Los palomares: una arquitectura olvidada por la arqueología de Buenos Aires, de Daniel Schávelzon,
Revista TEFROS, Vol. 20, N° 1, artículos originales, enero-junio 2022:43-58. En línea: enero de 2022. ISSN 1669-726X
Cita recomendada:
Schávelzon, D., Los palomares: una arquitectura olvidada por la arqueología de Buenos Aires,
Revista TEFROS, Vol. 20, N° 1, artículos originales, enero-junio 2022: 43-58.
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Los palomares: una arquitectura olvidada por la arqueología de Buenos Aires
Dovecotes: an Architecture Forgotten in Buenos Aires Archaeology
Os pombais: uma arquitetura esquecida pela arqueologia de Buenos Aires
Daniel Schávelzon
Centro de Arqueología Urbana,
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Fecha de presentación: 1 de agosto de 2021
Fecha de aceptación: 11 de diciembre de 2021
RESUMEN
Las palomas, según el consenso de la documentación histórica, fueron una fuente de alimentación habitual en Buenos Aires hasta entrado el siglo XX, pero su presencia en el registro arqueológico es casi nula, tanto de restos óseos de palomas como sus construcciones para la crianza. Aun los palomares son habituales (abandonados) en áreas rurales, desde estancias hasta chacras, e incluso en antiguas casas suburbanas. Algunos tienen enormes dimensiones, lo que significa que debieron de albergar miles de ellas en cada uno. Se escribió y se polemizó sobre si fomentar su cría o no desde inicios del siglo XIX, acerca de los daños que causaban y las virtudes que tenían, y hay recetas para cocinarlas. Conocemos por los textos las dimensiones y características de las construcciones hechas para ellas e incluso un primer palomar fue estudiado por la arqueología en la provincia de Buenos Aires, aunque no en la ciudad de Buenos Aires. La arqueozoología no ha identificado la presencia de palomas y palomares en porcentajes elevados tal como la historia documental pareciera mostrar, e incluso su supervivencia edilicia rural actual -aunque sin uso-, también recalca, menos aun en comparación con las aves de corral como las gallinas, pollos, patos y pavos que eran de crianza más compleja. Se trata de una ausencia intrigante la de los palomares, en la evidencia del registro arqueológico.
Palabras clave: palomas; palomares; arqueología histórica; Buenos Aires.
ABSTRACT
Pigeons, according to the consensus of historical documentation, were a common source of food in Buenos Aires until well into the twentieth century. However, their presence in the archaeological record is almost nil, both skeletal remains or their constructions for breeding. Even dovecotes are common in rural areas, from ranches to farms, and even in old suburban houses. Some have enormous dimensions, which means that each of them must have housed thousands of doves. Since the beginning of the nineteenth century, it was written and debated on the promotion of breeding, on the damage they caused and the virtues they had, and on plenty of recipes to cook them. We know from the texts the dimensions and characteristics of the constructions made for doves; even a dovecote has already been studied by archaeologists in the state of Buenos Aires. But archaeozoology has not identified the presence of pigeons in the high percentage the presence of these constructions would seem to indicate; not even in comparison with other birds such as chickens and turkeys that were of more complex breeding. This is an intriguing absence in the evidence from the archaeological record.
Keywords: pigeons; dovecotes; historic archaeology; Buenos Aires.
RESUMO
Os pombos, de acordo com o consenso da documentação histórica, foram uma fonte comum de alimento em Buenos Aires até meados do século 20, mas sua presença no registro arqueológico é quase nula; ambos os restos do esqueleto de pombos e suas construções para reprodução. Até mesmo pombais são comuns em áreas rurais, de fazendas a fazendas, e até em casas antigas de subúrbio. Alguns têm dimensões enormes, o que significa que devem ter alojado milhares deles em cada um. Foi escrito e debatido sobre a promoção ou não da criação desde o início do século XIX, sobre os danos que causaram e as virtudes que possuíam, e há receitas para cozinhá-las. Sabemos pelos textos as dimensões e características das construções feitas para eles e até mesmo um pombal já foi estudado pela arqueologia da província de Buenos Aires. Mas a arqueozoologia não identificou a presença de pombos nos altos percentuais como a presença dessas construções parece indicar, nem mesmo em comparação com outras aves, como galinhas e perus, de criação mais complexa. Esta é uma ausência intrigante nas evidências do registro arqueológico.
