegido como tal. El espinero Francisco, de hecho lo era de su propia banda y su liderazgo sobre la tribu no solo fue rechazado por su origen, sino también por ser considerado “muy pobre”.

     La capacidad redistributiva era, como se advierte, un requisito importante. Mientras la riqueza de Rufino se esgrimía como una de las razones por las cuales lo preferían los cayastaseros, su ausencia incidía también en el rechazo a Tomas. La elección del cacique principal estaba condicionada por la ausencia o presencia de un conjunto de aptitudes apreciadas tradicionalmente. Tomas era rechazado además por ser considerado de “poco animo”, es decir, coraje.

     El cacique José Rojas aconsejó hacer pronto el nombramiento, para que los indígenas no se “desparramen”. Pero la tribu no esperaba que el Estado le diera un comandante, sino que refrendara a su propio candidato. De hecho, aunque la designación fue realizada rápidamente, y la voluntad de imponerse sobre aquella hizo que se insistiera en el cacique Tomas para el cargo (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 509), los cayastaseros no lo reconocieron y, como veremos, comenzaron a desparramarse de cualquier manera.

 

Los oficiales mocovíes         

     El Estado no podía designar para las supuestas compañías militares indígenas, jefes que no fueran elegidos por las bandas y las tribus. Solo podía reconocer a aquellos que habían sido seleccionados mediante mecanismos tradicionales y otorgarles un lugar de privilegio en la estructura jerárquica que buscaba imponer. Al mismo tiempo intentaría cooptarlos a través de un trato preferencial, como evidencian los regalos y atenciones especiales destinadas a los caciques y capitanejos de los grupos reducidos que aparecen frecuentemente en los documentos de Contaduría.

     Se trató también de fortalecer, entre la oferta de caciques devenidos en oficiales, las posiciones de aquellos que se mostraran más leales a sus propósitos. Al ser reconocidos como interlocutores privilegiados en su papel de “funcionarios”, estos “oficiales” veían ampliadas sus posibilidades de canalizar las demandas de los indígenas, administrar información útil para sus grupos y redistribuir los productos del racionamiento.

     Pero, ¿en qué medida los grados y uniformes correspondientes, que conllevaban una responsabilidad ante el Estado, dotaban a los caciques de un efectivo poder de mando sobre los suyos? Su buen desempeño en los asuntos externos de los grupos, favorecido por el reconocimiento estatal, podía aumentar su influencia y hacerlos ganar adherentes, pero, ¿podía conferirles la capacidad para dar órdenes, cuando las bandas no esperaban otra cosa de sus líderes?

     Al ocuparse del papel de los “indios amigos” en el sur bonaerense durante la misma época, de Jong (2011) señala la necesidad de estudiar las formas de articulación entre una lógica política basada en el consenso, propia de las sociedades indígenas, y el poder coercitivo del Estado, en un contexto similar de paridad de fuerzas que impedía al último simplemente imponerse.

     La contradicción entre ambas lógicas se expresaba cotidianamente en la posición de los oficiales mocovíes del norte santafesino. En la sociedad indígena, los caciques no mandaban, característica que no se correspondía con sus nuevos rangos en una estructura estatal. Observamos así su impotencia para ejercer sus funciones militares. Ya mencionamos los “esfuerzos” que costó al “Teniente” Patricio Fernández calmar a los calchineros tras un enfrentamiento con los criollos.

      El 8 de junio de 1865, el Tte. Juez de Calchines advirtió que: “el 5 se han retirado para Cayasta varias familias de los Indijenas entre ellas la del Tente Patricio Fernandes” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 529).

     La alarma había comenzado unos días antes, cuando José Iturraspe puso en prisión a Domingo y Valerio Sisterna mediante una trampa, aunque él mismo la minimizó ante el gobierno:

 

Es tan completamte falsa la tal alarma q. nadies sabe en aquella, como han sido remitidos, la creencia es q. han benido de escolta (…) En cuanto á remitir hombres engañados, escuso decir mas de lo q. informo en mi nota. Y en cuanto al modo de remitirlos, he creido deberlo hacer del modo mas conveniente; teniendo presente las armas con q. cuento. (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1301)

 

     Sin embargo, la noticia de la prisión había llegado a Calchines y algunas familias comenzaron a marcharse a Cayastá (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 529). Domingo Sisterna era uno de los caciques, pero el incidente no solo alarmó a su banda, “las familias de los Cisternas”, sino también al grupo de Patricio Fernández.