Palavras-chave: pombos; pombales; arqueologia histórica; Buenos Aires.
PRESENTACIÓN
Todos hemos oído hablar a nuestros abuelos de comer, por pobreza, polenta con pajarito. Quienes además han leído historia, desde la española a la de América Latina, sabe que los pájaros eran parte de la alimentación habitual. No sólo las aves de corral que aun lo son (patos, pavos, pollos, gallinas). También fueron comunes las aves de caza, en especial las perdices, codornices y martinetas, sino todo lo que hubiera disponible: “todo bicho que camina va a parar al asador” dice el refrán popular. Un joven y una honda con una piedra podían facilitar el pájaro diario para la comida; no es mucho volumen, pero es carne y proteínas animales
Sabemos por la historia documental (Silveira, 1999, 2005; Schávelzon, 2000) y por la propia observación en Buenos Aires y su entorno, de la múltiple existencia de palomares ya fuera de uso. Pese a eso la arqueología hasta ahora poco o nada ha logrado decir y al menos en la ciudad no se ha excavado, o al menos reportado la excavación de un palomar. Un primer trabajo arqueológico se ha hecho en el interior de uno de ellos en la provincia de Buenos Aires, en la localidad de Pergamino y esperamos sus resultados porque servirán de guía para futuros estudios (Caggiano, 1997, 2006). Por eso llama la atención la falta de reportes de restos de palomares, pese a que eran construcciones de cierta envergadura y que estuvieron integradas o conexas a las viviendas hasta el siglo XX, en especial a las de bajos recursos como se ha podido observar empíricamente, o asociados a las chacras y estancias. No eran estructuras simples como las de los gallineros, a veces hechos con un alambrado o que podían ser de tablas de madera lo que dejaría un registro lábil; los palomares tenían que ser de ladrillos, por lo que al menos tenían un tamaño mediano sino grande (ver Fig. 1). En recorridos rurales o semiurbanos no hemos visto ninguno que tenga menos de dos y medio metros de altura. Muchos de nosotros, de niños, vimos palomares en las terrazas de las casas en los barrios porteños y aun algunos quedan abandonados. Si bien son sólo un relicto, a veces asoman entre los techos.
Figura 1: Palomar en El Palmar, Entre Ríos, de estructura cilíndrica.
LA PALOMA EN LA ALIMENTACIÓN
Una de las aves favoritas en la historia de la alimentación ha sido la paloma (Columbia livia Livia), de la que hay documentos y construcciones en Europa al menos desde Grecia y Roma. La Enciclopedia que fue clave para la revolución del pensamiento del siglo XVIII, la Ilustración, traía instrucciones precisas sobre cómo construir grandes palomares y utilizarlos, transformando una sabiduría popular en un conocimiento académico (Diderot y D´Alambert 1751-56). Para el entorno de la ciudad de Buenos Aires hay palomares fechados documentalmente desde el siglo XVIII y existen referencias desde el siglo XVII, incluso se habla de ellas en las instrucciones traídas por los conquistadores (Caggiano, 2006). Por supuesto otras aves como el pollo, incluso la gallina o los pavos, son tan sabrosas como una paloma, pero tenían un precio que había que pagar y su cría es compleja, cara y lleva tiempo. La paloma era un alimento barato, de buen sabor, fácil de criar y de que se reproduzcan, y su tamaño era razonable para la ingesta de una persona ya que alcanzan el medio kilo cada una. Los pichones eran los favoritos en sabor y hasta tenían mayor precio. Al criarlas no había que llevarles alimento ya que lo encontraban solas, porque podían entrar y salir del palomar donde lo que tenían era refugio y comunidad, lo que para esa ave es muy importante (Blechman, 2007). Tenían la ventaja de que eran fáciles de trasladar por los ejércitos en movimiento. Obviamente no eran las palomas mensajeras –esas se cuidaban y entrenaban-, sino simplemente un alimento: ellas, sus pichones y los huevos. También había diferencia, posiblemente de sabor, entre las palomas y las torcazas, pero a simple vista hay solo diferencia de tamaño, pero el que lo destaquen y diferencien los documentos debe implicar algo y por cierto la variedad de especies es importante, aunque a veces poco diferenciables a la vista (Gibbs, Barnes y Cox, 2010).
Los pájaros de caza casual –entre ellos las palomas silvestres-, o las palomas criadas, eran habituales en la mesa diaria porteña y los preferidos de los viajeros europeos del siglo XIX que llegaban acostumbrados al consumo de aves desde su tierra natal. Hoy nos parece increíble que en los textos se mencionen pichones de lechuza o de palomas, huevos de tero, gorriones y toda clase de pájaros que ahora sólo son comestibles ante la necesidad. Hoy comemos en la ciudad solamente huevos de gallina y más raramente de codorniz, ya ni siquiera de pato; incluso hasta inicios del siglo XX llegaba alguno de ñandú, variaciones que son producto del cambio en el gusto y en el mercado ya que las decisiones sobre preferencias en la alimentación son una construcción cultural que fue cambiando con el tiempo (Schávelzon, op. cit.). Todas las aves, sean de criadero o de caza, en especial las de cierto tamaño como las palomas, torcazas, perdices o martinetas, son fáciles de criar y de capturar, se reproducen casi sin costo o sin grandes esfuerzos y es carne con buen sabor. Desde el invento de las armas de pólvora con cartuchos de perdigones y no sólo con balas, a mitad del siglo XIX, se facilitó la captura de toda clase de aves silvestres sin destruirlas en el impacto.
COMER PALOMAS, TORCAZAS Y TODA CLASE DE PÁJAROS
Quien recorra el campo en casi todo el país podrá aún ver construcciones, cúbicas o cilíndricas, que eran los palomares para criar palomas, a veces de a miles de ellas (ver Figs. 2 y 3). Uno de los primeros viajeros europeos a la ciudad de Buenos Aires escribió que “tienen toda clase de alimentos en abundancia (…) gallina, patos, gansos silvestres, perdices, pichones (…) y aves de caza de toda especie y tan baratas que pueden comprarse perdices a un penique cada una” (Acarette, 1867, p. 18). Con los años nada cambió y un ejemplo lo constituye la lista de gastos que dejó en 1796 Ramón de Castro, tesorero del obispo de Buenos Aires Manuel de Azanor y Ramírez, cuya lista incluía “pajaritos, pichones de paloma, palomitas y torcazas” (Silveira, 2005, p. 109). Durante los tiempos coloniales y hasta que cambiaron las costumbres de comer en los inicios del siglo XIX (Schávelzon, 2000), quienes podían pagar o las autoridades se daban los lujos gastronómicos y entre ellos se destacaban los grandes banquetes cuando asumían sus funciones. Al llegar el virrey Ceballos en 1777 la comilona duró cuatro días y costó la friolera de 12.000 pesos; entre lo comido, y por citar sólo las aves, hubo 81 pavos, 300 gallinas, 71 patos, 240 pollos, 160 pares de pichones de palomas y 6200 huevos (ibid., p. 57). En 1799 al arribar el nuevo virrey Olaguer y Feliú se sirvieron “dos pavos, diez pavitas, treinta y siete pares de pichones (preparados en escabeche, con vinagre, cebollas, también asados) y veintidós pollos guisados en una salsa de mostaza y azafrán de Castilla y diez y nueve gallinas hervidas” (Ducrot, 1998, pp. 17-18). Más tarde, en la República, Manuel Bibao habla