     Aunque el Juez de Calchines había intentado tranquilizar a Fernández y a otros jefes, llevándoles seguridad de parte del gobierno: “les hice presente el pensamto de V. E. como también lo hice saber á las familias de los Cisternas y mas interesados” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 529), el grupo del primero se marchó, arrastrando consigo a quien fuera recomendado, poco tiempo antes, por sus “virtudes Civiles”. En definitiva, el propio Iturraspe pidió al gobierno la libertad de los indígenas que había apresado engañados, aconsejado por el cacique principal de los calchineros, José Rojas (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1270).

     Los oficiales mocovíes no podían decidir por sus grupos y el Estado tampoco estaba en posición de respaldarlos en el uso de la coerción. En un trabajo sobre la reducción abipona del Sauce señalábamos que sus jefes contaban con esa posibilidad en el último tercio del siglo, con apoyo externo, y favorecida además por el escaso número de estos indígenas y su dispersión en diversos fortines (Green, 2005). Rosan (2013-14) observa que esto no se verifica en el caso de la reducción de Colonia Dolores que analiza, donde la posición del cacique no debía nada al apoyo estatal. Consideramos que tampoco sucedía en las otras reducciones mocovíes, donde la organización tribal se mostró más resistente. El Estado no solo tuvo que aceptar a los líderes elegidos por los indígenas –esto también entre los abipones– sino que, a diferencia de éstos, no logró proporcionarles herramientas eficaces para fortalecer sus posiciones y dotarlos de un poder real.

     En septiembre de 1867, seis calchineros mataron a tres obrajeros en la boca del arroyo Tragadero frente a Corrientes y, apoderándose de su embarcación, descendieron por el Paraná (AGPSF. A. de G. T 30, 1867, f. 541). El aparato estatal se puso inmediatamente en movimiento para su búsqueda y la comunicación circuló efectivamente a lo largo de la cadena jerárquica civil y militar. El capitán del puerto de Corrientes avisó a su homólogo de Santa Fe y éste al Ministro General de Gobierno, que notificó al juez de paz de Santa Rosa de Calchines. El 9 de octubre, finalmente, el comandante militar de San Javier, Antonino Alzugaray, confirmó a este último que los indígenas se encontraban en ese lugar y estaban identificados (AGPSF. A. de G. T 31, 1867, f. 441).

     A partir de ese momento se pusieron de manifiesto las dificultades de las autoridades para capturarlos; el juez de paz de Santa Rosa, al comunicar al Ministro Secretario Gral. de Gobierno los resultados de sus diligencias, le dijo:

 

Me tomo la confianza de prevenir al Sor Ministro que pa tomar á los asesínos esde necesidad tomar medidas muy preventivas: al mandar una partida de ocho ó dies hombres, será esponerlos á estos y a los del canton de aquel punto quizá sin resultado alguno. es de suponer que aquellos malvados hallen apoyo en muchos otros y que antes de entregarlos pelearán, o cuando menos le darán escape; esto motivará quizá un alzamiento en gran numero de ellos. (AGPSF. A. de G. T 31, 1867, f. 439)

 

     La cautela para el uso de la fuerza policial no respondía, únicamente, a la falta de elementos o de personal. La persistencia de las lealtades tribales también señalaba los límites que tenía el Estado en esa época para afirmar su jurisdicción en esos territorios fronterizos. No era deseable enfrentar un posible alzamiento general allí, en momentos en que se sostenía una guerra contra otro Estado.

      En San Javier, había un “comandante” mocoví: Ventura Sisterna o Cisterna, pero las dificultades para cumplir con su rol se perciben en la imposibilidad de que fuera él mismo quien prendiera a los buscados, que estaban refugiados entre “sus soldados”. Esto ni siquiera fue contemplado como alternativa en las notas intercambiadas por los funcionarios públicos.

      La reunión de una importante fuerza en combinación con los colonos, como proponía el juez de Santa Rosa, tampoco resultó conveniente y el jefe de la frontera, Matías Olmedo, que había sido llamado a cooperar en la captura de los calchineros, optó finalmente por tenderles una trampa ya que según señalaba:

 

…este asunto entre aquella clase de gente es delicado, tanto por ser fronterizos como por estar rodeados, de dos colonias extranjeras, y á mas los Indios por condicion son noveleros, y al tomar la medida de prenderlos en San Javr podía traer un conflicto que creo se debe evitar en las circunstancias. (AGPSF, A. de G. T 30, 1867, f. 480)

 

      Olmedo planeó convocar a los indígenas al cantón de Cayastacito con la excusa de entregarles uniformes y apresar a los acusados en ese momento. Para esto, la colaboración del comandante Sisterna, quizá el único que podía avisarles que fueran a buscar vestuario sin despertar sospechas, era imprescindible.