para la ciudad de Buenos Aires de “empanadas y pasteles de fuente con carne o pichones” (1954, p. 124), y el cronista Lucio V. Mansilla contaba que se comía: “gallinas y pollos, patos caseros y silvestres, gansos, gallinetas y paras, perdices, chorlitos y becacinas, pichones de lechuza y de loro (¡bocado de cardenal!), huevos de gallina naturalmente y los finísimos de perdiz y teru teru” (Mansilla, 1955, p. 208); en 1812 a los Capitulares del Cabildo se les sirvió un desayuno-almuerzo que incluyó “dos fuentes de pichones con tomates y dos de pichones asados”, por supuesto eran pichones de paloma ya que era la forma habitual de citarlos (Schávelzon, op. cit., p. 59). Estos pocos documentos muestran que las aves, incluyendo los pichones de palomas y las de caza era parte de la dieta, aunque sean casos no habituales en lo cotidiano.
Figura 2: Gran estructura del palomar de la estancia La Postrera,
construido hacia 1822 y la puerta de acceso al interior.
Figura 3: Pared cilíndrica del palomar de La Postrera;
nótese que los nichos comienzan a cierta altura evitando el metro inferior.
El libro más conocido del siglo XIX con recetas de cocina, el de Juana Manuela Gorriti, trae varios ejemplos de su preparación e ingesta. No vale la pena citar las recetas para pollos, patos o gallinas, pero sí los “Anticuchos de tortolitas” en que cuecen las aves en caldo y se empanizan; los “Pichones a la delicieux” en que se los rellena con sus menudos picados y fritos, huevo, pan, almendras, pasas, manteca y aderezos, todo ello cocido a la sartén antes de poner el relleno, luego se cocinan al horno; los “Pichones a la nevada” en que se presentaba en el plato un “pichoncito” frito, otro rebozado y un tercero cocido al horno; luego eran fritos en manteca y rellenos con aceitunas, huevo, almendras y sazón, para terminarlos al horno. Es decir que las variedades de alimentos preparados eran muchas, lo que muestra lo habitual que era en la cocina (Gorriti, 1890, pp. 159-170).
Un documento notable es la lista de gastos en comida que llevó el tesorero del obispo Azamar y Ramírez durante parte del año 1796 (AGN, Sala XIII 21-10-4, 1796). El obispo mandaba hacer compras todos los días y a lo largo de julio a octubre de ese año adquirió carne vacuna diariamente y en cantidad, y de cordero cada tanto, además de verduras, condimentos, leche y otros productos. Lo que interesa es que consumía 16 perdices al día, algunos pollos, gallinas y dos veces dos patos, entre las aves de corral, pero se agregaron en forma esporádica dos compras de “pajaritos”, dos de “palomas torcazas” (una vez fueron seis de ellas) y dos veces “pichones”. Los valores son variados ya que, si bien rondan un Real cada ave, una gallina valía $ 2.5 de promedio, las 16 perdices costaban $ 4, los pollos a $ 1.5; las torcazas valían $ 1.5 por seis de ellas y los pichones a 0.5 reales. Es decir que como sabemos las carnes eran lo más barato de la ingesta y las aves de todo tipo eran también parte de ese fenómeno.
LOS PALOMARES DE BUENOS AIRES
Los palomares consistían en construcciones cuyas paredes de cierre tenían pequeños nichos del lado interior en donde anidaban y dejaban sus huevos. Éstos pueden o no tener techo o una ventana para que entren y salgan a buscar su alimento dependiendo del tipo de forma de criarlas que se haya elegido, y una puerta para la persona que las captura para comer y que mantiene limpio el lugar; o lleva alimento si es un criadero cerrado. Si bien la mayor parte de los palomares estaban alejados de las casas por el mal olor, hay ejemplos en que los muros de los patios de las viviendas se aprovechaban tal como es el caso aun parciamente en pie de la casa de Santa Coloma en Bernal. Los nichos eran simplemente ladrillos faltantes, que como mechinales para las puntas de las vigas iban quedando ordenadamente en hileras. Por lo general miden el tamaño de dos ladrillos para simplificar la construcción (ver Fig. 3).
Entre los problemas que causaban las palomas el más complejo por la obviedad era el mal olor, pero también la suciedad en torno al palomar, el que las aves se comían las siembras, y las pulgas y parásitos que le son comunes. Luego de descubrió que trasmitían diversas enfermedades además de que atraían gatos, ratones y toda clase de predadores. Por eso los palomares no debían tener ventanas bajas o agujeros por donde pudieran penetrar los animales dañinos. Eso también hacía que muchos no tuvieran nichos en la parte inferior de sus paredes, haciendo más difícil la rapiña a la vez que las palomas prefieren anidar en lugar altos.
En otras tierras, como Chile y Perú, el abono que generaban (el llamado guano) era usado para mejorar la tierra por su aporte de nitrógeno y fósforo, o para exportar a Europa; aquí nunca tuvo un uso específico. Al no ser un negocio el del guano, más las molestias que causaban las palomas y el que podían ser reemplazadas por aves de corral controladas, lo que finalmente se produjo. Hay que agregarle que las aves de corral fueron durante finales del siglo XIX mejoradas por selección y cruza con ejemplares importados, trayendo especies nuevas de mayor rinde que la habitual gallina americana de poco porte. Era complejo el evitar que las palomas se comieran los granos y semillas y por eso se recomendaba encerrarlas en tiempos de siembra y darles grano de alimento dentro del propio palomar, por lo que era tan trabajoso y caro como criar gallinas. Juan Manuel de Rosas las tenía prohibidas en sus campos no sólo por los daños a los cultivos sino que, según decía, distraían a los trabajadores de sus otras labores (Rosas, 1992). Los pichones servían de alimento antes de los veinte días de nacidos en que se largaban a volar; la postura habitual es al menos de cuatro huevos al año por hembra y llegaban a vivir, en libertad unos cinco años y en cautiverio hasta veinte años (Bleechman, op. cit.). Había otras explicaciones para erradicarlas, entre ellas la superstición de que traían mala suerte, y lo recuerda Lucio Mansilla quien decía acerca de la chacra de su tío Valentín “Sí, era un oasis, aunque tuviera un palomar. Dicen que es de mal agüero. ¿Será? Pero los pichones eran famosos” (Mansilla, op. cit., p. 23). En las cercanías de la ciudad de Buenos Aires había palomares para proveer los mercados y algunos eran verdaderas obras de arquitectura: el de Diego Casero había sido construido en 1788 y fue allí en donde se libró la batalla de Caseros en 1852; daba lugar a diez mil de ellas midiendo 25 metros de diámetro (ver Figs. 4 y 5). El barrio de El Palomar no lleva ese nombre casualmente y ya el viajero John Myers lo decía de una estancia en 1820: “Aquí se crían en gran cantidad para abastecer a Buenos Aires” (Miers, 1968, p. 26). William H. Hudson, un poco más tarde, describió uno de ellos con las siguientes palabras: “un edificio redondo en forma de torre, blanqueada por fuera y con una pequeña puerta que siempre estaba cerrada con llave y ocupado por cuatrocientas o quinientas palomas” (Moreno, 1991, p. 45).
Figura 4: Dibujo del palomar de Diego Casero, construido en 1788,
con su doble estructura concéntrica (Cortesía Carlos Moreno).
Figura 5: Vista del interior del palomar de Caseros cuando estaba aún en funcionamiento hacia 1890; la parte superior ya había sido modificada de la que existió en origen (Archivo General de la Nación).