      Sin embargo, las autoridades muestran su recelo también hacia este oficial ya durante la investigación: “… hice llamar al comte de los Indígenas D. Ventura Sisterna y con el mayor disimulo le pregunte pr los individuos q trajeron la chata y me contestó que estaban en este punto…” escribía Antonino Alzugaray (AGPSF, A. de G. T 31, 1867, f. 441).

     Puede resultar extraño ese disimulo si se considera a Sisterna como alguien que se hallaba desempeñando un cargo para el que había sido nombrado por el Estado y por el cual recibía un sueldo. Pero esa posición se debía en realidad a la adhesión que gozaba entre los suyos.  El “comandante” se puso finalmente de acuerdo con Alzugaray y Olmedo, pero su cooperación con el gobierno también debió ser encubierta. Si los culpados eran apresados en Cayastacito cuando iban con el resto a buscar ropa, podía aparentar no haber estado al tanto del asunto. Si su colaboración, en cambio, quedaba en evidencia, tal vez se jugara más que su prestigio ante la tribu.

     Las quejas de los militares criollos sobre lo que consideraban falta de cooperación, negligencia o acciones de encubrimiento por parte de los oficiales indígenas eran muy comunes. Al profundizar en el estudio sobre el cacique Mariano Salteño, de la reducción de Nuestra Señora de los Dolores, Rosan (2013-14) advirtió la desconfianza que le producía al general Obligado, señalando su accionar ambiguo y contradictorio a veces, que la llevó a cuestionar su rol como “funcionario de gobierno” (Rosan, 2016).

     Justamente, las ambigüedades y actitudes cambiantes de aquellos oficiales eran resultado de su propia posición de equilibrio precario entre las demandas del Estado, que les otorgaba el cargo, y las de la tribu, cuya adhesión lo justificaba. El disimulo y la discreción se tornaban estrategias necesarias para la supervivencia de estos jefes. Las consecuencias de inclinarse abiertamente hacia alguno de los dos polos, cuando los intereses eran inconciliables, pueden apreciarse en algunas trayectorias individuales.

 

Entre la tribu y el Estado

     Dentro de las posibilidades existentes, el Estado intentó reprimir a los grupos reducidos que se mostraban hostiles y especialmente a sus líderes e individuos más rebeldes. La finalización de la guerra del Paraguay y la progresiva pacificación interna permitió la consagración de los esfuerzos al ordenamiento de los territorios fronterizos y a la expansión territorial que culminó con la anexión de los territorios del Chaco. A partir de 1870, en que Manuel Obligado se hizo cargo de la comandancia general de la frontera norte de la República, las políticas coercitivas sobre los reducidos se fueron incrementando.

      En enero de 1871, dicho militar comunicó al gobernador de la provincia que había “depuesto” al “capitanejo Juan Gregorio Chavarria”, comandante de la reducción de San Javier, por desobedecer a su autoridad, y haber enviado, con su hijo Pablo, caballos del ejército a bandas enemigas (AGPSF. A. de G. T 35, 1870-1871, fs. 1843 y 1845).

     Cinco años antes, Perkins (1867), a quien el cacique acompañó en su expedición al Rey, lo describía como: “hombre formal, concentrado y taciturno, que inspiraba hace dos ó tres años muy poca confianza, está hoy completamente cambiado. Se ha casado en la Iglesia y manifiesta el mayor interés por la paz, tranquilidad y progreso de su gente.” Comparándolo con otro cacique que lo escoltaba, decía: “Villalba es mas fogoso é inteligente, pero no goza de la influencia de Juan Gregorio; pero en cambio aquel por ser muy español, no tiene simpatías con los montaraces, las que existen todavía arraigadas en el corazón de Juan Gregorio” (Perkins, 1867, pp. 57-58).

     No resultaba fácil destituir y mucho menos arrestar a un oficial que contara con la adhesión de los suyos, como se quejaba el propio Obligado, sin exponerse a motines y sublevaciones (Alemán, 1997). Sin embargo, Juan Gregorio fue apresado por el ejército junto a otros mocovíes acusados de matar a colonos extranjeros y criollos (AGPSF. A. de G. T 35, 1870-1871, f. 1845) y remitido al presidio de Martín García (AGPSF. A. de G. T 35, 1870-1871, fs. 1843-1844).

      El aparato coercitivo funcionaba aun defectuosamente y Juan Gregorio logró fugarse de la prisión. Se “otorgó” el cargo de comandante a Patricio Fernández, pero la banda de Chavarria se sublevó junto a su “depuesto” jefe, marchándose al norte, desde donde, en alianza con otras, realizó ataques sobre las colonias Eloisa, Galense y Alejandra.

     En 1872, también Ventura Sisterna se había alzado con su tribu y encabezó, junto a otros, un ataque sobre la recién fundada ciudad de Reconquista (ibid.). Años después, tras haber hecho nuevamente las paces con el gobierno, recibió un solar en esa localidad (Ruggeroni y Gallagher, 2006). Pero no eran los grupos los que seguían a sus caciques, y para esa época Sisterna parece haber tenido pocos adherentes, a juzgar por la distribución de los escasos indígenas en el plano de dicha población. Retornado a San Javier, donde figura como simple “caciquillo”, murió en 1889.

     La adhesión a la política del Estado podía llegar a desprestigiar a un jefe, convirtiéndolo en un cacique sin tribu y por lo tanto en un “Comandante” inútil. Como dijimos, en contra de la opinión de los cayastaseros, se había nombrado para este cargo a Tomas Valdez. Poco después, al realizar su expedición al Rey en 1866, Perkins lo describía como:

 

…el mejor Indio que hay en todo el trayecto que hemos recorrido. Valdez, en todo menos en nacimiento y físico, es un hombre blanco. Sobrio, valiente, trabajador, era el mejor de todos los que nos acompañaban (…) Entre los Indios de Cayastá no goza de muchas simpatías Valdez, porque reprime con rigor las faltas que aquellos cometen. Yo creo que los servicios de este hombre podrían ser mas útiles á la provincia dando mayores proporciones á la esfera de su acción como autoridad civil y militar. (Perkins, op. cit., p. 12)

 

     A fines de ese mismo año, el empresario de la colonización Teófilo Romang decía desde Helvecia, al gobernador de la provincia, que:

 

…cuando paso el Exmo Gobdor el Sor Oroño en la Colonia, abia ordenado a los indios de Cayasta qe se reunicen todos en un solo punto de colocación por donde es fincado su Jefe porqe quedava la familia del finado Valdes, como ciempre están en la orilla de la Colonia, y como hasta la presente no se an conformado con la orden qe abian recibido, por no estar en la bista de su Jefe, y agan lo qe se les antoja, y como traigo muchas sospechas, y algunas realidades, como qe tienen comunicacion con los montaraces y hasta auciliarlos con caballos, y mientras VS no toma una medida bastante riguroza, y dar a su Jefe qe es ombre de bien, una orden y fuese posible una partida, para poder hacerse respetar, y darles una marcha como es desobedesido, porque el ombre casi no tiene ningun de sus indios en el cual puede confiarse. (AGPSF. A de G. T 29, 1866, f. 1438)

 

     Se solicitaba entonces, reforzar la autoridad de Tomas con una partida armada, que solo podría estar formada por criollos, ya que no confiaba en su gente. Esto no resultaba posible en esa época y al poco tiempo, en marzo de 1867, presentó su renuncia al cargo de Comandante. La razón: “El referido Comandante es hombre de orden, y en Cayastá, no falta quien lo perturbe en su marcha, no pudiendo pr consiguiente cumplir con su deber…” (AGPSF. A. de G. T 31, 1867, f. 433). Los cayastaseros, especialmente los del grupo de Rufino Valdez, solían esconder en sus casas a montaraces, y cuando el Comandante intentó castigar a uno de ellos por un delito “…Rufino le fue a la carga donde lo lastimo…” (AGPSF. A. de G. T 29, 1866, f. 274).

     Tomas veía disminuir el poco predicamento que poseía entre los suyos y perdía posición frente a otros líderes, especialmente Rufino y Roque (hijo del fallecido Cipriano Valdez).

 

El Sor Gobernador propietario está bien posesionado de las marchas tan males de Roque y Rufino Baldez, este los quiere contener, y aquellos lo ultrajan, y aun Rufino hace algún tiempo, acometió contra su persona; toda esta opocición, es motivada á que él referido comandte quiere reprimir tantos avusos y picardias q. alli se cometen, y aquellos, los apoyan, contando pa. ello, con la protección de toda la Indiada. (AGPSF. A. de G. T 31, 1867, f. 433)

 

    La defensa de los intereses del Estado, como correspondía a su papel de militar, fue erosionando el prestigio y la capacidad de influencia dentro de su tribu y finalmente puso en riesgo su vida. Esto, a su vez, lo tornó incompetente como comandante, obligándolo a renunciar y a marcharse de Cayastá, mientras su puesto en esa reducción era ocupado por Rufino Valdez, denunciado por encubrir a montaraces.