El mayor palomar del que tenemos referencias en Buenos Aires estaba ubicado sobre el borde del Riachuelo, en la avenida Sáenz 1947, al menos en el año 1880, y del cual hay fotografías en el Archivo General de la Nación. Por sus dimensiones debió albergar varios miles de ellas (ver Fig. 6). Si los que citamos, el de la quinta de los Pueyrredón y el de la casa de Santa Coloma, ambos preservados, se remontan al siglo XVIII, seguramente podamos deducir que esas construcciones, aunque semiurbanas en estos dos casos, eran habituales para la época.
Figura 6: Palomar en Puente La Noria al borde del Riachuelo hacia 1880,
de forma rectangular y varios pisos, totalmente abierto (Archivo General de la Nación).
LA EVIDENCIA ARQUEOLÓGICA DE LA INGESTA DE PALOMAS
Al revisar los hallazgos arqueológicos hechos en la ciudad o su entorno inmediato, la presencia ósea de palomas es baja en relación a otros restos de aves (Lanza, 2015). Es necesario considerar que en los pozos de basura es común encontrar un alto porcentaje de astillas óseas que, a lo sumo, pueden adscribirse a aves en general, lo que seguramente aumentaría la cantidad de ejemplares. Los datos históricos ayudan a entender que la enorme proporción de carne vacuna que había disponible en la ciudad opacaba todo otro alimento cárnico por lo abundante y barata que era. En el siglo XVII una gallina equivalía en precio a 133 kilos de vacuno, un pollo a 33 kilos y una perdiz a 16 kilos (Silveira, 2001, p. 53). Y si recordamos que Du Biscay, citado antes, decía que estas últimas aves se compraban por casi nada –le parecían importantes porque era un alimento habitual de su tierra y su potencial lector podía hacer la comparación-, con lo que podemos entender el bajo costo de la carne vacuna.
En las excavaciones vemos que el caso de las excavaciones en la calle Balcarce 433 de Buenos Aires, hubo restos de al menos cuatro palomas (usando el índice NMI), pero también tres de tero, y uno de gallareta, cotorra, macá, gaviota, loro, torcaza y lechuza (Schávelzon y Silveira, 1998, 1999, 2001; Silveira y Lanza, 1999). En ese caso, se trata de un lugar identificado documentalmente como un sitio de comida de los operarios (¿esclavizados?) de una construcción hacia 1848, en donde suponemos que se debía acudir a lo disponible en el mercado diario al menor precio; eso explicaría la gran variedad, más que la riqueza. En el convento de Santa Catalina hubo al menos restos de dos palomas basados en el NMI (Silveira y Lanza, 1998; Silveira, 1999 y 2003, Schávelzon y Silveira, 2006). Es evidente que, si bien hay presencia, no es significativa teniendo en cuenta la dimensión de lo vacuno, que a veces alcanza a más de mil huesos en un metro cúbico de relleno o descarte en rellenos urbanos (Schávelzon y Silveira, 2001). En la casa de la familia Alfaro en la localidad de San Isidro se encontraron restos que correspondieron a cuatro palomas (Frazzi, 2019, p. 231; Silveira y Bogan, 2007). Pero en ese caso hay algo curioso: entre las fotos que tomó un miembro de la familia en la segunda mitad del siglo XIX, hay una de un palomar abandonado para esa época a un lado de una casona (Frazzi, op. cit., p. 235). El por qué Alfaro tomó esa foto en fecha tan temprana no podemos aventurarlo, pero algún sentido debió tener; quizás los palomares ya eran rarezas en un poblado que crecía. Otros dos casos urbanos publicados han mostrado la presencia de un ejemplar en cada uno vistos como NMI, aunque llama la atención que la presencia porcentual de aves en la ciudad ha sido muchísimo mayor que en el campo (Lanza, op. cit., cuadro 2).