     En la década de 1880, Tomas Valdez vivía con su familia en la colonia Malabrigo, poblada por inmigrantes europeos. Allí contrajo matrimonio en marzo de 1883, “Candelaria hija legitima de Tomas Valdez y Rita Lanneten Indios de Sn Javier y vecinos de Malabrigo” con Gregorio Gómez, santiagueño (Libro Primero de matrimonios de Reconquista, n° 261); y en junio de 1887, su hijo Anastasio Valdez “Con Da Anita Hugg Suisa alemana católica y vecina de la Referida Colonia, soltera de edad de diez y nueve años” (Libro Primero de matrimonios de Reconquista, n° 306).

     En 1875, Tomas había participado, ya sin su cargo militar, en la expedición que un grupo de colonos extranjeros liderados por Moore realizó a los montes (Alemán, 1997) en persecución, según decían, del ya mencionado Juan Gregorio Chavarria (Green, 2020).

 

ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES

     Durante la segunda mitad del siglo XIX el Estado implementó medidas tendientes a vigilar, controlar y desarticular definitivamente a los grupos mocovíes reducidos en la frontera norte santafesina, que no estaban sometidos totalmente y conservaban su belicosidad. Para ello trató de imponer una organización de tipo militar sobre esas fuerzas, que definían sus lealtades en base a la pertenencia a la banda y a las relaciones de parentesco, y respondían solo a liderazgos laxos. Se buscaba, así, romper las solidaridades y vínculos tradicionales, transformando a las tribus en auténticos regimientos con sus jerarquías y cadenas de mando correspondientes, y a los “indios de pelea” en individuos disciplinados que respondieran a una autoridad vertical.

      En su intento por “militarizar” la organización de los mocovíes reducidos, el Estado no pudo eludir a los influyentes y representantes nativos. Durante gran parte de la segunda mitad del siglo no pudo imponer, destituir o reemplazar simplemente a los oficiales de los escuadrones que buscaba conformar. Debía reconocer y cooptar a los caciques seleccionados por los indígenas a través de sus mecanismos tradicionales y convertirlos en “comandantes” y “oficiales” a su servicio. Pero eran los grupos los que definían su propia política, y más allá del otorgamiento de cargos militares, uniformes y sueldos, el Estado no pudo dotar a aquellos oficiales de un poder real, ni respaldarlos en el ejercicio de la coerción física. En parte por las limitaciones de sus propios medios, en parte por la posibilidad de resistencia indígena favorecida por la existencia de la propia frontera. En la práctica, los oficiales mocovíes continuaron siendo para sus tribus, meros influyentes y portavoces de los intereses colectivos. Mientras lograran conservar su influencia entre los suyos y el reconocimiento por parte del Estado, constituían un nexo útil. Pero su posición era precaria, como el equilibrio entre las demandas de ambas sociedades.

     Como militares tenían límites para impartir órdenes a los suyos; como caciques contaban con la desconfianza del Estado. La inestabilidad característica de sus posiciones, los obligaba a desplegar continuamente estrategias de supervivencia; el disimulo, la dilación de las acciones “ordenadas” por los gobiernos, las delaciones en secreto y las excusas, fueron puestas permanentemente en juego, con más o menos éxito, por los “militares” mocovíes.

     Cuando la contradicción entre los intereses de la tribu y los del Estado era tal que la toma de posición clara resultaba ineludible, los márgenes de acción se reducían dramáticamente. La adhesión irrestricta de los líderes a los intereses de sus grupos, en caso de hostilidad, especialmente a medida que avanzaba la segunda mitad del siglo y el Estado contaba con medios más eficaces para imponerse, podía terminar con su “carrera militar”. Mientras existió la frontera, podían retornar a los montes del norte en su rol de caciques (fortalecido). Muchos de los que encabezaron a los contingentes que resistieron las campañas de exterminio de fines del siglo, habían sido oficiales y comandantes de los regimientos de la frontera, como el mencionado Juan Gregorio Chavarria. Por el contrario, la defensa abierta de los intereses del Estado podía minar su prestigio, aislarlos y hacerles perder incluso el apoyo de sus propios grupos. La pérdida de la posición de cacique, en la medida en que el Estado no podía aun sostener a un oficial en contra de la opinión de la tribu, significaba también la del puesto de comandante.

 

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