LA FALTA DE EVIDENCIA DE PALOMARES
Así como hay restos óseos de palomas -aunque no es destacable su porcentual ante otros animales-, no se ha encontrado arqueológicamente ningún palomar. Destacamos que, si bien hay información documental, arquitectónica aun en pie y fotografías de lo preexistente, e incluso aun quedan palomares preservados como en la quinta Pueyrredón de San Isidro (ver Fig. 7) o la de la casa de Santa Coloma en Bernal, la arqueología no ha registrado ninguno.
Figura 7: Palomar en la quinta de Juan M. de Pueyrredón en San Isidro.
Dice el viejo refrán “La ausencia de evidencia no es evidencia de la ausencia”. Por supuesto ni es así ni tampoco es lo opuesto ya que es una paradoja indemostrable, pero como idea ha funcionado bien en la ciencia. En este caso la baja presencia de huesos de palomas no indica que no se las comiera ni que no se descartaran confrontando el registro documental, sino que seguramente actuaron otros procesos que llevaron a la destrucción de la evidencia. Suponemos que además de los procesos tafonómicos destructivos habituales en el suelo de Buenos Aires y su entorno, más que nada la acidez, la polución y la alta humedad, los que no tratan bien a los restos óseos frágiles, o la presencia de roedores en los pozos de basura, hubo al menos dos situaciones que tenemos que considerar, aunque sea a nivel de hipótesis: en primer lugar que los huesos chicos, antes y ahora, son usados para comida de los animales domésticos, especialmente para los perros, que tienden a masticarlos o roerlos a veces hasta que no queda nada. Sus marcas de colmillos en huesos mayores han sido habituales de encontrar en todas las excavaciones en la ciudad y la bibliografía supera la posibilidad de citarla. Aun hoy se alimenta a los perros medianos o grandes con los cascarones de los pollos de las carnicerías, de las que se quitan las pechugas. Luego el que su uso en las cocinas a fuego abierto y las chimeneas parecería haber sido habitual ya que, aunque no son un aporte para elevar la temperatura por su pequeño tamaño, es posible que en parte compensaran la crónica falta de madera en la ciudad. Esto se comprobaría con la enorme presencia de hueso carbonizado en los pozos de basura. Podemos pensar que, en viviendas urbanas, en una cocina de fuego abierto sobre mesada, o una cocina económica o en una chimenea, sólo es posible arrojar huesos y grasa de animales de tamaño reducido, no restos de grandes mamíferos. En los contextos rurales se ha destacado la asociación de huesos de paloma a estructuras de combustión, quizás por el mismo motivo: no levantan temperatura, pero al no dispersarlos y destruirlos reducimos la posible presencia de animales carroñeros (Lanza, op. cit., p. 346). Lógicamente es posible que haya otros factores que no hayamos tenido en cuenta, pero al menos estos casos podemos verlos tanto empíricamente como en la evidencia arqueológica.
CONCLUSIONES
La falta de evidencia arqueológica acerca de la existencia de palomares en Buenos Aires o su periferia llama la atención, más ante la fuerte documentación y hasta fotografías existentes. Puede ser porque se han confundido sus cimientos con otro tipo de estructuras, o porque estuvieran ubicados en la parte superior de la vivienda (el citado caso de la quinta Pueyrredón), o porque se han confundido sus huecos con la falta de ladrillos en un muro (caso de la quinta de Santa Coloma). Sea por lo que haya sido, es algo a lo que deberíamos prestar atención hacia el futuro para buscar explicaciones, porque a eso se le suma la baja presencia de restos óseos.
AGRADECIMIENTOS
Mi agradecimiento a Mario Silveira, con quien hemos hecho tantos trabajos juntos y esta fue una de las intrigas que nunca pudimos resolver. Al Archivo General de la Nación por facilitarnos copias de las fotografías aquí reproducidas.
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